18/10/22

Raspar

Era su primer día como sacristán en la parroquia de Nuestra Señora de los Ríos. Ya había trabajado en otros templos y venía con buenas recomendaciones, lo que le valió que el obispo Arias lo aceptara de inmediato como ayudante. Su trabajo era el de siempre. Limpiar la iglesia cada día, preparar todo lo necesario para la misa, asistir al obispo en lo que se ofrecera y, si se requería y sabía hacerlo, realizar pequeñas reparaciones y cuidados de mantenimiento. Agotador, pero satisfactorio. Así lo describía.


Tan pronto puso un pie en atrio, divisó al señor Arias esperándole en la puerta principal.


-Me alegra mucho que finalmente hayas llegado. De verdad que necesitamos muchísima ayuda aquí. Han pasado años desde que tuvimos un sacristán formalmente. Nos valemos de la ayuda de los chicos del pueblo o uno que otro malandrín que viene a apoyar como manera de resarcir sus faltas, pero van y vienen y, con perdón de nuestro Señor, pero la mayoría son bastante, no quisiera decirlo así, pero... ya sabes.

-¿Incompetentes?

-Sí. Por decirlo de algún modo.


Le dio un recorrido por todo el edificio principal, desde la nave central hasta el coro y el campanario y luego lo llevó al edificio anexo. Escuchaba atento todo lo que había que hacer, reparar, componer, limpiar y mejorar y, conforme exploraban los rincones, crecía la lista de quehaceres. Pasó las siguientes semanas haciendo, reparando, componiendo y limpiando diligentemente, hasta que la iglesia recuperó ese brillo especial de antaño que muchos pobladores recompensaron con grandes elogios y, también hay que decirlo, con donaciones mayores a comparación de los magros ingresos que se habían percibido en últimas fechas.


Tras cuatro meses de incansable trabajo, la restauración estaba terminada y fue hora de comenzar a planear las mejorías. Que si una campana más grande, que si volver a ponerle pan de oro a los retablos, que si había que cambiar los vitrales. Todo sonaba muy bien, pero con rezos no se consigue vidrio entintado, por lo que los proyectos se quedaron en pausa hasta conseguir los fondos necesarios. Para lo único que sí alcanzaba era para repintar el coro y gracias a la generosidad de una familia que había terminado de remodelar su casa, tenían material suficiente.


Las paredes otrora blancas estaban ennegrecidas por la acumulación de polvo, humo de incienso y años y por más que el sacristán intentaba pintarlas, la suciedad y el recuerdo terminaban por descarapelar la pintura nueva que se convertía en una especie de nevada interior cuando la brisa levantaba las escamas y las dejaba caer suavemente sobre las cabezas de los feligreses.


Ni lavando con lejía y fibras rugosas se caía la pátina de pasado que impedía que la pintura nueva se mantuviera en su lugar, por lo que la única opción que quedó era retirar ese revestimiento y pintar directo en la piedra desnuda. Armado de una espátula y un cepillo de cerdas metálicas, el sacristán comenzó a tallar con fuerza los muros, empezando por la esquina cercana a las escaleras. Al principio, la piedra gris original iba quedando descubierta sin problema, mas al llegar a la pared del fondo, se empezó a develar que había otra capa de pintura debajo que había quedado oculta por el  color blanco mugriento más nuevo. Primero parecían colores combinados sin ton ni son, sin embargo, se fueron sugiriendo formas reconocibles y lo que parecía una imagen creada con un caleidoscopio comenzó a tomar sentido.


Intrigado, el sacristán decidió ser más cuidadoso e ir develando esa antigua obra, a sabiendas que la parroquia llevaba más de un siglo en existencia y seguramente aquello provenía de ese entonces. Pasó horas rascando cuidadosamente, levantando la pintura con delicadeza para no dañar la que se encontraba debajo y con cada centímetro que quedaba al descubierto, más maravillado se sentía. Aunque quería mantenerla en secreto hasta descubrirla por completo, no resistió y fue a buscar al obispo.


-Pasan de las once de la noche, ¿qué es tan urgente?

-Lo lamento, pero de verdad que necesita ver esto.


El señor Arias, enfurruñado por tener que dejar su taza de té enfriar, caminó pesadamente hasta la iglesia y subió los escalones del coro -estas no son horas de estar trabajando, debiste ir a dormir hace un rato. Si sigues así, tendré que pedirte que me devuelvas las llaves al atar...- La frase quedó flotando inconclusa. El obispo estaba boquiabierto. Solo se entrevía un cuarto del total, pero con eso bastaba para adivinar que lo que observaba era glorioso.


-Magnífico ¿cierto?

-Sin duda... sin duda... No tenía ni idea y eso que llevo aquí casi dos décadas... Magnífico sin duda.


A la luz de semejante belleza, el té y la molestia de salir a altas horas de la noche se esfumó y al obispo le invadió una urgencia tremenda por develar lo que aún estaba oculto. Ambos se pusieron manos a la obra y fueron retirando cada vez más ese velo que les impedía apreciar aquello en todo su esplendor.


Estaban sumidos en un trance tan profundo que no fue hasta que una señora llamó desde el piso de abajo que se dieron cuenta de que había amanecido y se les había olvidado por completo tocar las campanas para llamar a misa. El obispo se asomó recargado en el barandal del coro y le pidió que le excusara, pero que tenía una tarea demasiado importante y que la misa tendría que esperar. Escandalizada por semejante afirmación, la señora subió con una mezcla de susto y rabia en sus adentros, exigiendo saber qué era tan relevante como para posponer la ceremonia.


No había llegado al último escalón, cuando se quedó helada. La visión que se le presentó así solo abarcara tres cuartas partes del muro inundó su ser con una emoción hasta entonces desconocida para ella y lo único que alcanzó a hacer fue empezar a recitar el padre nuestro con lágrimas en los ojos, para luego bajar saltando escalones, como si otra vez tuviera veinte años y regresó a su casa envuelta en un aura de asombro que hizo voltear a más de una persona con quien se cruzó en su camino.


La señora les comentó a sus hijos y quisieron averiguar qué pasaba y que había puesto a su madre en un estado de éxtasis rayando en lo preocupante. Caminaron a la iglesia, donde cada vez más feligreses confundidos por la falta de campanadas se estaban reuniendo y a empujones entraron y subieron hacia el coro entre un mar de miradas confundidas y más de un -¡Eh! ¡No pueden subir ahí!- lanzado desde el anonimato.


Bajaron con los ojos abiertos como platos, destellando una luz mística y señalando hacia arriba sin poder articular palabra. Esto desató una marea de gente que pronto inundó el coro y luego las escaleras con personas sollozantes, rezos, alabanzas, proclamaciones de milagro y demás muestras de que algo divino se encontraba plasmado en aquel muro del cual solo faltaba una sexta parte por despintar.


El rumor corrió y, al cabo de unas horas, el atrio de la iglesia estaba a reventar. La multitud se arremolinaba y exigía poder subir a contemplar aquello de lo que tanta gente hablaba, pero era imposible. El coro y las escaleras estaban sellados con cuerpos temblorosos, enloquecidos y bramantes. No importaron los crujidos de las vigas anunciando la catástrofe, ni importó cuando ésta se presentó. Al contrario, al derrumbe del balcón se pudo apreciar desde la nave central aquello que estaba a unos pocos centímetros cuadrados de quedar totalmente a la vista.


La gente entró en estampida, mientras el obispo y el sacristán se mantenían en un minúsculo remanente de lo que fue el coro, raspando los últimos fragmentos de pintura blanca. Un último paso de la espátula y finalmente se desprendió el remanente que quedaba. El obispo y el sacristán se precipitaron desde lo alto, cayendo sobre un mar de cuerpos que hacían lo posible por acercarse más y más hacia aquel muro. Mientras, muchos seguían subiendo las escaleras para luego ser arrojadas desde lo que quedaba del rellano por quienes les empujaban por detrás.


La locura aumentaba, transformándose en desesperación y luego en ira. Aquello que en un inicio se mostraba como un acto de Dios, comenzó a sentirse como un objeto maldito, creación demoniaca, invento de Satán. La turba se enardecía cada vez más y comenzó a lanzar todo lo que encontraba para poder destruir aquello. Fue hasta que uno de los cirios fue a dar contra la pared y parte de la cera fresca se distribuyó formando un manchón que el furor amainó ligeramente, a la vez que desató una lluvia de cirios y cera hirviente que se desparramaba sobre quienes se mantenían justo debajo de aquella creación infernal.


Poco a poco se fue cubriendo de nuevo y entre menos quedaba a la vista, más cordura les regresaba a los presentes. Cuando lo suficiente había vuelto a estar oculto como para que quienes permanecían al interiro de la parroquia pudieran escapar de su atracción, muchos corrieron de regreso a sus casas, trayendo consigo baldes de pintura, yeso, cemento o cualquier cosa que pudieran encontrar para lanzarle a cubetadas, con las manos entre alaridos, en frascos de vidrio que estallaban contra el muro. Hasta que finalmente volvió a desaparecer aquello bajo una mezcla indescifrable de colores y sustancias. Y mientras unos buscaban sobrevivientes entre los escombros y otros corrían a sus casas en shock jurando que no habían visto nada, un pequeño grupo fue tapiando la entrada de la escalera que subía al coro, para que nadie nunca pudiera volver a acercarse.

17/10/22

Salado

-Estoy maldito, te digo.

-Nah, ¿cómo crees? Solo exageras, siempre tendemos a exagerar lo que nos pasa porque no vemos lo que les pasa a otros y como solo vemos lo que nos pasa a nosotros, todo el tiempo, pues parece que nos pasan más cosas que a los demás.

-...

-No te convence, ¿verdad?

-No. Aunque sí, pues, creo que tienes razón. Vivo conmigo todo el tiempo y todo el tiempo veo que me pasan cosas y por eso sé que estoy maldito.

-Exageras, te digo.

-Pásame el encendedor. Ten. Sigue prendida.

-...

-Pero, sí estoy maldito.

-A ver... Pruébalo.

-¿Te acuerdas de esa vez que tenía que llegar al evento aquel en quién sabe dónde? Al que me ayudaste. ¿Y cómo de la nada el celular se fue a la mierda y ya no supe cómo llegar y no te pude llamar y valió verga todo?

-Ajá

-Ahí está. Estoy maldito.

-Bueno, pero eso es una cosa nada más. A todos nos pasan cosas malas de vez en cuando.

-O también. La vez que fui a hacer lo del trámite ese con el banco. ¿Te acuerdas como en la noche preparamos todo? Que hasta revisamos la lista de documentos dos veces y que todo estuviera en el folder.

-...

-¿Cómo explicas que cuando llegué allá no tenía la copia de la identificación?

-Se habrá caído en el camino

-Ajá. Seguro. Eso no explica por qué se cayó en el camino.

-Bueno, son cosas inexplicables, pero no es para tanto.

-¿Y la vez que casi me atropellan?

-¿Cuál de todas?

-¿Ves? No es posible que sea un imán de conductores idiotas

-Hay muchísimos... de hecho, es estadísticamente más...

-Más probable morir en un accidente de auto que en uno de avión, me lo has dicho muchas veces. Muchas. Muchas veces.

-Pues eso, es más probable.

-¿Cuántas veces te han casi atropellado?

-No llevo la cuenta.

-¿Más que a mí?

-Tampoco llevo esa cuenta. Pásamela. Deja la limpio.

-...

-Ten.

-¿Y cuando me asaltaron?

-¿Qué tiene? A mí también me han asaltado.

-Ajá, pero... ese día llevaba los aretes que le iba a regalar a mi jefa. Y recién había sacado la identificación. Por tercera ocasión, porque la primera se me cayó cuando fuimos a las trajineras ¿te acuerdas? Y la segunda nunca supe dónde quedó.

-Bueno, podrías haber ido con cara de nervioso y entonces el cabrón supuso que traías algo valioso y, sobres.

-Ya se acabó. ¿Sirvo más?

-Ten.

-...

-...

-Qué pendejo estoy. Ya no hay más, ¿verdad?

-Nop. Era lo último.

-...

-Wey, creo que sí estas maldito.

Ave de caza

En cuanto escuché que comenzabas a caminar por la casa, abrí un ojo y comencé a seguir tus movimientos desde la cama. Te vi ponerte la chaqueta, las botas manchadas de tierra y los lentes oscuros. Estaba casi seguro, pero aún faltaba una última confirmación, aunque a esas alturas ya te miraba con los ojos abiertos, atento y con el corazón acelerado.


Finalmente te vi tomar la escopeta y la munición. La revisaste con cuidado, asegurándote, como siempre, que no hubiera balas ni casquillos en la recámara, que no se trabara el percutor y que la mira estuviera derecha. Era claro que era hora de salir y de un salto me puse de pie y corrí emocionado hacia ti.


-¿Listo?- me preguntaste, sabiendo de antemano la respuesta. Espero con ansia durante meses este momento. Siempre estoy listo.


Salimos y el aire helado de la mañana me dio de lleno en la cara y el cuerpo, trayendo consigo infinidad de aromas, el pasto cubierto de rocío y el petricor, tónicos que bastan para que mis sentidos se agudicen al máximo y me sienta más vivo que nunca.


Comenzamos a andar e internarnos entre la vegetación. Como siempre, yo delante de ti, atento al viento y lo que en él navega. Aromas, sonidos. Siempre atento, siempre delante de ti. Somos un equipo y yo soy los ojos de lo que no puedes ver, soy los sentidos de lo que no puedes percibir.


Caminamos, caminamos, caminamos. Sin descansar. Más adentro, más lejos. Siempre atentos. Atentos al viento y sus mensajes. No sé cuanto caminamos, no me importa. En días así no existe el cansancio, solo la excitación de lograr nuestro objetivo a toda costa.


Caminamos, caminamos, caminamos.


Lo olí primero, como casi siempre. Mi cuerpo se tensó automáticamente, dejándome inamovible, mostrándote con mi mirada hacia donde voltear la tuya. 


-Perfecto- musitaste con voz casi inaudible, pero siempre te oigo. Quedé esperando.


-Ve- y fui. Como magia mi ser recuperó movilidad y, despacio, silencioso, sintiendo la hierba rozar mi cuerpo, sin distraerme con absolutamente nada, avancé. Despacio, silencioso, como una sombra, como un suspiro. Despacio, cada vez más, silencioso, casi aguantando la respiración.


La vi entre las plantas. Quieto me quedé, esperando, calculando el momento. Corrí y saltó aleteando. Un estruendo y se desplomó al suelo en espiral. Fui y con sumo cuidado la recogí. Ese sabor metálico, esa tibieza que resbala por mis colmillos, despierta algo antiguo, algo olvidado pero que ahí sigue profundo, grabado a fuego muy atrás, muy profundo, muy antiguo. Espero mi recompensa.


La llevé hasta a ti como una ofrenda. -Excelente, como siempre- Lo sé, soy excelente. Siempre lo soy y hasta el último día de mi vida lo seré. La metiste en la bolsa, me relamí los dientes y reemprendimos la marcha.


Otro estruendo. Otra ofrenda. Otro estruendo. Otra ofrenda. Otro estruendo. Otra ofrenda.


Suficiente.


-Regresemos, pasa de medio día- Yo podría seguir horas y horas, pero regresemos.


Ya en casa las sacaste y comenzaste tu labor. Yo ya hice mi parte y te toca a ti. Somos un equipo y tu eres las manos de lo que mis extremidades no pueden hacer.


Metódico, preciso, delicado. Las plumas las guardas. Dices que algún día me harás una cama nueva con ellas. La más cómoda de todas. Las vísceras las separas, las limpias con cuidado y luego las pones en una gran olla. Salimos y prendiste la leña. Es cosa de esperar.


Antes de servirte, me sirves a mí. Todas esas delicias internas, perfectamente cocidas y hoy me diste una pata entera para mi disfrute, pero te espero. Espero a que te sientes a mi lado y, después de acariciar mi cabeza, cobro mi recompensa. Cálido, húmedo, delicioso. Oigo como crujen los huesos y ese recuerdo antiguo, profundo, se apacigua.

15/10/22

Armadillo

Desde lo alto del castillo, corrí de la ventana el pestillo y vi hecho un ovillo bajo el brillo del sol amarillo lo que de lejos pensé era un zorrillo. Muy feliz estaba, pensando en cazarlo y convertirlo en un platillo siguiendo la receta al dedillo. Quizá hacerlo en caldillo de guajillo, aunque hiciera un batidillo, solomillo al ajillo o sazonado con tomillo y acompañado con bolillo. De postre, ate de membrillo comido con palillo y café con piloncillo calentado en el pocillo que podría fácilmente convertir en carajillo, o tal vez chocolate espumado con el molinillo con el que una vez casi me astillo. Bajé rápido las escaleras de tronillo mientras silbaba un tresillo de parte del estribillo de una canción del Potrillo buscando en mi bolsillo un cerillo para prenderme un cigarrillo. Abrí la puerta del pasillo y un coralillo casi me muerde en el tobillo y del susto sentí que el calzoncillo se me atoraba en el fundillo, pero rápidamente jalé el gatillo, la bala salió por el golpe del martillo y espantado se enroscó en un anillo que logré ahuyentar con el rastrillo. Corrí, casi saltando como grillo, buscando ese zorrillo, pero no fue hasta dar con aquel pillo y mientras me terminaba mi pitillo, que para mi sorpresa vi que no era tal animalillo, sino un...

14/10/22

Vacío

Desde que se había mudado a la ciudad, le gustaba explorar cada rincón, calle y barrio en búsqueda de sorpresas y lugares curiosos y pronto dedujo que conocía más sitios secretos y joyas escondidas que sus propios vecinos. Desde parques solitarios donde disfrutar las tardes panza arriba, hasta restaurantes de comida exótica, pasando por tiendas de artículos extravagantes, bibliotecas, museos y foros donde bandas excelentes solían dar conciertos a buen precio. Pero a pesar de su enorme curiosidad y disposición para investigar, había algo que aún no había tenido la oportunidad de conocer. O algo así.


Cada noche, a eso de las once y cuarto, minutos más, minutos menos, pasaba un autobús por su calle. Según la ruta que marcaba, atravesaba desde algún lugar en el sur hasta el estadio R. Rosaldo, en el extremo norte de la ciudad, completando unos 10 kilómetros de recorrido que incluía lugares icónicos como el casco antiguo de la urbe. Muchas veces lo había tomado de día y conocía el camino de cabo a rabo, pero el que transitaba por la noche le llamaba mucho la atención ya que nunca tenía pasajeros. Alguna vez le preguntó a sus vecinos para que existiá una corrida a esa hora si nadie la usaba y la respuesta le resultó insatisfactoria: “¿Quién va a querer ir hasta allá a estas horas?”. Así que se decidió a abordarlo hasta el final del trayecto, aunque tuviera que tomar un taxi de regreso a su casa.


Tan pronto se presentó un día donde pudiera trasnochar, tomó una chamarra ligera, dinero suficiente y se paró en la banqueta a esperar. El autobús arribó a las once y veintitrés y sin nadie dentro más que el chofer, como era costumbre. Subió la escalinata, pagó el importe exacto, tomó su boleo y se sentó más o menos a la mitad, junto a la ventana.


La ciudad nocturna le parecía increíble, transformada en otra totalmente distinta. La falta de transeúntes y automovilistas le permitían apreciar con más detenimiento esos detalles que le encantaba encontrar y que con la escaza iluminación adquirían un aura de misterio que le hacían volar la imaginación. Desde arte urbano sorprendente y extrañas esculturas que adornaban las esquinas de las casas, pasando por gente que caminaba en soledad con rumbos que ignoraba y antros repletos de clientes sin miedo al amanecer convertidos en islas de luz y ruido en un mar de calma.


Conforme avanzaba por la ruta le quedaba más claro que sí, ¿quién querría usar el transporte a esa hora? Por más kilómetros que pasaban, nadie lo detenía, ni siquiera quienes estaban sentados en las paradas amparados bajo las blancas luces fluorescentes. Atravesó las callejuelas del centro que a esas horas se le figuraban como un laberinto y continuó hacia el norte, a velocidad constante y deteniéndose ocasionalmente en un semáforo. En una de esas veces, notó que una pareja en una esquina le señalaban para después cuchichear entre ellos. Supuso que también habían notado la permanente ausencia de pasajeros y ver por fin a uno se les hizo algo digno de comentar.


El sueño comenzó a instalarse en su cuerpo, el viaje a parecerle demasiado largo y la recompensa por su aventura muy exigua. A lo lejos divisó el estadio que se perfilaba como una tortuga gigante con ese cielo negro amarillento de las noches metropolitanas por fondo. Casi llegaba a su destino y se preguntó si había sido mala idea llegar hasta allá, dado que las calles estaban completamente vacías, sin ningún taxi a la vista y caminar de regreso se le antojaba como algo demasiado extenuante. El autobús rodeó el estadio y finalmente se detuvo expulsando una exhalación una vez que el chofer apagó el motor.


Supo que era hora de descender, pero se resistía a hacerlo, como cuando uno se niega a abandonar la comodidad de las cobijas en las mañanas frías y nubladas. Despegó la vista de la ventana y volteó al retrovisor, en donde se encontró con una mirada fija y penetrante. Esperaba que le dijera algo, que ya se tenía que bajar, pero no sucedía nada, solo le veía en silencio. Sus ojos oscuros le parecían pozos sin fondo de los cuales no podía escapar, eran hipnóticos e inexplicablemente tranquilizadores. Así permanecieron, viéndose en el reflejo sin mover un músculo durante varios minutos que comenzaron a sentirse como horas.


Al cabo de un momento, notó que no había parpadeado ni una sola vez en todo ese tiempo y tampoco tenía claro si el conductor lo había hecho. También se dio cuenta que no sentía el aire fresco a pesar de que las ventanas estaban abiertas, más bien parecía que estaba a esa extraña temperatura donde no se percibe a menos que sople el viento. Asimismo, el silencio era el más absoluto que recordaba, pero lo que más le sorprendió es que ni siquiera escuchaba su propia respiración.


Intentó moverse sin éxito, también probó con desviar la mirada y fracasó igualmente, tal como si se hubiera convertido en roca sólida o el aire en hielo que le impedía hacer el más mínimo movimiento. Se mantuvo ahí, en ese instante estático e interminable que se hacía más largo con cada segundo que pasaba ¿o habían pasado minutos? ¿horas? ¿años? Ya no tenía noción del tiempo y concluyó que tampoco del espacio, porque por más que intentaba recordarlo, no sabía dónde estaba más allá de estar dentro de un autobús.


Se esforzó por hacer memoria y no lograba establecer cómo había llegado ahí, donde fuera que fuese ese ahí, mas era inútil. No tenía ni idea. Sin poder apartar la vista del espejo, seguía escarbando en sus recuerdos para ver que éstos se iban desvaneciendo tan pronto como los evocaba, asemejándose a un libro al que le estaban arrancando las páginas empezando por el final. Entre más atrás se remontaba, más olvidaba.


Le parecía asombroso no estar sintiendo pánico. Es más, no estaba sintiendo nada, tanto así que ni siquiera sentía su propio ser y se percató que tampoco percibía el marco permanente que formaba la orilla de sus lentes. Ni su nariz, ni sus piernas, ni sus manos que hasta hacía una fugaz eternidad había dejado descansando sobre su regazo. Por el rabillo del ojo intentó ver su figura reflejada en la ventana y al no encontrarla, terminó de esfumarse por completo.

13/10/22

Especie

Estaba muy feliz con su creación. Desde hacía ya treinta y cinco años le gustaba preparar lasaña para su cumpleaños con lo que crecía en su huerto, pero ese año en particular se había superado. Las lluvias de temporada habían sido especialmente benéficas y todo había crecido con brío y esplendor, tapizando cada centímetro con una cama de delicias.

Tal como acostumbraba, mezcló espinacas, tomates, setas y hierbas de olor frescas con pasta hecha a mano y el mejor queso de la granja vecina. Era un día especial en el que toda la familia se reuniría a visitarle y no iba a escatimar en gastos. Desde sus hijos hasta sus bisnietos, todos llegaban a la quinta que logró adquirir con el dinero de su pensión y en donde había pasado las últimas décadas criando aves de corral y perfeccionando sus habilidades para hacer germinar todo tipo de hortalizas.


La mesa estaba puesta y los comensales expectantes. Copas servidas con vino o jugo de las manzanas recién cortadas y que apenas hacía cinco años se habían incorporado al menú. La lasaña llegó al lugar de honor en el centro de la mesa mientras todos la elogiaban sabiendo que su exquisito sabor seguramente estaría más allá de lo que lograban expresar con halagos.


Un cumpleaños más celebrado con éxito, todos comieron hasta el hartazgo no sin dejar espacio para una gran rebanada de tarta de higos. Muchos pasaron la noche ahí, otros regresaron a casa. A los más pequeños siempre les gustaba quedarse y ayudar a recolectar huevos para el desayuno que acompañaban con lo que creciera de la tierra húmeda y estuviera al alcance de tijeras o navajas.


Al día siguiente todos los chiquillos salieron en tropel a ayudar con la colecta. Unos en el gallinero, otros en el huerto, todos supervisados por sus mayores y los mayores a su vez por la gran voz de la experiencia, que tras muchos años había perfeccionado sus habilidades para distinguir lo que estaba listo y lo que no y aunque poco a poco su vista comenzaba a flaquear, su tacto y olfato se mantenían perfectamente afinados.


Pasado medio día, conforme los visitantes regresaban a sus hogares, la casa comenzó a vaciarse y quedar en el silencio habitual del campo. Ya en su soledad, sintió algo extraño. Algo de dolor en el estómago, pero nada de qué preocuparse. A su edad, era más preocupante no sentir nada y más aún después de dos días de glotonería.


A kilómetros de ahí, una niña comenzó a vomitar. Le siguió su madre y su hermano mayor. Uno a uno, como fichas de dominó, todos quienes habían asistido a la fiesta comenzaron a tener dolores cada vez más fuertes, vómito y diarrea, a veces con sangre. En la granja era lo mismo, se encerró en el baño retorciéndose de dolor y sacando de su cuerpo todo lo que había comido y, de haber tenido algo más, seguramente eso habría salido también.


Todos, en sus hogares, escuelas o trabajos, pasaron por un episodio de lo más extenuante y desagradable, pero del mismo modo, todos lo atribuyeron a algo que estaba en mal estado, a la contaminación de los alimentos o a sus estómagos débiles de citadinos que no aguantaron una estadía lejos de los jabones desinfectantes y el agua purificada. Tras unas horas, parecía que todo volvía a la normalidad. Más allá de la sed, calambres y dolor de cabeza causados por la deshidratación, todos dieron por terminado el asunto.


Todos excepto quien habitaba la granja. Sabía que eso no era normal, que algo extraño había ocurrido. Supuso que era la edad y que su cuerpo ya no estaba en condiciones de atravesar opíparos banquetes, pero al no tener teléfono no podía corroborar que el resto de su familia había pasado por algo similar. Se mantuvo prestando atención a su cuerpo esperando que, entre retortijones y arcadas, le dijera que le tenía así.


El resto de ese día y la mañana que siguió parecieron normales. En la ciudad todos regresaron a sus actividades habituales dopados con antidiarreicos para evitar bochornos, pero en la granja no. No había comido nada, esperando así no enmascarar síntomas y, en ayunas, comenzó a recorrer minuciosamente cada parcela. ¿Habría sido el nuevo fertilizante? ¿Acaso alguna planta tenía una infección? ¿Fue salmonella por los huevos? Nada parecía fuera de su sitio ni novedoso, pero algo andaba mal y lo sabía.


En la ciudad, un niño se desplomó en el patio convulsionando. En su trabajo, una mujer comenzó a vomitar sangre. Un auto se estrelló contra otro en sentido contrario porque su conductor perdió el conocimiento. Como si se tratase de una bomba de relojería, cada uno comenzó a colapsar entre dolores terribles en sus riñones e hígado, con hemorragias incontrolables, alucinando o hundiéndose en el coma más profundo y repentino.


En la granja, mientras caminaba de regreso, aún con la sospecha, pero sin éxito alguno, sintió como si le hubieran atravesado el costado con una lanza en llamas. Su cuerpo exánime se desplomó mientras que el dolor le hacía apretar tanto su mandíbula que pensó que se iban a quebrar sus dientes. Comenzó a sangrar por la nariz y a sentir frío, un frío que venía de adentro, que comenzaba a esparcirse y atenazaba sus extremidades. A penas pudo incorporarse, pero la desorientación era salvaje, sentía como si llevara horas dando vueltas y no lograba ubicarse. Caminó unos pasos hasta que trastabilló con la orilla de una de las camas donde crecían una amplia variedad de alimentos y cayó encima de las acelgas que comenzaban a brotar.


Boca abajo, con la cara llena de tierra, en medio de una paradójica mezcla de agonía y entumecimiento general, vio un hongo. Y otro. Y otro. Los que había usado para la cena y el desayuno, los mismos que había comido durante años desde que, por casualidades de la naturaleza, comenzaron a brotar con las lluvias. Pero de cerca y con la claridad que ofrece el saberse en el borde del último precipicio, comenzó a notar pequeñas diferencias. Diferencias casi imperceptibles, pero que ahí estaban. Entonces, como un rayo atravesando la niebla que se iba apoderando de su mente, tuvo la revelación de que no estaba experimentando los últimos minutos de luz en soledad, sino que todos quienes habían ido hacía dos días a celebrarle le acompañarían en ese trayecto.


-Amanita phalloides- alcanzó a decir antes de que una nueva estocada en su hígado le hiciera perder el conocimiento.

Olvido

 Cuando encontré la nueva lista y me di cuenta de que era 11 me emocioné. 


¡Excelente! -me dije a mí mismo- puedo retomar exactamente donde lo dejé el año pasado y escribir el 12


Descargué la lista y comencé a idear e imaginar qué escribiría por los siguientes días. 


 Demonios, los últimos días no estaré presente para publicar -pensé- No importa, llevo una libreta y los subo después. 


 En eso estaba, con la ilusión de volver a intentarlo, de continuar, de lograrlo este año. 


 Y, oh, sorpresa, ya es 13. 

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