24/10/14

Guía para lograr un cambio

¿Te sientes inconforme con el estado actual del país, del mundo, de tu casa? ¿Sí? Ciertamente hay mucho de que quejarnos, desde el calentamiento global y la explotación de los pobres hasta por quién saca la basura en la mañana… Ciertamente hay miles de grandes y pequeños problemas que resolver… Y ciertamente nos damos cuenta de ello ya que de una u otra manera nos la pasamos quejándonos… Pero, ¿Qué estás haciendo para cambiar la situación? Si dices que vives la vida honestamente, te esfuerzas en la escuela o en el trabajo y no “das mordida”, lo siento pero eso es lo MÍNIMO INDISPENSABLE que deberías estar haciendo, sin importar por qué luches o busques. NO ES SUFICIENTE SI REALMENTE QUIERES LOGRAR ALGO. Para crear un cambio se necesitan acciones, entre más grandes sean estas, más rápidos los cambios, pero toma en cuenta que es más difícil guiar las acciones grandes en una dirección específica, mientras que las pequeñas son más fáciles de llevar hacia un objetivo concreto.

Hay miles de pequeñas y grandes acciones que se pueden realizar, desde matar gente, incendiar edificios, ataques suicidas, “graffitear” monumentos históricos; hasta organizar flash-mobs, componer canciones de concientización, repartir volantes, pregonar en el transporte público, darle alimentos o una cobija a un vagabundo… Hay muchas y muy variadas formas de luchar, de buscar un cambio, ya dependerá de ti y de lo que busques, pero PONTE A HACER ALGO, LO QUE SEA.

Yo te invito, seas quién seas, luches por lo que luches, que tomes acciones. Si algo no te gusta, lucha para cambiarlo, desde tus posibilidades, desde tus trincheras, pero NO TE LA PASES QUEJÁNDOTE ya que por ese camino te vas a morir en la queja y de ahí no vas a pasar.  No te preocupes tanto por tener seguidores y ser el líder de un gran movimiento social, sino que has las cosas por que estás convencido de ellas, hazlas sin importar si te siguen o no; si estás completamente convencido de tus acciones, los adeptos llegarán solos. Se congruente con lo que dices y con lo que haces, usa tu imaginación y sobre todas las cosas recuerda que NINGUNA ACCIÓN ES DEMASIADO PEQUEÑA. En caso de que te cueste idear cómo resolver un problema, entonces investiga, infórmate, busca a alguien que ya esté haciendo algo y únete, PERO HAZLO!! Si ni eso puedes hacer, entonces perdón pero no tienes ningún motivo para quejarte, mejor resígnate a vivir la situación y DEJA DE LLORIQUEAR Y HACER BERRINCHE.

Así pues, si este escrito tiene eco, el mensaje es recibido y mañana todos en el mundo comienzan a hacer lo propio para cambiar su situación; no lo sé, ya lo averiguaré. Mientras tanto, esta es mi manera de luchar contra los quejumbrosos pasivos que viven inconformes pero que no mueven un dedo para salir de su inconformidad, desde mis posibilidades, desde mi trinchera, y por lo menos ESTOY HACIENDO ALGO.


¿TÚ QUÉ ESTÁS HACIENDO?

7/10/14

(...)

Así como el deber de las ciencias naturales es
 crear un mundo mejor...
El de las ciencias del espíritu
es crear un mundo donde quepan todos los mundos.
Viento del Norte
Octubre 2014

11/9/14

La Incertidumbre de Ser.

El verdadero terror primigenio no es a la muerte, sino a la incertidumbre, al no saber, al no-ser. De ahí nuestra necesidad de explicar, de conocer, incluso si todo es a partir de invenciones y mitos. Debemos saber, debemos conocer, si no, caeríamos en el infinito vacío de la oscuridad total, del no-ser. El saber nos crea y crea el mundo, nos reafirma como lo que somos y reafirma lo que es el mundo ya que somos todo lo que no-somos, y ¿Cómo saber lo que no-somos sin conocerlo? Así pues, somos por que conocemos, somos en la medida en que sabemos lo que no-somos. Creamos una imagen de nosotros mismos a partir de un mosaico de oposiciones. No es que seamos, si no que no-seamos, no sabemos quienes somos, solo sabemos que no-somos un árbol, ni un ave, ni música, ni "el otro". La existencia ES a partir de la idea de que algo puede no-ser, y nosotros somos a partir de la idea de lo que no-somos. Dicho lo anterior, la incertidumbre, al final, sería la certeza de saber quienes somos, lo que somos y lo que se ES en un plano ontológico; algo ininteligible sin un marco de referencia.

26/6/14

Poesía nocturna IV

Entonces notas que,
aún cuando se mantienen erguidas,
hace ya mucho tiempo
están muertas
las flores del florero...

6/6/14

La Casa de la Tía Irene. Parte IV.

Este recinto de techo lleno de cochambre cuenta con una segunda salida al igual que la sala, la cual consiste en un mosquitero corredizo por el cual se cuela el viento y la luz. Tras este velo de tamiz, inmediatamente a la izquierda y pegado a la pared se encuentra un modesto lavabo metálico. De igual modo, como si un toro hubiese sido emparedado a la hora de construir la casa, se puede ver un cuerno sobresaliendo del muro, cuyo uso las personas de ahora no alcanzan a dilucidar ya que se remonta a épocas añejas y empolvadas que nadie recuerda, mas que la Tía, por supuesto. Este nuevo espacio exterior cuenta con una puerta en cada una de sus cuatro paredes. Si viene uno de la cocina, la puerta de la izquierda, de madera pintada de azul celeste, lo conducirá a un pequeño baño sin mayor gracia. El interior está tapizado con mosaicos de motivos marinos, un foco alumbra el reducido espacio sin ventanas donde se encuentra un excusado de porcelana blanca cuya tapa se ha perdido, un lavabo que hace juego sobre el que reposa una barra de jabón y un cepillo dental; y una pequeña regadera sin cortina. Regresando al patio, la puerta de la derecha lo llevaría a uno a las habitaciones, sin embargo no hay nadie que la haya cruzado, por lo que las habitaciones y su contenido se mantienen en el reino de lo ignoto. Sin embargo, no es el cuerno, el lavabo o las puertas lo que uno se detendría a ver una vez atravesado el portal, es más, posiblemente estos detalles pasarían totalmente desapercibidos debido a la belleza del jardín que se abre ante la vista. Al centro, se puede encontrar una cama de pasto que, al igual que la que adorna el frente de la casa, siempre se mantiene podado y fresco. Y sobre de este, naciendo de una de las esquinas y extendiendo sus ramas hasta formar un techo de encrucijadas por el que se cuela la luz del sol y la lluvia, se encuentra una gran planta de jazmines que, cuando se hayan en flor, inundan con su aroma ese espacio y el resto de la casa. Los colibríes gustan de libar aquellas blancas flores que llueven con los vientos fuertes, adornando el pasto como si se trataran de plumas de algún cisne que pasara volando. Este es el lugar donde más paz se respira, no sólo en la casa, sino que tal vez sea el lugar con más serenidad y tranquilidad de todo el orbe. En este jardín el tiempo se olvida de avanzar y las luciérnagas danzan lentamente por las noches, llenando de idilio el sitio y lanzando una invitación a contemplar tan maravilloso espectáculo durante horas, especialmente bajo la luna llena.

Pero si uno sigue de frente y logra sobreponerse al encanto abrumador de aquel jardincito en el cual se condensa toda la belleza de todos los jardines que alguna vez se han sembrado, llega a unas empinadas escaleras de piedra que descienden varios metros hasta donde se encuentra el austero lavadero de roca y el tendedero donde los vestidos y las enaguas de la Tía se mecen al ritmo del cálido viento que sopla por las tardes. En las cercanías, uno podrá detectar, primero por el aroma o el sonido, dependiendo de que tenga uno más atento; la existencia de algunos cuantos animales que se dedican a caminar con parsimonia entre los matorrales y hierbas que crecen en esta pequeña cañada a las espaldas de la gran casa que ahora reina desde las alturas como si de un castillo medieval se tratase.

Uno podrá escuchar los cacareos de gallinas y el piar de sus pollos recién salidos del huevo, que su madre cuidó con esmero en los nidos que se hallan entre los arbustos. Los gallos cantan al cielo y los astros con su estridente sonar y los guajolotes corretean agitando sus rojos colgajos y esponjando sus plumas. Una algarabía de cantos resuena, como si de un mercado se tratase en donde los habitantes de distintos pueblos llegaran a vender sus exóticas mercancías y se intentaran comunicar entre ellos en distintos idiomas y lenguas incomprensibles. Estas aves son tratadas con gran cuidado y algunas de ellas engordadas con una mezcla de maíz, castañas, trigo y algunas semillas que sólo la Tía conoce y sabe donde conseguir. Tal combinación otorga a la carne de dichos plumíferos un sabor único e inigualable, por lo que terminada la época de engorda, son vendidos en el mercado para disfrute de los demás habitantes del pueblo que no tienen reparo alguno en esperar el tiempo que sea necesario para poder conseguir un pollo o un guajolote todavía vivo. Además de estos ruidosos seres, existe otro que con su mirada triste y lento andar resalta por su nulo parecido a las aves. Una pequeña burra café, de largas orejas y activa cola espanta moscas que tiene tantos años como años tiene la Tía. Según cuentan, en aquellos años que pertenecen sólo a las memorias de los más ancianos, se veía a la Tía bajar al pueblo en su burra y usarla para cargar los costales de semillas para los pollos y guajolotes, los cuales eran bajados meses después por esta misma en jaulas amarradas y colgadas a la altura de sus costillas. Pero esto es algo que ya no sucede y la burra se encarga únicamente de podar las hierbas que crecen en ese espacio. Algunas malas lenguas dicen que es la leche de este animal la que mantiene viva a la Tía, aunque al igual que los demás chismes y habladurías, no pasan de ser eso, inventos de la gente.

Así pues, enclavada en lo alto del cerro a las orillas de aquel pueblo rodeado de nada más que verdor y humedad, perdido entre los territorios de lo desconocido y lo ignorado, bañado con un halo de permanencia y quietud, donde las horas caminan despacio atontadas por el intenso calor y donde uno nunca sabe en qué mes del año se encuentra a menos que tenga un calendario; esta casa, siempre abierta pero a la vez llena de misterios y que ha estado ahí desde que se tiene memoria, es la casa de la Tía Irene.

26/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte III.

De las paredes blancas pero menos percudidas que las que dan al exterior, cuelgan decenas de daguerrotipos y  fotos, algunas en blanco y negro, otras en sepia y solo algunas pocas a color. En ellas se ven personas y lugares irreconocibles, sin dejar claro si ha sido la Tía Irene la que las ha capturado o no. Algunos retratos, a juzgar por el parecido de las facciones, dejan ver a los hermanos o al menos familiares cercanos de la Tía, mostrando pequeños niños las más recientes. Los marcos cuelgan endebles de clavos oxidados, acumulando telarañas y polvo. Entre todas las fotos hay una muy vieja de la Tía Irene; poco a poco ha ido desvaneciéndose hasta quedar de un misterioso gris translúcido donde la imagen central se ha ido difuminando y perdiendo el contorno, fundiéndose con el fondo del cual ya no se distingue nada como si de un cuadro de Renoir se tratara. En ella se le ve usando un vestido muy grande y elaborado, con una sonrisa franca pero sutil, como intentando competir con la Gioconda. Su cabello se ve más largo pero no se ve oscuro, los detalles de la cara son difíciles de distinguir pero no cabe duda de que es ella por la mirada, esos ojos profundos y oscuros, como un pozo sin fondo, sin embargo brillantes y llenos de vida. Claro está que al preguntar la fecha, el motivo o el lugar de la foto la respuesta es la misma a toda pregunta que se le haga a la Tía. Si bien es difícil distinguir las facciones de la mujer del retrato, algo en ella la hace ver hermosa, como una estrella de cine o la musa de algún poeta, y aún cuando La Tía Irene carga con muchos inviernos, uno puede percatarse que debajo de esa piel estirada por tanto sonreír y esos cabellos tan blancos como la cal, aún lleva consigo rastros de aquella antigua belleza embelesadora, dejando una incógnita más sobre su pasado al no tenerse ningún dato de algún marido o pretendiente que hubiese llegado a tener.

Normalmente es hasta ahí donde llega la gente que alguna vez ha entrado a su casa. Lo más probable es que una invitación a sentarte en uno de los disímiles sofás y a beber una taza de café o un vaso con agua terminen con el recorrido por la casa. A pesar del sofocante ambiente tropical que reina fuera de su morada, el delicioso frescor del interior permite e incluso sugiere las bebidas calientes y si bien la Tía es reservada e incluso un poco esquiva con los temas de su pasado, en la comodidad de su sala y lubricada la garganta con aquel amargo brebaje humeante, la plática con ella puede extenderse amenamente durante horas, incluso de los temas mundiales más recientes ya que siempre le ha gustado mantenerse informada de lo que sucede más allá de los límites del pueblo. Uno podría pasar días enteros platicando y bebiendo café en aquella sala vigilada por decenas de caras congeladas en el tiempo, o al menos hasta que el entumecimiento de las piernas o el hambre ataquen, ya que el bagaje de temas que ella posee es tan amplio como la mente humana pueda abarcar.

La sala tiene otra salida en la misma pared que la que da hacia el recinto del altar, pero en el otro extremo. Esta otra está bloqueada por una puerta abatible que da a una pequeña habitación, un poco más espaciosa que el recibidor. Este cuarto funge como cocina y cuenta con una pequeña mesa rectangular de madera y patas metálicas. Tiene un mantel de vinilo a cuadros de color claro y carcomido de las orillas y sobre de esta hay un pequeño salero que siempre está más o menos a la mitad y un azucarero de barro negro con una cuchara de plástico rojo. La mesa sólo cuenta con dos sillas, igual de austeras y simples que la mesa y que reposan una en cada cabecera de la misma. La Tía siempre se sienta en la silla más cercana a la puerta, de frente a la pequeña estufa de gas verde olivo que antes fuera una estufa metálica de hierro que funcionaba a base de petróleo y que todavía más hacia al pasado fue un humilde fogón de leña, de lo que únicamente queda el rastro de lo que antes fuera una campana que dirigía el humo al exterior para así no inundar el resto de la casa. Junto a la estufa, se halla un pequeño refrigerador de color crema, ligeramente más alto que la estufa, el cual guarda en su interior algunas frutas y verduras que no durarían más de un par de días a temperatura ambiente, una jarra con agua para mantenerla fresca, un cartón de leche, un poco de queso y otros ingredientes como lo son carne o pollo; y de vez en cuando un poco de sobras de comida. Sobre de este y la estufa, adosados a la pared, se encuentran algunos estantes donde descansan platos, vasos, sartenes, ollas y demás enseres propios de la cocina. Sobre de estos, en otra repisa, se encuentran latas varias, aceite, bolsas de arroz, azúcar, sal, pasta y frijoles, un trío de especieros,  un paquete de café y de vez en cuando una caja de galletas. Ella disfruta del pan dulce fresco y las tortillas recién hechas, por lo que casi a diario baja al pueblo a comprar una pieza de pan y unas cuantas tortillas para el día, y debido a esto, rara vez se encontrará un pan endurecido o una tortilla tiesa dentro de aquella casa.

19/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte II.

Es ciertamente un honor el poder entrar a su hogar donde el tiempo se ha detenido por completo. Lo primero que uno percibe al entrar es la frescura del ambiente comparada con el intenso calor del exterior, siendo un alivio que reconforta el ánimo después de largo tiempo caminando bajo el Sol inclemente del trópico. Lo segundo que invade los sentidos es el silencio. Si bien en el exterior no hay más sonidos que los del viento meciendo las hojas de los árboles, los pájaros canturreando y otros ruidos propios de la naturaleza, dentro de la casa el mundo enmudece por completo. Mas no es un silencio pesado parecido al que reina en los funerales o uno que deje la urgencia de sonido cómo cuando uno no sabe de que manera continuar una conversación; es más un silencio místico, similar al que reina dentro de un templo o de una cueva profunda, e igual de placentero al que deja una sinfonía al terminar. Un silencio acogedor, tranquilizante, denso y palpable, pero no opresivo ni tenso, sino parecido a un abrazo desde todos los ángulos que llena los oídos de música imaginaria, donde uno puede escuchar a Dios hablarle al oído y hasta el más mínimo suspiro se oye tal si fueran las olas rompiendo contra un acantilado. Los que han entrado simplemente se detienen durante unos instantes a escuchar ese sonido maravilloso que es la absoluta mudez del mundo, el cual entra por cada uno de los poros llenando el cuerpo y la mente de un vacío temporal donde todos los universos cabrían. Sin embargo pronto desaparece esa impresión de total aislamiento del cosmos ya que, al acostumbrarse los ojos a la tenue luz del interior, los objetos comienzan a tomar forma y color, regresando uno al mundo terrenal.

Una vez repuesto de la impresión inicial, uno podrá hallarse frente a un altar modesto que ilumina todo el pequeño espacio del recibidor impregnando el aire con aromas florales y a cera caliente. Al centro se encuentra una gran imagen de alguna de las tantas advocaciones de la Virgen, aunque siendo sinceros, nadie ha logrado identificar de cual se trata y la respuesta a dicha pregunta recibe aquella mirada que pocos pueden soportar por más de unos momentos. Rodeando dicha imagen se encuentran otras de menor tamaño de varios Santos, Ángeles y otras variantes de la Virgen. El altar está permanentemente alumbrado con veladoras, siendo el gasto más importante que la Tía Irene tiene. Nadie sabe con certeza cómo es que ella solventa sus gastos ya que a su edad difícil es que tenga algún empleo, lo que genera muchas sospechas y rumores. Algunas personas son realistas y dicen que ha de tener algún familiar que le envíe dinero, que el gobierno le ayuda o que simplemente ella es inmensamente rica; aún cuando jamás se le ha visto ir a un banco. Otros especulan sobre un tesoro escondido, pactos con el diablo e inclusive, apelando a su infinita sabiduría, cuentan que ella posee el secreto de los grandes alquimistas o la receta de la piedra filosofal.

Ese cuarto iluminado por las débiles llamas que bailan al abrir la puerta de entrada tiene únicamente una salida hacia la izquierda, la cual conduce a una habitación rectangular que funge como sala de estar, adornada con tres sofás de tapizados dispares que hacen un rectángulo al centro de la habitación. Una fina capa de polvo que no importa cuanto se limpie siempre estará presente, recubre la estancia restándole brillo a los colores de todo cuanto se halla dentro de la habitación. Este es polvo de tiempo pasado, no de suciedad, por lo que no hay manera de quitarlo con un trapo o un plumero. Cuando el amanecer con sus primeros rayos luminosos se cuela por alguno de los agujeros roídos por la polilla de las cortinas color verde pastel, pareciese que las partículas de los años pulverizados, bailando y girando en el aire, fuesen miles de estrellas viajando a velocidades vertiginosas por el espacio. Del techo cuelga un solo bombillo incandescente que nadie nunca ha visto encendido tras las cortinas por lo que está presumiblemente fundido o no hay necesidad de encenderlo ya que la Tía no tendría motivo alguno de andar paseándose por su casa durante la noche.

Una mesita de centro de forma elíptica sostiene un florero de cristal biselado incoloro lleno de agua clara que da vida a una única flor blanca, lo único que parece aún mantenerse con vida dentro del cuarto. Esparcidas por el lugar hay otras tres mesas pequeñas, todas de diseño diferente. Hay una redonda de una sola pata central que está en uno de los ángulos formados por los sillones, sostiene una lámpara cuya pantalla bordada con barquitos surcando las aguas ha perdido la mayoría de los flecos que colgaban de sus orillas; otra mesa, redonda pero de cuatro patas que parecieran estar dobladas hacia el interior por el peso y que está justo debajo de los cordones para correr las cortinas, tiene una carpeta tejida sobre la cual descansa un teléfono azul oscuro de disco, el cual denota que no ha sido usado para marcar en mucho tiempo ya que los números a penas son visibles tras la suciedad acumulada; y la tercera mesa pegada a la pared cerrando el rectángulo de sillones es cuadrada y de patas rectas, sostiene una pequeña televisión de antenas sobre de la cual se encuentra siempre el control remoto y un pequeño ángel de porcelana.

12/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte I

Ella vive en un pueblito caluroso en medio de ninguna parte dónde la conocen como la Tía Irene, tía de todo el pueblo, ya que nunca tuvo hijos propios por lo que se encargaba de cuidar a todos los demás. Todos la conocen y le tienen un respeto mezclado con amor y admiración sin olvidar un poco de temor ya que ella sabe todo lo que hay que saber acerca de la vida e incluso algunos dicen que sabe más que eso. Nadie en el pueblo, ni siquiera ella, sabe cuantos años tiene, sólo saben que ha estado ahí desde que tienen memoria. Tanto tiempo ha estado de visita en el mundo que ha recorrido todos los rincones del país sin olvidar ni un solo pueblo o caserío por pequeño o recóndito que sea; visitó lugares dónde no se habla nuestro idioma, dónde la lluvia se invoca con cánticos y dónde aún hay espíritus rondando en los bosques ayudando a encontrar el camino de vuelta a casa a aquellos que sepan llamarlos. Por eso lo sabe todo y más, aunque rara vez habla de aquellos conocimientos secretos e inteligibles a la mayoría de las personas comunes. Cuando alguien le pregunta sobre sus viajes o su vida, simplemente mira a la persona fijamente sus ojos, como intentando transmitir sus milenarios conocimientos a través del pensamiento y, si las personas pudiesen mantener la mirada puesta más de unos instantes en aquellos ojos oscuros, tal vez podrían adquirir algo de su saber.

Para llegar a su casa hay que subir una cuesta no muy empinada, pero que al calor del mediodía parece interminable. Al inicio de la subida se encuentra un pequeño parque de hierba crecida donde habitan algunos juegos infantiles de pintura descascarada y carcomidos por el óxido que rompen su tranquilo silencio cuando el viento los mueve y los hace rechinar tal si fuera una orquesta de cigarras. Más arriba varias casas bordean el camino empedrado que resuena cuando alguien lo sube con zapatos de suela dura, creando una reverberación similar al sonido de los cascos de un caballo paseando con parsimonia y sacudiéndose las moscas con su larga cola. Sólo los pasos de las personas rompen el delicioso silencio que reina en ese lugar y que llena el cálido aire cargado de finas partículas del ayer. El frente de las casas está parcialmente oculto tras las plantas que adornan sus fachadas, como enredaderas que en la época de lluvias dan flores de mil colores y algunas palmeras que, haciendo eco de la tranquilidad del ambiente, decidieron frenar su crecimiento quedándose pequeñas en comparación con sus hermanas de los selváticos confines que van más allá de las orillas del pueblo.

La última casa de la calle es la suya, una construcción de la que ya no puede saberse su edad. De sus paredes hechas de adobe pintadas de un blanco que ha visto más amaneceres que los que alguien pueda contar, azotadas por el sol y el viento, nacen vigas de tronco que se asoman tímidamente no más de cuarenta centímetros, suficiente para que de vez en vez algún ave se pose a descansar las alas. El techo de dos aguas está cubierto de tejas viejas y descoloridas, pero que se han mantenido en su lugar a pesar de las tantas tormentas que más de una vez hicieron que los aleros de los tejados se volvieran cascadas y la tranquila calle empedrada un río turbio de aguas salvajes arrastrando todo lo que estuviese a su paso. Arañas hacen sus volátiles casas en las esquinas, aprovechando la oquedad que se forma al terminar el techo. Una reja escueta más por decoración que por necesidad, rodea un jardín frontal de poca extensión donde el pasto siempre se mantiene corto y verde sin traspasar ni por equivocación el pequeño camino de tierra que lleva del enrejado al gran portón principal de madera carcomido por polillas. Un único ventanal adornado con un poco de herrería que cubre casi toda la extensión del muro, cuyas delgadas y translúcidas cortinas siempre permanecen cerradas, hace de compañero a la puerta en la fachada.

Más allá de la casa la civilización muere abruptamente. El camino empedrado sigue subiendo un par de metros hasta que las piedras se convierten en terracería para luego llenarse de manchones herbarios hasta desaparecer tragado por la vegetación. Hacia arriba sólo hay monte y milpas, verdor interminable que exhala vida durante todo el año. En las mañanas y días de lluvia desaparece tragado en la neblina que se posa sobre su cima como el velo sobre el rostro de una novia, la cual se va levantando a medida que el Sol sale por detrás; y en los despejados atardeceres de Octubre, resplandece con los mil colores nacidos del disco áureo. Entre los árboles que crecen más allá de los sembradíos habitan aves de plumajes iridiscentes que alegran las mañanas con sus canticos y alabanzas a la Madre Tierra y en las noches de verano se cubren de millares de pequeñas luciérnagas, estrellas titilantes acompañadas de un coro de grillos e insectos afines, un espectáculo de luz y sonido mejor que cualquiera creado por el hombre.

A pesar de que la Tía Irene es conocida por su enorme amabilidad y generosidad, deja entrar gente a su casa con muy poca frecuencia, por lo que es más probable encontrarla caminando usando su habitual vestido azul rey, medias de color negro, zapatos negros y bajos similares a los que usan las niñas en el colegio y un suéter tejido color crema ya sea en la plaza del pueblo  recordando los viejos tiempos cuando eran carretas y no autos el medio de transporte habitual o comprando algunos enseres en el mercado, saludando a todas las vendedoras con familiaridad y preguntando sobre sus hijos o nietos dado el caso, ya que ella recuerda sin falla los nombres y los parentescos de todos en el pueblo. Siendo así, pocos has sido los que han ido más allá de la antiquísima puerta de madera que impide majestuosa y callada el traspaso del portal. 

25/2/14

El renacer de cada día.

Percibes una luz muy tenue, acompañada de un ruido blanco, amorfo, como el que genera un aspiradora o un secadora de cabello. La presión generalizada alrededor de tu persona asemeja un gigantesco abrazo y te sientes como dentro del vientre materno, cálido y húmedo, donde un ligero vaivén te arrulla. Entonces resuenan las trompetas celestes, y un ángel de voz metálica anuncia solemnemente: próxima estación... El arrullo se convierte en fuerza de inercia que te proyecta hacia adelante aunque, como si fueses una rebanada de fruta dentro de una gran gelatina, vas y regresas sin que tus pies se muevan un centímetro. Esto ha bastado para que abras los ojos y la luz fluorescente inunde tus pupilas para darte cuenta que más que estar dentro de un vientre, tu situación asemeja más a un tamal en su olla, y la alegoría es bastante acertada; te rodean decenas de tamales, de dulce, de mole, de rajas... Entonces el alto total, la calma que precede a la lucha encarnizada entre dos titanes antagónicos: los que desesperadamente intentan huir de la tamalera y los masoquistas resignados que desean intensamente entrar y unirse a la gran masa. Este avance de fuerzas imparables es entorpecido por el macizo inamovible de los que quieren permanecer dentro. Mientras las personas descienden, la presión se alivia un poco únicamente para que una nueva ola, un tsunami de personas trajeadas, arremeta y te vuelva a envolver en una camisa de fuerza. Es en ese momento en que te sientes parte de lo que bien podría competir por el récord Guinness del show de contorsionistas más grande del mundo. Resuena el cuerno que indica que la lucha entre las tres potencias que buscan entrar, salir o permanecer ha terminado y que aquellos que hayan logrado su objetivo pueden sentirse aliviados y los que no, deberán esperar a que se reanude la batalla en cuanto llegue el siguiente tren. Las exclusas se cierran cortando la comunicación con el exterior un vez más, el dragón resopla y vuelve el arrullo.
Te das cuenta de que en el caos surgido en el juego de las olas y corrientes te has desplazado y ahora frente a ti se encuentra una nuca anónima, pero a pesar de no saber su nombre ni conocer su rostro, debido a la cercanía y que, producto de los reacomodos sucedidos hace unos instantes, tu mano ha quedado a una altura socialmente incomoda tanto para ti como para el dueño de la nuca; se genera sensación confianza plena en cuestión de instantes, lo que posiblemente no hubiese sucedido si tu encuentro fortuito con aquel otro se hubiera dado en una librería o en el cine. Es en ese momento en el que notas que algo flota en el aire. No sabes con seguridad si siempre ha estado ahí y a penas lo registraste o bien, es un pequeño regalo que el conductor les ofrece... música, de la más alegre que has escuchado. Pareciese un tanto incoherente escuchar esa tonada en un ambiente como ese, algo tan aparentemente ilógico como los funerales en días preciosos de primavera. Si no fuese por la completa inmovilización a la que estás sometido, no resistirías la necesidad de bailar al compás de la melodía que ahora inunda tu persona. Ves a tu alrededor y te preguntas si alguien en ese tren, cargado de caras molestas y estresadas, aquel carbón que mueve la maquinaria del mundo, se ha dado cuenta de aquellas canciones. La música se interrumpe. Trompetas, ángel, inercia, titanes, oleaje, cuerno, dragón y se reanuda la melodía. Si bien a ti te alegra, pareciese que aquel mar de caras y nucas ignotas fuese completamente sordo. Incluso el conductor es presumiblemente inmune a las notas y ritmos, a juzgar por el irritado tono de su voz al pedir, o tal vez rogar, a los pasajeros que permitan que las puertas se cierren para proseguir con aquel viaje cíclico e interminable. Mas para ti sí tiene un final, el cual ha llegado más tarde que pronto y es hora de que te unas a uno de los bandos de aguerridos individuos.
Lo curioso es que, al contrario de la generalidad de la vida, es más difícil salir que entrar. Para entrar simplemente basta con tomar suficiente impulso y clavarte entre las personas llevando a límites insospechados la capacidad de compresión del cuerpo humano. Mientras que la manera mas sencilla y efectiva para descender es ubicar a tus compañeros de equipo, y unirte a ellos en alguno de los pequeños ríos que se formarán liderados por alguien que hábilmente, o por suerte, ha quedado en la puerta. Claro que si quieres salir en alguna de esas paradas que parecen haber sido establecidas en satisfacción de las mismas quince personas que son las únicas que la usan, la situación se complejiza además de volverse psicológica y físicamente más demandante. Pero esta no es la ocasión, hoy te unirás a una de las hordas que, a raudales, buscarán dejar la lata de sardinas en la que han vivido los últimos cuarenta y cinco minutos. Trompeta, ángel, inercia, la lucha inicia. Te unes a la fila y procurando que tus pertenencias no queden atoradas entre los que ahora se perfilan como tus ex-compañeros, sales dificultosamente entre empujones. Vuelves a pensar en el vientre materno, estas naciendo y las contracciones te invitan a salir disparado a la vida. Ya afuera, como obra de Moisés, vislumbras aquellos muros de agua que rodean a los esclavos que huyen del faraón, siempre a punto de derrumbarse y esperando ansiosamente el momento en que alguien ceda a sus impulsos y se lance al interior del vientre-lata para dejar colapsar ambas paredes y, sin la intención de hacerlo, arrastrar de regreso en el oleaje a aquellos infelices que hayan quedado al final de la caravana.
Ya afuera, como un hormiguero pisado, cada quien toma su rumbo y aún cuando todos ahora comparten un lazo de hermandad al haber renacido juntos, cualquier atisbo de compañerismo o solidaridad que se pudiese haber formado en el proceso, se desvanece. El tren se aleja con su carga de carbón estresado y tú por tu parte, vas a engranarte a donde sea que pertenezcas.

13/2/14

Extraño el bosque

¿Qué sucedió? Todo fue tan rápido que los recuerdos son borrosos. Aún puedo ver aquellas verdes tierras donde vivía rodeado de otros, no siempre como yo, pero iguales al final; sin importar si eran más grandes o pequeños, más fuertes o veloces. Sin importar si volaba o caminaba, era igual a mí y a todos. De pronto el incendio, el humo, el terror. Finalmente cada quién tomó caminos separados, no había nada más que hacer más que arreglárnoslas por nuestra cuenta. Así, un día, me di cuenta de donde estaba. No supe como llegué a allí, supongo que el impacto aletargó todos mis sentidos. Me encontré dentro de un contenedor rodeado de basura, apestosa y desagradable. Alcé un poco la cabeza sobre el borde, era de noche y nadie rondaba por ahí. Salí a despejarme. Entonces, una piedra cayó cercana a mí, luego otra, risas y más piedras. “¡Casi le das!” “¡Pásame otra antes de que escape!”. ¿Qué hice yo para ganarme su odio? Tan sólo estaba en el basurero, sin hacerle daño a nadie, sin meterme con nadie, y aún así, tan pronto me vieron, las pedradas llovieron sobre mí.

Aprendí a alejarme de los humanos. Que eran peligrosos y temibles. Me ocultaba entre las sombras, evitando que alguien me viera, sin éxito en algunas ocasiones, lo que llevaba a más pedradas, gritos o aspavientos. Que tristeza la mía, alejado del bosque y sumergido en un mundo donde por no hacer nada más que ser te intentan hacer pedazos. Durante un tiempo así fue mi nueva vida en las sombras. Llegué a conocer a más seres perdidos como yo, lobos, conejos, mariposas y gatos vagabundos que también buscaban encontrar su lugar.

Poco a poco me fui acostumbrando a los humanos y me empezaron a parecer más curiosos que aterradores. Primeramente pensé que me rechazaban por ser diferente pero luego me di cuenta que entre ellos, entre la misma especie, se rechazan y se apedrean como lo hacían conmigo. Que raros son los humanos. Decidí investigarlos, observarlos, intentar entenderlos.

Aprendí a camuflarme entre ellos. A hablar su idioma e imitar sus gestos. Parecía que con sólo eso bastaba para que mis orejas y mi cola anillada pasar desapercibidas. Era uno más de ellos, o eso parecía. Mi estancia entre ellos me hizo darme cuenta de algo, ellos siempre quieren probar que son más que los demás, más rápidos, más guapos, más fuertes, más “machos”. Siempre buscan competir, demostrarle a alguien que son los mejores en algo. Quieren la mejor casa, la mejor pareja, el mejor coche y lo peor es que no lo hacen conscientemente. Que raros los humanos compitiendo sin saber que lo hacen. Supongo que por eso las piedras que me lanzaban sin motivo aparente, para demostrarse más fuertes que yo. Su vida es eso, una competencia interminable y sin sentido para probar algo a alguien.

Desde pequeños, intentando sacar números más altos que sus compañeros, hasta cuando son adultos, buscando que les paguen más que a sus colegas. De donde yo vengo, lo importante era tener comida, tener un refugio contra la lluvia, no tener el mejor refugio ni las bayas más ricas, sólo tener bayas y refugio. También se odian por el color de su piel, por que son hembras o machos, por que son pequeños o grandes, por viejos o jóvenes, por que creen una cosa y no otra, por que les gusta una cosa u otra; siempre intentando probarle al otro que por ser distinto es inferior, es débil y que debería dejar de ser como es… Un vaivén interminable e ilógico de intentar ser más que los demás

Que raros los humanos en verdad. Yo los veo iguales a todos. Son como los perros, algunos chiquitos, otros peludos, pero perros todos. Y sin embargo ellos siempre buscando someter al otro por razones tontas o mejor dicho, por sinrazones. Observé humanos que dicen sentirse perdidos, que no se hayan entre los suyos, pero vamos, después de unos años entran de nuevo en la corriente. Todo intento de ser diferente, de ser único, es aplastado poco a poco por las rocas, hasta que no queda nada y si lo hace, se mantiene oculto, para dejarlo salir en las noches, cuando nadie ve.

Y me cansa… me cansa siempre tener que ocultar mis orejas y mi cola anillada, pero es que o lo hago o regreso al basurero a cuidarme de las piedras. Al final es más fácil camuflarse, adaptarse e intentar pasar lo más inadvertido posible, aparentando, fingiendo…

Cómo extraño el bosque…

Reprodúceme


Template by:
Free Blog Templates