11/3/25

¿Qué está pasando?

La nueva última noticia nos ha levantado del letargo en el que nos encontramos. El horror de ver escenas que nos recuerdan a Auschwitz apenas parece ser suficiente como para salir un poco del entumecimiento y preguntarnos ¿qué está pasando? ¿Qué está pasando en México y en el mundo? Porque no solo es aquí, es en Gaza, en Ucrania, en el Congo, en China, en Venezuela, en El Salvador, en Colombia, en Siria, y en infinidad de otros lugares de los que no nos llegan noticias.

En México, porque es lo que más cerca tengo, esto no es nuevo. Eso es lo peor, que ni siquiera es nuevo. Décadas de pruebas, reportajes, investigaciones, denuncias... Desde principios del siglo XX la maquinaria del Estado se ha encargado de la desaparición, tortura y asesinato de miles de personas. Enemigos políticos, pueblos indígenas, supuestos comunistas, campesinos que defienden su tierra, jóvenes, madres buscadoras, periodistas, investigadores, migrantes... Una masacre a todas luces que, con los años, no ha hecho más que aumentar en magnitud. De sujetos puntuales y plenamente identificados, a grupos enteros de personas que se ven como carne de la que se puede disponer para cualquier fin.

Con el colapso del estado benefactor y el desastre socioeconómico del neoliberalismo, el crimen organizado se presentó como una estrategia de supervivencia para los marginados. Una vía de ascenso social, fama, fortuna y poder para los aspiracioncitas. Una fuente de dinero fácil para las autoridades corruptas. Una cadena de distribución confiable de narcóticos para el destrozado pueblo estadounidense a manos de los intereses de las farmacéuticas. Una salida fácil para evadir la realidad de la pobreza, el hambre y la muerte. También sabemos que el crimen organizado no solo son drogas, es venta de órganos, trabajo esclavo, secuestro, extorsión, trata de blancas, redes de pedófilos, contrabandistas, lavado de dinero y hasta torturas y asesinatos por pura diversión. Todo con tal de complacer los deseos o necesidades de quien tenga suficiente dinero para pagar.

De a poco, la diferencia entre gobierno y crimen organizado se ha ido borrando. Estamos inundados de pruebas de que todos los partidos en todos los niveles de gobierno, están coludidos con el crimen organizado. La diferencia entre ambos ya no es visible, pasando de uno a otro de manera sutil e imperceptible. El ejército, la policía, los bancos, todos forman parte de la red y todos se llevan su tajada, mientras que los que pagamos los platos rotos somos otros. Cuerpos desechables, números, cifras, mano de obra fácilmente remplazable y más ahora que empieza a perfeccionarse la inteligencia artificial.

Mientras, preferimos no ver, no creer, pensar que eso no pasa. La gente intenta justificarlo con “seguro tenía malas amistades”, “no sabías de sus mañas”, “es que se metió con la persona equivocada”. Y, no obstante, tenemos décadas de reportajes de crematorios clandestinos, de centros de entrenamiento y de exterminio, sobrevivientes de reclutamiento forzado, miles y miles de desaparecidos y desaparecidas que se acumulan con cada hora, sabemos que en Tlaxcala está el centro de trata de blancas continental y cada semana podemos encontrar una noticia de un asesinato en masa... Como dicen, un asesinato es una tragedia, mil son estadística. Pero pareciera que nada de eso basta para darnos cuenta de que no es cuestión de malas amistades, mañas y personas equívocas. Es un monstruo enorme y brutal que nos está devorando mientras colectivamente intentamos ver hacia otro lado.

Es tanto el dolor, tan grande la masacre y ha durado tanto tiempo, que nos hemos adormecido. Como el dolor físico que hace que el cuerpo se desmaye por el shock, nos hemos desmayado mentalmente ante el terror indescriptible, ajeno tal vez por lo lejano en el espacio, pero cercano por la empatía y la posibilidad de ser los siguientes. Aún peor, pasamos del horror al anhelo de ser como ellos que se refleja en la música, la moda, las series y las películas. Una especie de síndrome de Estocolmo inaceptable, incomprensible e indefendible que usamos como mecanismo de defensa ante el horror cotidiano. Y si bien el arte es un mecanismo de expresión y narración de la experiencia cotidiana, y todos tenemos el derecho de narrar nuestras experiencias... ¿Idolatrarlos? ¿Ponerlos en un pedestal? ¿Agradecer las escuelas, carreteras y hospitales construidos con sangre y sobre huesos porque el Estado no pudo hacerlo? Como si el crimen organizado fuera una especie de ONG que cobra en muertos y balas. Como agradecerle a tu secuestrador que no te deja morir de hambre.

Todo esto pasa a la luz del día, y pasa donde ya no hay presencia del Estado ni resistencia social. La gente está tan aterrorizada a la vez que convencida de que, si dice algo, los asesinarán, que no es de sorprender que nadie haya dicho nada antes a pesar del terror que se vive cotidianamente. Convencida de que, si denuncia o hace algo, nadie ni nada irá en su auxilio. Porque así es, porque quienes se supone están ahí para hacer cumplir la ley, lo permiten. Lo saben. Saben lo que pasa. ¿De verdad nos vamos a creer el cuento de que no están enterados de nada? Pero no quiero que esto se vuelva en otro reclamo al gobierno, a ese “papá-mamá” Estado que tiene que venir a ayudarnos a limpiar nuestro cagadero.

Porque el Estado es cómplice. El Estado como estructura lo permite y le conviene. Porque el Estado, no el mexicano, el Estado moderno como concepto, se sostiene sobre la explotación, la desigualdad y el despojo. Porque para que un grupo de personas tengan la posibilidad de ejercer tanto poder, es porque tienen control sobre una enorme cantidad de recursos. Y en un mundo donde los recursos son finitos, si alguien tiene control de tantísimos recursos, significa que otros no los tienen y, por tanto, su subsistencia depende de la benevolencia de quienes los poseen. Decapitamos a los reyes solo para que regresaran como hidras de mil cabezas.

Y el despojo, el empobrecimiento y la desigualdad es la leña que alimenta el sistema. Entre más desesperada esté una población, más fácil es someterla. Más fácil es que acepten medidas antidemocráticas y autoritarias, como pasó en el porfiriato o pasa hoy en El Salvador, Argentina o Venezuela. Entre más desesperada esté una población, más fácil es que entren al crimen organizado; que acepten un soborno; que prefieran callar antes de perder lo poco que les queda; que acepten un trabajo de mierda, precario y sin prestaciones; que acepten votar por quien les prometa lo que sea; que se desgasten los lazos de solidaridad al obligarnos a pelear por el único mendrugo de la canasta.

Todo esto permite y sostiene el modo de vida de las grandes élites políticas y económicas. ¿Quién les lava su ropa? ¿Quién barre la oficina? ¿Quién va a destaparles el excusado? Santa Fe, Polanco y Reforma, mecas de la ciudad global y las altas finanzas, esas sedes de los leviatanes económicos existen y operan por la miríada de trabajadores informales que gastan seis horas diarias de su vida en transporte para llegar desde las zonas periféricas a las que fueron expulsados dado que es imposible pagar una renta en una zona más cercana.

El crimen organizado también se alimenta de estas personas. De los desesperados, de los que buscan un trabajo para sostener a sus familias, de los que anhelan una vida que les han vendido desde arriba como la única manera digna de vivir, de los que no tienen casi nada que perder, solo su existencia. Todos son mano de obra fácil de obtener, de manera voluntaria o por la fuerza, para engrosar las filas de sus ejércitos. Y, como lo que pasa en la ciudad, es ese ejército de personas las que mantienen operando las grandes estructuras del crimen organizado. Halcones, distribuidores, sicarios, mulas, agricultores de amapola, ayudantes (o ratas) de laboratorio: todos necesarios e imprescindibles para que un par de capos se pudran en dinero. Todos remplazables con el migrante, con el joven desempleado, con la mujer secuestrada.

El crimen organizado, como parte de las élites económicas, son parte del sistema. No es el sistema que funciona mal, todo lo contrario, funciona perfectamente y este es el resultado. Es mucho más rentable cobrar sobornos que regular la venta de sustancias. Es mucho más rentable vender mujeres secuestradas que renunciar al pago por cumplir los enfermizos deseos de algún fulano. Es mucho más rentable usar mano de obra esclava o precarizada que pagar sueldos y prestaciones. Es mucho más rentable asesinar a un defensor de la tierra que renunciar a poner un plantío de aguacate, un complejo hotelero o unidades habitacionales. Es mucho más rentable asediar una comunidad que renunciar al agua de sus manantiales que se puede convertir en refresco o cerveza. Es mucho más rentable financiar una guerra, un grupo paramilitar o un golpe de Estado que renunciar a los metales raros o petróleo que se encuentra bajo los pies de un pueblo que no los aprovecha. Es mucho más rentable asesinar o desaparecer a un periodista o investigador que dejar que salga a la luz la red de corrupción que permite que todo esto opere.

El sistema funciona de maravilla, permitiendo que la codicia, el desprecio hacia los otros y la sed de poder y placer se desarrollen sin freno. ¿Para qué? Qué terriblemente vacíos deben estar aquellos que buscan saciar su hambre con oro y lágrimas ajenas.

No es el crimen organizado. No es el gobierno. Es el sistema político y económico, el Estado-nación moderno capitalista que vive de muchos para sostener en la cima a unos pocos. Antes, los reyes, los tlatoanis, los emperadores sabían de la posibilidad de que sus súbditos se rebelasen, porque, aunque fuera difícil y pasara con poca frecuencia, pasaba. Motines, alzamientos, linchamientos... Hoy la protesta ha perdido todo sentido, es un performance mediático que se suma a los innumerables titulares que, como todo lo viral, se olvida rápidamente. Cada vez es más difícil dar grandes declaraciones, posicionamientos firmes, construir ideales a largo plazo. Todo lo sólido se desvanece en el aire, dice el título de un libro, y con ello, nuestra visión de futuro y trascendencia.

¿Qué hacemos ante el horror cotidiano? Lo que hoy vemos no es tibieza ni indiferencia. Es nuestra manera de encogernos, resguardarnos y llorar en silencio esperando que todo pase y que no nos pase nada a nosotros ni a los que amamos. Tenemos miedo. Mucho. De muchas cosas. Y siempre hemos tenido miedo, pero antes teníamos a los otros o la divinidad para pedir auxilio. Hoy ya ni nuestros grandes amigos imaginarios nos acompañan, porque nos tragamos la idea de que la ciencia y la razón eran los medios para construir un futuro brillante. Misma ciencia y razón que, junto con la medicina, la luz eléctrica y los memes de gatos, perfeccionó los métodos de genocidio, explotación y colonización de sus supersticiosos ancestros. Porque la ciencia y la razón no fueron suficientes para prevenir que el egoísmo de unos pocos las convirtiesen en instrumentos de conquista. Hoy nos vemos solos en medio de un mar embravecido, mientras a lejos otros también luchan por mantenerse a flote.

Y el sistema funciona de maravilla porque los que sostenemos todo esto estamos tan agotados, agobiados, hartos, dependemos tanto de nuestro trabajo miserable para sobrevivir, que rebelarnos se antoja una idea lejanísima e imposible. ¿Con qué tiempo y energía nos vamos a sentar a organizarnos? ¿Con qué voluntad vamos a negociar, discutir, dialogar y generar lazos de solidaridad si el estrés cotidiano nos tiene vueltos una mina antipersonal que estalla a la más mínima provocación? ¿Qué recursos vamos a invertir en un huerto urbano, en un sistema de captación de lluvia, en celdas solares, si a penas llegamos a fin de mes? Sometidos, abrumados, agobiados. Solos, lastimados y con miedo. Como perros de pelea, listos para atacar a quién sea y defender a quienes nos han brutalizado para convertirnos en armas a su servicio. Con el único objetivo de sobrevivir un día más para poder hacer lo que sea para sobrevivir un día más.

Y el sistema funciona de maravilla, porque ante el horror y la necesidad de calidez, el mismo sistema que nos masacra nos vende alivio instantáneo en forma de reels, shorts y tiktoks, pendejadas que comprar con un clic, alimentos atascados de glutamato monosódico y azúcar, pornografía para todos los gustos, sustancias de cualquier índole, arte vacío de discurso y profundidad, pero de colores llamativos; patitos con resortes para la cabeza que ahora se han convertido en capibaras, espectáculos gratuitos en plazas públicas con dinero que se podría usar para financiar comisiones de búsqueda de desaparecidos... Y ¿cómo no caer en ello? Como los zombis adictos a los opiáceos en el país de junto, cualquier cosa que alivie nuestro dolor de manera momentánea, es buena. Y mientras ese dolor, miedo e incertidumbre no desaparezcan, la adicción a esas gotas de felicidad efímera que podamos obtener es comprensible.

Así pues... ¿Qué está pasando? Que varias generaciones de psicópatas lograron perfeccionar un sistema que ni en sus sueños más húmedos y eróticos vislumbraron. ¿Qué hacemos ante ello? Darnos cuenta del horror que se abre ante nuestros ojos, para luego abrazarnos, rezar, resistir y luchar. Como podamos, con lo que podamos, así sea un día cada año. Porque los océanos se llenaron gota a gota, porque las montañas se alzaron milímetro a milímetro.

Y si el monstruo nos va a devorar, que las astillas de nuestros huesos le desgarren la garganta.

Template by:
Free Blog Templates