9/11/22

La tertulia de lo inconfesable (VI)

La última noche había llegado y con ella la última historia. En el camino, se preguntaban que pasaría ahora. ¿Se despedirían formalmente? ¿Cada quién se levantaría para dejar discretamente la habitación como lo habían hecho las útlimas cinco noches? ¿Qué sería de ellos ahora que habían abierto sus corazones y los habían visto reflejados en aquellos seres anónimos? ¿Y si en realidad el resto les había engañado con tal de que ellos confesaran? Muy tarde, muy tarde para esas consideraciones. Como se había dicho ayer, si eran castigados, en el fondo, suponían que lo merecían. Que fuera lo que tuviera que ser, que el infierno ya lo tenían ganado desde antes, sabiendo que ninguno sentía culpa. No había sido la culpa la que les había llevado ahí, solo la necesidad de hablar y ser escuchados. Sentir paz. Finalmente, paz.


La última narradora se tomó su tiempo. Respiró hondo un par de veces, mientras mantenía sus manos sobre las piernas. Aclaró su garganta, miró hacia el techo con una sonrisa tranquila, suspiró una última vez y comenzó.


VI


Se me hace muy poético que yo sea quien cierre este extraño experimento. Poético y predestinado, justo, preciso, adecuado, redondo. Me gusta. Ha sido una experiencia por demás enriquecedora y me siento tranquila, más tranquila de lo que ya estaba, cosa que no esperaba. Así pues, agradecida y satisfecha de haber esperado este momento, les anuncio que hoy me voy a suicidar. Así, saliendo de este cuarto, tomaré un taxi de regreso a mi casa, subiré al departamento, me daré un largo baño caliente, pondré la pistola en mi boca y me volaré la cabeza.


No está a discusión ni opinión, como nada de lo que aquí se dijo. Hoy me tragaré una bala calibre nueve milímetros que desgajará mi cráneo y esparcirá mis sesos por toda la sala. Una bala que asustará a los vecinos, que tocarán desesperados la puerta y que llamarán a la policía. Sería un honor que fueras tú la que fuera a recoger mi cadáver, creo que te gustaría el espectáculo, así que mantente atenta por si reportan un disparo allá por la avenida de Santa Anastasia.


Estoy harta. Harta de estar harta. Harta de que me digan que la vida es bella, que la vida vale la pena, que la vida va a mejorar, que vaya al psicólogo, que tengo amigos y familia que me quieren y me apoyan, que todo pasa, que el tiempo todo lo cura. Estoy harta de ese optimismo hueco e insípido que intenta darle sentido a seguir vivos, que se concentra en los buenos momentos como si los malos no fueran más. Harta de escuchar que esas migajas de alegría son las que valen la pena. Ya no quiero migajas. Estoy harta.


Hoy iré y con mi mejor vestido me tragaré una bala, me volaré la cabeza, me cagaré encima y chorrearé de sangre el sillón. Estoy harta de sentir dolor, de sentir decepción, de sentir cualquier cosa. De ver como la vida solo se ilumina dos días por cada diez de oscuridad. Dicen que eso es lo que le da sabor, que la oscuridad nos hace poder apreciar la luz. Estupideces conformistas que se repiten unos a otros para mantenerse aquí al servicio de quien sea que los explote o quien sea que dependa de ustedes o de la pura inercia de seguir respirando y no tener el valor de reconocer que vivir es un asco. Que nada vale la pena, que todos somos monstruos enmascarados, que todo eventualmente se va a ir al carajo y nosotros con ello. Que no hay esperanza, que el futuro será igual de nefasto que el presente y el pasado y que lo peor que nos pudo haber pasado fue que nuestros padres cogieran un día sin ponerse protección.


Por eso me voy a volar la cabeza, por eso voy a hacer saltar a mi gato y astillas de hueso, porque lo único que vale la pena es tomar esa decisión. La decisión de decir basta, ya no quiero, ya no quiero, ya no quiero esto, ni aquello, ni nada. Me quiero fundir, desaparecer, olvidar que pisé este y cualquier otro lugar. Esa es la única decisión que deberíamos valorar y perseguir, la decisión de bajarnos de este tren que no va a ningún lado, este tren infestado de cucarachas y mierda, para lanzarnos al vacío y regresar a la oscuridad eterna.


No voy a dejar carta, no voy a culpar a nadie, nada. Es mi decisión, es lo que quiero. Tomen esto como mis últimas palabras si así lo desean. Fue un gusto haberme sumergido hasta lo más profundo del abismo de su mano solo para salir más tranquila, para que en ese momento no me tiemble la mano y desear saborear el plomo, aunque sea por una fracción mínima de un instante. No, no se sientan culpables. Sus demonios no son los míos, sus demonios no me espantan ni me hicieron convencerme de tomar esta decisión. La decisión ya estaba tomada y hace tiempo hice las paces con las bestias que me habitan. Al contrario, ustedes me devolvieron las ganas de vivir por un par de días, para escucharles, para conocerles, para sentirme un poco menos sola en este mundo de porquería.


Gracias por eso y por aceptar mi invitación a narrar sus historias. Ahora, si me disculpan, tengo una cita y no quiero llegar tarde.

 

VII


El desgarrador grito de las sirenas de patrullas y ambulancias inundaron la calle de Santa Anastasia a la altura de los edificios colindantes al viejo café árabe. Los pocos transeúntes que pasaban por ahí a esas altas horas de la noche se detenían movidos por la curiosidad, mientras que los demás habitantes del edificio se asomaban cautelosos por las ventanas.


Una oficial de policía comandaba a los forenses para que registraran la impactante escena que una pobre señora encontró en el apartamento 207. Ella había abierto la puerta con la llave que su vecina alguna vez le confió por si acaso se quedaba afuera y que esa noche decidió utilizar al escuchar un fuerte estruendo que logró despertarla. Tras el macabro hallazgo, estaba sumergida en un fuerte estado de nerviosismo que tenía la esperanza de poder sobrellevar con los ansiolíticos y somníferos que le recetaba su psiquiatra, un callado señor de avanzada edad y extraño gusto por la playa.


Al alba la calle seguía acordonada, mientras un redactor de nota roja daba los últimos toques al artículo donde, para deleite de los morbosos, detallaba magistralmente el acontecimiento como si él mismo lo hubiera presenciado. Se regocijó de su trabajo, sabiendo que ese era el segundo mejor artículo que había escrito solo después de aquel sobre el trágico asesinato de una amada mujer de la comunidad.


¡Pero qué desgracia! -exclamó un señor acompañado de una mujer a quien casi le doblaba la edad. Aquella tarde se habían topado con las grotescas imágenes del suceso en la primera plana de un pasquín amarillista mientras pasaban tomados del brazo frente a un puesto de periódicos- ¿Quien hubiera pensado que una exitosa académica como ella haría algo así? - Añadió, negando con la cabeza.


Qué le digo, patrón. Ya ve de lo que es capaz la gente, aunque cueste creerlo -le respondió desde dentro del quiosquillo un joven que se relamía sin despegar los ojos del catálogo de ropa interior femenina que tenía en el regazo...

La tertulia de lo inconfesable (V)

Se acercaba el final de los encuentros, la penúltima historia estaba por ser revelada. Eso llenaba a nuestras sombras de un sentir que transitaba entre una ligera tristeza y el alivio ya que se les empezaban a agotar las excusas para explicar porque salían tan tarde y regresaban aún más tarde, meditabundos y distantes.


Esa quinta noche, la narradora de turno llegó tarde. El resto permaneció en silencio, esperando con impaciencia y sin saber bien que hacer. En sus cabezas se imaginaban a la narradora acobardándose de útlimo momento o, peor aún, delatándoles y evitando llegar al punto de encuentro sabiendo lo que les esperaba. Sus temores se disiparon un poco al escuchar finalmente unos pasos acercándose al salón, sin saber que unos minutos después otro golpe de adrenalina inundaría sus cuerpos.


V


Recordando lo que se contó ayer, yo también entiendo esa sensación de poder y también entiendo a los policías. De hecho, creo que soy la que mejor entiende ambas cosas en esta sala. Todos deseamos sentirnos poderosos en algún momento, no lo nieguen, es algo propio de nosotros como humanos, sino, el anarquismo sería la norma, no el Estado y la propiedad privada. Nos gusta sentirnos poderosos y nos gusta mantener ese poder. Por eso me hice policía, para sentir poder y para ayudar a que ese poder se quede dónde debe estar. Y no, no se preocupen. Si algo tengo es palabra y prometimos que lo que se contara aquí, aquí se queda. Además, píensenlo, si quisiera hacer algo ya lo habría hecho. De verdad, tengo suficiente con lo que hay en la calle como para preocuparme por ustedes.


No es fácil ser policía siendo mujer. ¿Creen que lo que han contado aquí me da miedo o disgusto? Vieran lo verdaderamente podrida que es la humanidad, y no lo digo por la escoria que luego atrapamos, lo digo por la misma policía y todo lo que la hace moverse. Pero esa es otra historia. Para tener un lugar en el sistema hay que ganarse el respeto y yo la tuve el doble de difícil en un mar de machos poco más inteligentes que un perro con ganas de coger, comer y cagar. Ahora soy parte de ese engranaje que se lubrica con sangre y me costó sangre obtener ese lugar, pero no la mía.


Así como todos aquí nacimos enfermos o nos rompimos en algún punto del camino, pues así yo también. Desde pequeña me gustó apedrear animales. Empecé con lagartijas. Verlas explotar debajo de la suela de mi zapato o por un tiro certero me llenaba de emoción, me hacía sentir ruda, fuerte. Luego pasé a las aves que eran un reto mayor, pero mi puntería siempre ha sido excelente y rápido les agarré el modo. Recuerdo una vez que tiré un nido lleno de polluelos y cómo a cada uno les di un tratamiento distinto. Al primero lo aplasté sin más, al segundo le arranqué las patas, luego las alas y luego la cabeza. Con el tercero me empecé a poner creativa, y lo apretaba hasta que sentía que iban a tronar sus huesos para luego soltarlo, lo enterré y lo desenterré, lo sumergí en agua y lo saqué, así hasta que dejó de moverse y lo tiré por ahí. Al último lo colgué y le fui pasando un encendedor hasta que la mitad de su cuerpo quedó chamuscada.


De las aves pasé a los gatos y los perros. Olviden intentar pensar en cómo se ve una escena así, eso todos se lo pueden imaginar, pero lo que seguro no pueden imaginar es el aullido que pega un perro cuando lo rocías en gasolina y le prendes fuego. O los lamentos de un gato al que le vas rompiendo las patas, una a una. Me eriza la piel nada más recordarlo. Y por eso me hice policía. Quería algo más grande, más satisfactorio y ahí lo encontré.


Yo no veo hombres ni mujeres, solo cuerpos con potencial de gritar, de aullar, de suplicar, de vomitar, de responder ante mí sin chistar, de rogar por tener la oportunidad de no volver a ver a su familia por los próximos treinta, cuarenta años, con tal de que les saque algo del recto o de debajo de las uñas. Después de pasar por mí, podrían jurar ante sus propias madres que ellos en realidad son una cabra parlanchina disfrazada y lo harían con tal seguridad que lo único que les faltaría es que de verdad se le asomen los cuernos.


Así me gané el respeto, sacando confesiones, verdaderas o no, pero que sirven para inflar los números que se presentan al público y que al final es lo único que a la gente le importa, especialmente a la gente que importa. Ellos quieren que se diga que sí están trabajando y que atrapamos y encarcelamos al pobre diablo de turno. Eso es lo que quieren todos, castigar a alguien, a quien sea, pero castigarle por algo y ese es mi trabajo, castigarles y lograr que acepten que merecían ser castigados y me encanta.

La tertulia de lo inconfesable (IV)

Para la cuarta noche todas las sombras se sentían casi cómodas con ir a aquellas sesiones nocturnas. La mitad veía ese cuarto en penumbra como el único sitio sobre la tierra donde por primera vez se sentían libres del terrible peso de sus secretos más oscuros, mientras que la otra mitad sentía la urgencia a la vez que el temor por abrir la boca y expulsar aquello que quemaba sus almas como hierros incandescentes.


Puntuales a su cita, ocuparon sus puestos en el círculo de sillas que les esperaba en silencio mientras las nubes de una lluvia discreta y pasajera iban cubriendo la luna en cuarto menguante, cuyos rayos a penas y se colaban entre los pesados cortinajes que cubrian las ventanas. Respiraron el particular aroma a tormenta próxima, agudizaron el oído y prepararon el alma para ver lo que había debajo de una nueva máscara.


IV


Tal como lo dijeron el otro día, yo me quería sentir poderoso, grande, dominante. Yo sí quería eso y lo disculpo por el juicio y a la vez me disculpo por el asco que le pueda provocar, pero para eso estamos aquí, para dar asco, para que nos miren con odio, para dar cuenta de toda es porquería que llevamos en el interior arrastrando desde hace quién sabe cuánto tiempo.


Esa noche mi mejor amiga estaba borracha, muy, muy ebria, al grado que apenas se mantenía despierta. Primero pensé que lo que iba a hacerle era producto del amor, que ella me quería y que de haber estado despierta al final me habría dicho que sí. Me convencí de que ella así lo quería, de que ella lo deseaba tanto como yo.


Aún recuerdo esa sensación de estar rompiendo todas las reglas y barreras del mundo mientras le arrancaba los calzones, mientras lamía su vulva con furia, queriendo que se despertara y, no sé, que me pateara la cara para luego entonces poder someterla y sentir ese poder corriendo por mis venas. Sentirme un toro, un huracán, un meteoro imparable, la fuerza en su estado más salvaje y animal. Quería sentirlo, quería escucharla gritar que me detuviera y seguir, golpearla y seguir.


Y, de hecho, algo así pasó. Supongo que fue el dolor de haberla penetrado sin ningún tipo de contemplación o piedad, pero con condón, lo que la hizo despertar de su sopor etílico y dar un alarido que tapé inmediatamente con una de las almohadas. La recuerdo retorciéndose bajo mi cuerpo como un gusano con sal, gritando, llorando, suplicando a la vez que luchaba con uñas, no con dientes porque la almohada nunca la quité. Estas cicatrices de rasguños que tengo en la cara las llevo con orgullo, aunque nunca cuente su historia.


Sentía como si estuviera domando un caballo o más aún, como si estuviera domando el mar o como si estuviera domando a Dios mismo, haciéndolo seguir mi voluntad. Me sentí tan, pero tan enorme, tan fuerte, tan poderoso, tan invencible que yo creo que en ese momento podría haber derribado una casa a puñetazos si me lo hubiera propuesto.


Ni siquiera recuerdo si me corrí o no, porque me desconecté. Hubo un punto donde ya no tenía control de mí mismo ni de la situación. Me desperté cuando dejé de sentir sus intentos por zafarse que me excitaban tanto. Por un momento pensé que la había asfixiado y me entró el miedo a la vez que el alivio. Miedo porque sabía que tendría que deshacerme del cuerpo, pero alivio porque sabría que el secreto me lo llevaría a la tumba. Pero solo se desmayó, no sé si de cansancio, por la falta de aire, de dolor, del shock o de todo mezclado.


Me levanté y le quité la almohada. Su cara estaba enrojecida y surcada por lágrimas, sus labios sangraban. La limpié con un trapo con cloro, especialmente las uñas que tenían mi sangre, para que todo rastro desapareciera. La subí en el coche y la fui a tirar a un parque a varios kilómetros de mi casa, pero relativamente cerca del bar donde habíamos estado. La dejé así, medio desnuda, tirada entre los arbustos, le vacié encima lo que me quedaba de una botella de tequila y la dejé vacía a su lado.


Levantó la denuncia y todo, pero claro que nadie le creyó. Ebria y como iba vestida... Ya saben cómo son los policías. Nunca nos volvimos a hablar, supongo que ella lo sabe tan bien como yo, pero no tiene pruebas. Es mi palabra contra la suya, aunque ella tenga toda la razón.

8/11/22

La tertulia de lo inconfesable (III)

La tercera noche llegó y con ella los demonios surgidos de la más tremenda oscuridad se volvieron a reunir para contar sus secretos. Cada sombra ocupó su puesto, acostumbrándose cada vez más al ritual que habían establecido a penas hacía dos noches.


Poco a poco comenzaban a conocerse de manera superficial. Los ademanes al caminar, los rasgos que se podían adivinar en la tenue luz polvorienta que apenas e iluminaba la habitación, el sonido de las sillas al ser arrastradas, el perfume característico, los zapatos de tacón que resonaban con cada paso. Sombras sin rostro ni nombre, pero que poco a poco se convertían en extrañas compañeras en un viaje que nadie estaba seguro a donde les llevaría. Lo único que tenían claro es que esa noche develarían otra cara de la gran hidra que habían conformado al juntarse por primera vez. 


III


Durante mucho tiempo intenté darle una explicación, pero no puedo. Me gusta y ya. Como a la gente le gusta el chocolate, el futbol o las tardes de lluvia. Bueno, más bien como a la gente le gustan los latigazos, los tríos, que se corran en su cara, la orina y demás secretos que guardan entre las sábanas. Estoy seguro de que no soy el primero, ni el segundo, ni el tercero con el que se topan, solo que no lo saben, porque créanme que somos muchísimos, muchísimos como yo.


No voy a mentirles, creo que es algo que tengo desde que tengo memoria, desde que me empezó a interesar el sexo, pero a esa edad uno es pendejo y no sabe cómo conseguirlo, cómo pedirlo, como hacerlo y no hay nadie que le explique porque aún está muy chico para esas cosas. Entonces me resultó más fácil. Los niños no se cuestionan lo que están haciendo y menos si es una persona mayor quien se los dice. ¿Por qué creen que hay niños soldados o predicadores o expertos en un instrumento musical? Porque algún mayor les dijo que eso era bueno y ellos lo hacen, porque no lo piensan, no lo juzgan, lo hacen porque aún no tienen refrentes del bien y el mal, todas son experiencias neutras que les pueden gustar o no, pero sin juicios de valor.


En ese entonces, pues, me resultó más sencillo y creo que fue algo que se me quedó pegado. No sé, sería interesante saber si las primeras veces determinan los gustos para siempre. No lo sé. Puede ser que sí o que no, que solo sea un enfermo más. El caso es que así fue y así quedé y así lo hice durante un tiempo. Lo que más disfrutaba era, insisto, que no juzgan, no preguntan, no critican ni cuestionan. Están abiertos a la experiencia, a vivirla y luego determinar si les gustó o no. Como aquellas personas que les gusta coger con vírgenes porque no tienen conocimiento y entonces, no tienen parámetro para juzgar lo bien o lo mal que coge uno. Pues así, pero llevado un paso allá, porque ni siquiera saben que es eso de coger.


Hay otros como yo que dicen que lo que les gusta es la sensación de dominancia, de poder. Esos que les gusta el poder y el control me dan asco, disculpándome por juzgar. Pero es la verdad. Esos violan, esos no les interesa más que satisfacerse a sí mismos y su necesidad de sentirse grandes y poderosos, de dejar de sentir lo pequeños que son en realidad. Pero yo no, nunca hice nada para forzarles. “Grooming” le dicen ahora, con eso de los términos gringos que luego nos llegan.


Los convencía. ¿Cómo van a decir que sí si no los convences? Es como cuando prueban el brócoli por primera vez, hay que sobornarlos, insistirles, prometerles que les va a gustar y que si no les gusta pueden no volver a comerlo en sus vidas. Nunca forcé nada, yo no soy de los que busca autoridad y someter, solo busco esa experiencia y placer visto a través de los ojos puros de alguien que aún no tiene la cabeza llena de tabús, prohibiciones, “qué dirán” etiquetas y reglas que me juzguen. Conmigo mismo basta para juicios.


Pero ya no, antes pues era sencillo, ahora no. Imagínense, un señor de mi edad, con mis canas, con mis arrugas, acercándome a los niños. Eso no pasa desapercibido, por más que uno haga como que es un anciano inocente. La perversión se huele, la exudamos por los poros, por la mirada, por el aliento y todos lo saben, aunque no lo sepan en realidad, pero lo saben. Me ven y lo saben. Por eso ya no lo hago, solo me deleito con mis recuerdos y con visitas a las playas donde los lentes de sol tapan mis ojos que saborean esos cuerpos vacíos de prejuicios. Ya no, aunque eso no signifique que ya no quiera, pero no. Ya no.

7/11/22

La tertulia de lo inconfesble (II)

La segunda noche todos llegaron puntuales. Uno por uno, con escasos minutos de diferencia, se fueron llenando los seis asientos. Cada sombra se dispuso a escuchar el cuento de la noche de este Decamerón de lo aborrecible.


Cuando la ultima persona ocupó su sitio en el más absoluto silencio, todos quedaron a la expectativa de lo que la nueva narradora tenía por compartirles.


II


Como ayer, mi historia también involucra a mis padres. Especialmente a mi padre. Yo lo amo. Lo amo como solo yo soy capaz de hacerlo. Lo amo porque es quien me ha cuidado desde pequeña, me crio, me educó, me protegió, me dio todo lo que necesitaba cuando mamá murió y nos quedamos él y yo solos en el mundo. Dos fantasmas sumidos en la tristeza que se acompañaban mutuamente para hacer la soledad más llevadera.


No fue él. Quiero que quede clarísimo, porque no van a faltar quien así lo piense. No fue él. Nunca fue él. De hecho, se resistió mucho al principio. También quiero dejar super claro que yo ya tenía veintidós y que había hecho y deshecho y, por ello, sabía que nunca encontraría a un hombre que me amara tanto como lo hace mi padre. Y cuando lo comprendí, fue que me di a la tarea de conseguir que me viera como yo lo veía a él. No sé cuándo ni cómo pasó, por más que lo intento, pero pasó. Es como cuando intentas pensar cuándo te hiciste amiga de alguien o cuándo tu mejor amigo se volvió tu mejor amigo. Simplemente hay un momento en que te das cuenta de que no podrías vivir sin esa persona y que se ha vuelto tan, pero tan importante que no te imaginas la vida sin ella.


Comencé despacio, invitándolo a pasear, al cine, al parque. Total, eso es completamente normal entre padre e hija. Pero las pláticas se iban haciendo distintas. Quería conocerlo más como persona que como mi papá. Le preguntaba de su vida, comparaba sus anécdotas con las mías, muchas de las cuales él ni se imaginaba. ¿Cómo una chica de mi edad habría hecho tantas cosas en tan poco tiempo? Después lo invité a cenar. Una. Dos. Tres veces. A beber. Una. Dos. Tres veces.


Una noche noté como me empezó a mirar como quería que me mirara, pero en cuanto le sonreí de vuelta, su cara se volvió seria. Enmudeció, se levantó de la mesa y se fue a casa. No me habló durante dos semanas, ni siquiera se atrevía a verme. No sé si era vergüenza, culpa, horror, pero le carcomía el cerebro de manera terrible.


Lo encontré llorando un día, ebrio, cubierto con su propio vómito, tirado en el piso del baño. Lo ayudé a levantarse, a limpiarse, él me decía que no, que lo dejara, que lo perdonara, que era un malnacido, que era un padre terrible, y por cada insulto que lanzaba a sí mismo, yo le respondía con palabras de amor. Con cariño le decía que lo amaba, que lo amaba como las flores aman al sol, como los pájaros aman la brisa. Que estaba bien, que lo entendía porque yo también lo sentía, que sabía que estaba mal, que era aberrante, pero no me importaba. Mi amor era más fuerte que el miedo a las miradas de reprobación y náusea y lo sigue siendo.


Esa noche nos dimos nuestro primer beso y ahí quedó. A la mañana siguiente se sentía una tensión tan, pero tan grande entre nosotros que, si nos hubiéramos visto fijamente y alguien hubiera agitado el aire entre nosotros, seguro habría resonado como una cuerda de guitarra. No nos hablamos por otros tres días, pero nos mirábamos de reojo, midiéndonos, calculando las palabras, el momento justo que nunca llegaba para hablar de algo que ninguno de los dos queríamos nombrar siquiera. Pero, tomé la responsabilidad de haber sido la que empezó todo y una noche que estaba sentado en la sala, le llevé una taza de té y me senté en el sillón de al lado con mi propia taza.


“Tenemos que hablar” le dije, con ese tono que usan los padres con sus hijas y él, con la mirada que usan las hijas con sus padres al escuchar semejante declaración, asintió. Ni siquiera sé que dije, hablé en automático, como si alguien más se hubiera apoderado de mi cuerpo mientras yo flotaba a un lado. Le expliqué lo que sentía, que sabía lo que implicaba, hasta planteé algunas reglas y lineamientos. Dije todo lo que se me ocurría sin saber cómo detenerme, mientras él solo me veía callado, asintiendo de vez en cuando. No podía leer su rostro, no sabía si estaba enojado, preocupado, feliz, nada. Blanco total. Ahora cada vez que juego póker intento emularlo, aunque creo que no me sale tan bien.


Después de que se me agotaron las ideas él solo dijo “lo voy a pensar”. Se levantó y no me volvió a hablar ni a mirar por otros tres días. Pero ahora sabía que estaba hundido en sus pensamientos y que solo quedaba esperar. Me hubiera encantado escuchar ese debate interno entre la moral, el deseo, el amor y la ética. Finalmente, pasados esos tres días, me llevó una rosa blanca, como las que le gustaban a mi madre.

6/11/22

La tertulia de lo inconfesable (I)

Están cordialmente invitados a la tertulia de lo inconfesable, a la casa de lo peor de lo peor. Un espacio donde podrán venir a decir lo indecible, a revelar lo irrevelable, a dejar ver lo que nadie debería ver, ni oír, ni saber. Vengan, seres asquerosos, horribles, detestables, despreciables y aborrecibles a contar sus historias. Solo existe una condición, que mientras uno habla los demás callan y aún después. Lo que se diga ahí dentro ahí dentro se queda, para que no escape y manche al prístino exterior que, tú y yo sabemos, solo son apariencias.


Vengan, vengan, escuchémonos entre nosotros, démonos un momento de paz, para dejar de luchar con ese secreto que tanto deseamos contar, pero no tenemos a quien. Este es ese espacio donde de la mano de otros seres repugnantes tal vez nos convenzamos un poco de que al final no lo somos tanto o al menos a aceptar que lo somos.


Vengan, vengan. Aquí les espero.


Eso rezaba un cartel pegado en varios postes por toda la ciudad y, al final, un número telefónico. Muchas personas lo leyeron, no tantas consideraron llamar y solo unas pocas lo hicieron. Se les dio la ubicación, asignó una hora de llegada y una puerta de entrada, con tal de que nadie se pudiera encontrar en el camino. Se estableció que cada día hablaría una persona evitando a toda costa dar la más mínima pista de quienes eran, y el resto solo se sentaría a escuchar lo que tenían que decir sin hacer el más mínimo comentario al respecto. Sombras, serían sombras.


Así, en la fecha pactada, seis personas se reunieron y como si fuera una versión retorcida de las Mil y Una Noches, por las próximas seis veladas se escucharían seis historias. Estas historias.


 I


Maté a mi madre. Así, para qué darle más vueltas. La maté y no me arrepiento de nada. Y ustedes dirán, “¿Por qué la mataste?” porque aunque dijimos que aquí nadie juzga ni pregunta, sé que igual se lo preguntan.


¿Por qué maté a mi madre, dicen? Bueno, porque la odiaba. ¿Te maltrataba? ¿Te hería? Seguro están pensando. Pues no. Ella era la mujer más bella y hermosa que alguna vez conocí y posiblemente conoceré. Era un ángel, dulce, amable, amorosa como solo una madre convencida de serlo puede llegar a ser. Me crio a mí y a mis dos hermanas con todo el cariño, paciencia, cuidado y ternura que el universo pudo meter en su cuerpo que, de haber sido más grande, igual le habría metido más y más y más amor.


Y no solo era así con nosotros, lo era con mi padre, con el resto de la familia, con los vecinos, con los demás de la iglesia, con los meseros, cajeros, peatones, vagabundos, perros, árboles y hasta con las cosas que hacía. Porque mi madre tejía y pintaba, escribía pequeños cuentos, cocinaba cosas tan sabrosas que nada en el mundo me ha satisfecho y calentado el alma tanto como un plato elaborado por ella.


Por eso la odiaba y por eso la maté.


Porque me daba asco. Me daba asco su amor absoluto, su paciencia infinita, su rectitud inquebrantable, su serenidad que era un bálsamo de los desesperados, su belleza angelical. Todo su ser irradiaba luz, luz que llegaba hasta lo más profundo de los corazones más negros. Por eso me daba asco.


Porque era como una constante recriminación frente a todo lo que yo soy. Un malviviente, alcohólico, mal hablado, manzana podrida sin provenir ni futuro que morirá en la más absoluta soledad cubierto de mi misma mierda que bien me lo tengo merecido. Y verla, ver su perfección era un recordatorio de lo asqueroso que soy, del desperdicio de hijo que fui, de lo inmerecido de sus abrazos y besos, de sus palabras dulces, de sus regalos y sus miradas de preocupación. Me asqueaba verme al espejo y saberme su hijo y por eso ella me daba asco. ¿Cómo un ser de pura bondad pudo dar a luz a un amasijo de porquería? ¿Cómo todo ese infinito amor no había bastado para llenar el pozo sin fondo de mi alma putrefacta?


Por eso la maté. Porque no la soportaba verme. Porque no soportaba que ella me viera sin asco, sin temor, sin decepción, sin desaprobación, solo con ternura, solo con un “Ay hijito mío” que me hacía revolver el estómago y sentir como las lágrimas de rabia se me agolpaban en los ojos sin poder salir, solo inundando mi cabeza de una infinita tristeza, dolor y odio. Por eso la maté. Para extinguir esa llama que evitaba que me escondiera en lo más profundo y olvidado de la oscuridad más pestilente.


La maté y no me arrepiento.


La maté y la maté con odio y desprecio, pero también con respeto. No mancillé su cuerpo, no la lastimé innecesariamente. No importa cómo, pero juro que fui rápido, certero. En sus ojos lo vi. Ella lo sabía, hasta podría decir que ni siquiera estaba sorprendida de que yo la matara. Eso me hizo odiarla más, porque ni siquiera se defendió. Aceptó mi decisión con un último “Ay hijito mío” que todavía me taladra los oídos en las noches y me acompañará hasta la muerte y, si existe un infierno, allá también lo escucharé por el resto de la eternidad. “Ay hijito mío”.

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