6/12/22

6/12/2012

Hola,__! Te escribo para ponerte al tanto de las novedades, ya que hace rato que no te escribo.


Sigo en Christchurch. Finalmente tengo trabajo estable, casa y amigos que son geniales. Ahora trabajo en una planta de reciclaje, procesando los escombros del terremoto de hace dos años. Creo que eso ya te lo había contado, pero bueno. El punto es que recién me pasó algo bien raro.


Me encontré conmigo mismo en la cocina de un sueño o en el sueño de un sueño donde cocinaba, no lo recuerdo muy bien. Sabía que ese otro con perfos, con ropa que nunca había visto pero que me sonaba familiar, como algo que usaría, era yo. Un yo de otro tiempo, del futuro. Diez años, eso me dijo. “Han pasado diez años desde la última vez que nos vimos, aunque en realidad nos vemos diario, pero... tú me entiendes.” Lo entendí, como las cosas que se entienden en los sueños. Solo lo sabes, no sabes cómo es que sabes, pero sabes.


Recuerdo parte de lo que platicamos y a más pasan los minutos, más se van perdiendo los detalles, por eso quiero escribirte esto, para no olvidarlo. Si tan solo pudiéramos grabar los sueños, especialmente los que son importantes. Porque creo que este sueño fue importante, es más, tal vez no fue un sueño y de verdad me encontré en algún otro plano o dimensión. O tal vez en diez años domine la proyección astral. Se lo debí preguntar... me lo debí preguntar.


Los dos estábamos en la cocina, cocinando, obviamente. Yo estaba haciendo espagueti y él, calabacitas. Que raro, porque no me imagino cocinando calabacitas, pero quien sabe, el caso es que eso cocinaba él... o yo. Pongámosle él sabiendo que él soy yo, pero del futuro. Tú entiendes. Él andaba “grifo” (marihuano. Primera vez que escucho el término). Me ofreció de su pipa, pero como siempre, no sentí nada. Me dijo que me iba a tardar un poco más en que me hiciera efecto, que tenía que probarla más veces, pero que no me preocupara, que faltaba menos de lo que pensaba. Supongo que lo seguiré intentando hasta que funcione.


Estuvimos platicando de muchas cosas, más que nada de cosas que él ya no recordaba. Como la vez que quemé el cojín de un banco que tenemos aquí en la sala por ponerle una olla caliente encima y tuve que ponerle una playera como forro. Pero después de un rato se quedó callado y mirándome fijamente. Sonreía mucho y en un punto hasta se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Me dijo cosas que voy a intentar transcribir, aunque no recuerdo sus palabras exactas. Además, hablaba muy raro... Pero bueno, esto es lo que me acuerdo:


Wey, eres un cabrón. Te estás rifando como no tienes una idea. Lo presientes, pero aún no eres capaz de comprender lo importante que está siendo todo esto que estás haciendo. Esto va a abrirte una cantidad  de puertas, ventanas, coladeras, bóvedas y almacenes que no te imaginas. Andar este camino en el que estás ahora es la mejor decisión que has tomado. Tal vez los sueños que tienes hoy no se materialicen, pero el futuro que tendrás será maravilloso.


Sé que ahorita te sientes confundido y perdido. Y te lo digo, wey. Vas bien. Vas perfecto. Así como vas. Y en un punto te darás cuenta de que es la mejor manera de estar, perdido, porque ese es el único momento donde te vas a encontrar a ti mismo.


Si me preguntas si la vas a seguir cagando, sí y mucho. Vas a seguir sintiéndote mal, sí, un buen rato. Vas a seguir perdido, confundido, sí, sin duda. Pero we, todo va a estar bien. Todo va a salir. Vas a encontrar personas hermosas en el camino, vas a vivir cosas increíbles, vas a crecer como no tienes una idea. Sí, seguro que mucho de lo que estás viviendo muchas otras personas también lo han vivido, pero la combinación de experiencias que estás adquiriendo es bastante peculiar y te va a permitir ver cosas desde lugares bien distintos.


Por ejemplo, con tus jefes (se refería a mis papás), esto te va a ayudar a tomar distancia y revalorar tu relación con ellos. Va a cambiar mucho esa relación y, de hecho, no va a mejorar mucho en los próximos años. Aún te faltan muchas cosas que trabajar, pero ya, después de que pase tiempo y distancia, irán asentándose las cosas en su lugar.


No sabes todo lo que te falta por atravesar. Va a ser duro y va a seguir siendo duro, pero sabrás salir, como siempre. Sin saber muy bien que chingados estás haciendo, pero caminando sin detenerte, metiéndote donde se pueda, entre las ramas, aunque salgas raspado, pero siempre pa’delante, como siempre. E insisto, la vas a seguir cagando, claro que sí. Crees que has cometido errores? Nambre, los que te faltan! Pero vas a salir, al menos hasta el momento así ha sido.


Eres un cabrón, we. Neta. No sabes el valor que tienes y te lo digo como alguien que ha madurado y envejecido. Y no lo digo así como de “ah, soy tu mayor y sé más que tú”. No. Madurar está de la verga, al chile. La neta es que ahora me dan más miedo más cosas, pero justo, porque cuando era tú le jugaba mucho al vergas. Pero justo eso me ha hecho quien soy. Quien serás. No pierdas la rebeldía, a pesar de que te hagas más miedoso.


Tú sigue así. Y me dirás “como así?” y sé que te enredarás con tus ideas y tu cabeza y te harás un pinche nudo. Pero we, así somos. Así. Justo así. Te lo digo, es algo con lo que vas a seguir lidiando un buen rato, pero poco a poco irás sabiendo manejarlo. Ahí la llevamos, nos ha tomado tiempo, pero ahí vamos. Mejorando, mejorando.


También, te vas a seguir peleando con tus emociones. Sí, eres muy sensible, pero no tienes inteligencia emocional. No tienes ni los conceptos ni las habilidades para dominar todo eso que te desborda. Y ya sé que vas a salir con un “pero no quiero dominar eso, las emociones se viven, los sentimientos importa vivirlos...” y demás cursilería romántica que, afortunadamente, no hemos perdido. Más bien piénsalo como que es un super poder. Igual tu capacidad analítica que termina enredándote en un perro nudo indescifrable. Son super poderes que te van a hacer llegar muy lejos, pero que tienes que aprender a controlar para utilizarlos a tu favor sin lastimarte ni lastimar a nadie en el proceso. De nada te sirve todo ese poder si no lo sabes manejar chido. Pero relax, que poco a poco irás hallando la manera.


Pero esto es mucho discurso que seguramente vas a olvidar. Así que quiero que te quedes con dos cosas (Y esto sí lo transcribo literal, letra a letra, porque es lo único que recuerdo perfectamente):


Uno. Eres un cabrón, un rifado, un chingón, tienes unos pinches huevotes que no veas y una buena suerte que parece deus ex machina.

Dos. Las cosas van a salir bien. Al final todo sale bien. Mucho drama intermedio, al principio y también al final, pero hasta este momento, todo ha salido bien, mejor de lo que esperaba.


Después de eso, me dijo que le podía hacer tres preguntas y que él me las respondería.


La primera pregunta la hice sobre nuestra amistad, o sea, tuya y mía. Él solo se rio y me dijo “Te mamas wey, pero obviamente no podía no preguntarme eso, verdad? Bueno, pues, pasó lo que tenía que pasar. Tú ya sabes qué va a pasar, aunque no lo quieras ver. Y justo eso es lo que pasó” La verdad es que no entendí muy bien su respuesta y actitud. Yo espero que se refiera a que seguiremos siendo mejores amigos mucho más tiempo.


Mi segunda pregunta fue sobre Larisa y me dijo “Vívelo a tope. Húndete hasta el fondo, pero sal a respirar a tiempo”. No entendí muy bien y tampoco fue muy alentador, la verdad.


Mi tercera pregunta fue si había algo importante que tuviera que saber o un consejo o algo y me dijo “No. Lo que tienes que saber, ya lo sabes y lo que aún no sabes, no estás listo para saberlo”.


Luego me dijo que ya se tenía que ir. Que la vida de adulto irresponsable (así lo dijo él) lo llamaba de regreso y que el “trip” (viaje, supongo) ya no le iba a dar para más. Me dio un abrazo y me dijo “estoy muy orgulloso de ti y de quien fui” y salió de la cocina con su plato de calabacitas y su pipa.


Fue raro, pero a la vez fue bastante agradable. Me sentí cuidado. No sé cómo explicarlo. Pero verme así, feliz, diferente pero igual, recibirme así... no sé, fue lindo, sabes? Supongo que también me siento orgulloso de ver en quién me voy a convertir, si es que llego a ser él. Te digo, creo que fue un sueño importante o tal vez no fue un sueño, no lo sé. Pero espero un día verme así, sentirme así, ser así. Quién sabe qué me pasó, pero quiero vivirlo. Aunque no sé si de verdad voy a poder hacerlo. Tal vez solo fue eso, un sueño. En realidad, no creo que llegue a ser él, o como él, pero bueno, si tiene razón, entonces voy bien, supongo.


Pero bueno, hasta aquí mi carta de hoy. Espero me cuentes como has estado, hace mucho que ya no me escribes ni respondes las cartas que te escribo.


Abrazos desde el fin del mundo. Te quiero __!

NW.

9/11/22

La tertulia de lo inconfesable (VI)

La última noche había llegado y con ella la última historia. En el camino, se preguntaban que pasaría ahora. ¿Se despedirían formalmente? ¿Cada quién se levantaría para dejar discretamente la habitación como lo habían hecho las útlimas cinco noches? ¿Qué sería de ellos ahora que habían abierto sus corazones y los habían visto reflejados en aquellos seres anónimos? ¿Y si en realidad el resto les había engañado con tal de que ellos confesaran? Muy tarde, muy tarde para esas consideraciones. Como se había dicho ayer, si eran castigados, en el fondo, suponían que lo merecían. Que fuera lo que tuviera que ser, que el infierno ya lo tenían ganado desde antes, sabiendo que ninguno sentía culpa. No había sido la culpa la que les había llevado ahí, solo la necesidad de hablar y ser escuchados. Sentir paz. Finalmente, paz.


La última narradora se tomó su tiempo. Respiró hondo un par de veces, mientras mantenía sus manos sobre las piernas. Aclaró su garganta, miró hacia el techo con una sonrisa tranquila, suspiró una última vez y comenzó.


VI


Se me hace muy poético que yo sea quien cierre este extraño experimento. Poético y predestinado, justo, preciso, adecuado, redondo. Me gusta. Ha sido una experiencia por demás enriquecedora y me siento tranquila, más tranquila de lo que ya estaba, cosa que no esperaba. Así pues, agradecida y satisfecha de haber esperado este momento, les anuncio que hoy me voy a suicidar. Así, saliendo de este cuarto, tomaré un taxi de regreso a mi casa, subiré al departamento, me daré un largo baño caliente, pondré la pistola en mi boca y me volaré la cabeza.


No está a discusión ni opinión, como nada de lo que aquí se dijo. Hoy me tragaré una bala calibre nueve milímetros que desgajará mi cráneo y esparcirá mis sesos por toda la sala. Una bala que asustará a los vecinos, que tocarán desesperados la puerta y que llamarán a la policía. Sería un honor que fueras tú la que fuera a recoger mi cadáver, creo que te gustaría el espectáculo, así que mantente atenta por si reportan un disparo allá por la avenida de Santa Anastasia.


Estoy harta. Harta de estar harta. Harta de que me digan que la vida es bella, que la vida vale la pena, que la vida va a mejorar, que vaya al psicólogo, que tengo amigos y familia que me quieren y me apoyan, que todo pasa, que el tiempo todo lo cura. Estoy harta de ese optimismo hueco e insípido que intenta darle sentido a seguir vivos, que se concentra en los buenos momentos como si los malos no fueran más. Harta de escuchar que esas migajas de alegría son las que valen la pena. Ya no quiero migajas. Estoy harta.


Hoy iré y con mi mejor vestido me tragaré una bala, me volaré la cabeza, me cagaré encima y chorrearé de sangre el sillón. Estoy harta de sentir dolor, de sentir decepción, de sentir cualquier cosa. De ver como la vida solo se ilumina dos días por cada diez de oscuridad. Dicen que eso es lo que le da sabor, que la oscuridad nos hace poder apreciar la luz. Estupideces conformistas que se repiten unos a otros para mantenerse aquí al servicio de quien sea que los explote o quien sea que dependa de ustedes o de la pura inercia de seguir respirando y no tener el valor de reconocer que vivir es un asco. Que nada vale la pena, que todos somos monstruos enmascarados, que todo eventualmente se va a ir al carajo y nosotros con ello. Que no hay esperanza, que el futuro será igual de nefasto que el presente y el pasado y que lo peor que nos pudo haber pasado fue que nuestros padres cogieran un día sin ponerse protección.


Por eso me voy a volar la cabeza, por eso voy a hacer saltar a mi gato y astillas de hueso, porque lo único que vale la pena es tomar esa decisión. La decisión de decir basta, ya no quiero, ya no quiero, ya no quiero esto, ni aquello, ni nada. Me quiero fundir, desaparecer, olvidar que pisé este y cualquier otro lugar. Esa es la única decisión que deberíamos valorar y perseguir, la decisión de bajarnos de este tren que no va a ningún lado, este tren infestado de cucarachas y mierda, para lanzarnos al vacío y regresar a la oscuridad eterna.


No voy a dejar carta, no voy a culpar a nadie, nada. Es mi decisión, es lo que quiero. Tomen esto como mis últimas palabras si así lo desean. Fue un gusto haberme sumergido hasta lo más profundo del abismo de su mano solo para salir más tranquila, para que en ese momento no me tiemble la mano y desear saborear el plomo, aunque sea por una fracción mínima de un instante. No, no se sientan culpables. Sus demonios no son los míos, sus demonios no me espantan ni me hicieron convencerme de tomar esta decisión. La decisión ya estaba tomada y hace tiempo hice las paces con las bestias que me habitan. Al contrario, ustedes me devolvieron las ganas de vivir por un par de días, para escucharles, para conocerles, para sentirme un poco menos sola en este mundo de porquería.


Gracias por eso y por aceptar mi invitación a narrar sus historias. Ahora, si me disculpan, tengo una cita y no quiero llegar tarde.

 

VII


El desgarrador grito de las sirenas de patrullas y ambulancias inundaron la calle de Santa Anastasia a la altura de los edificios colindantes al viejo café árabe. Los pocos transeúntes que pasaban por ahí a esas altas horas de la noche se detenían movidos por la curiosidad, mientras que los demás habitantes del edificio se asomaban cautelosos por las ventanas.


Una oficial de policía comandaba a los forenses para que registraran la impactante escena que una pobre señora encontró en el apartamento 207. Ella había abierto la puerta con la llave que su vecina alguna vez le confió por si acaso se quedaba afuera y que esa noche decidió utilizar al escuchar un fuerte estruendo que logró despertarla. Tras el macabro hallazgo, estaba sumergida en un fuerte estado de nerviosismo que tenía la esperanza de poder sobrellevar con los ansiolíticos y somníferos que le recetaba su psiquiatra, un callado señor de avanzada edad y extraño gusto por la playa.


Al alba la calle seguía acordonada, mientras un redactor de nota roja daba los últimos toques al artículo donde, para deleite de los morbosos, detallaba magistralmente el acontecimiento como si él mismo lo hubiera presenciado. Se regocijó de su trabajo, sabiendo que ese era el segundo mejor artículo que había escrito solo después de aquel sobre el trágico asesinato de una amada mujer de la comunidad.


¡Pero qué desgracia! -exclamó un señor acompañado de una mujer a quien casi le doblaba la edad. Aquella tarde se habían topado con las grotescas imágenes del suceso en la primera plana de un pasquín amarillista mientras pasaban tomados del brazo frente a un puesto de periódicos- ¿Quien hubiera pensado que una exitosa académica como ella haría algo así? - Añadió, negando con la cabeza.


Qué le digo, patrón. Ya ve de lo que es capaz la gente, aunque cueste creerlo -le respondió desde dentro del quiosquillo un joven que se relamía sin despegar los ojos del catálogo de ropa interior femenina que tenía en el regazo...

La tertulia de lo inconfesable (V)

Se acercaba el final de los encuentros, la penúltima historia estaba por ser revelada. Eso llenaba a nuestras sombras de un sentir que transitaba entre una ligera tristeza y el alivio ya que se les empezaban a agotar las excusas para explicar porque salían tan tarde y regresaban aún más tarde, meditabundos y distantes.


Esa quinta noche, la narradora de turno llegó tarde. El resto permaneció en silencio, esperando con impaciencia y sin saber bien que hacer. En sus cabezas se imaginaban a la narradora acobardándose de útlimo momento o, peor aún, delatándoles y evitando llegar al punto de encuentro sabiendo lo que les esperaba. Sus temores se disiparon un poco al escuchar finalmente unos pasos acercándose al salón, sin saber que unos minutos después otro golpe de adrenalina inundaría sus cuerpos.


V


Recordando lo que se contó ayer, yo también entiendo esa sensación de poder y también entiendo a los policías. De hecho, creo que soy la que mejor entiende ambas cosas en esta sala. Todos deseamos sentirnos poderosos en algún momento, no lo nieguen, es algo propio de nosotros como humanos, sino, el anarquismo sería la norma, no el Estado y la propiedad privada. Nos gusta sentirnos poderosos y nos gusta mantener ese poder. Por eso me hice policía, para sentir poder y para ayudar a que ese poder se quede dónde debe estar. Y no, no se preocupen. Si algo tengo es palabra y prometimos que lo que se contara aquí, aquí se queda. Además, píensenlo, si quisiera hacer algo ya lo habría hecho. De verdad, tengo suficiente con lo que hay en la calle como para preocuparme por ustedes.


No es fácil ser policía siendo mujer. ¿Creen que lo que han contado aquí me da miedo o disgusto? Vieran lo verdaderamente podrida que es la humanidad, y no lo digo por la escoria que luego atrapamos, lo digo por la misma policía y todo lo que la hace moverse. Pero esa es otra historia. Para tener un lugar en el sistema hay que ganarse el respeto y yo la tuve el doble de difícil en un mar de machos poco más inteligentes que un perro con ganas de coger, comer y cagar. Ahora soy parte de ese engranaje que se lubrica con sangre y me costó sangre obtener ese lugar, pero no la mía.


Así como todos aquí nacimos enfermos o nos rompimos en algún punto del camino, pues así yo también. Desde pequeña me gustó apedrear animales. Empecé con lagartijas. Verlas explotar debajo de la suela de mi zapato o por un tiro certero me llenaba de emoción, me hacía sentir ruda, fuerte. Luego pasé a las aves que eran un reto mayor, pero mi puntería siempre ha sido excelente y rápido les agarré el modo. Recuerdo una vez que tiré un nido lleno de polluelos y cómo a cada uno les di un tratamiento distinto. Al primero lo aplasté sin más, al segundo le arranqué las patas, luego las alas y luego la cabeza. Con el tercero me empecé a poner creativa, y lo apretaba hasta que sentía que iban a tronar sus huesos para luego soltarlo, lo enterré y lo desenterré, lo sumergí en agua y lo saqué, así hasta que dejó de moverse y lo tiré por ahí. Al último lo colgué y le fui pasando un encendedor hasta que la mitad de su cuerpo quedó chamuscada.


De las aves pasé a los gatos y los perros. Olviden intentar pensar en cómo se ve una escena así, eso todos se lo pueden imaginar, pero lo que seguro no pueden imaginar es el aullido que pega un perro cuando lo rocías en gasolina y le prendes fuego. O los lamentos de un gato al que le vas rompiendo las patas, una a una. Me eriza la piel nada más recordarlo. Y por eso me hice policía. Quería algo más grande, más satisfactorio y ahí lo encontré.


Yo no veo hombres ni mujeres, solo cuerpos con potencial de gritar, de aullar, de suplicar, de vomitar, de responder ante mí sin chistar, de rogar por tener la oportunidad de no volver a ver a su familia por los próximos treinta, cuarenta años, con tal de que les saque algo del recto o de debajo de las uñas. Después de pasar por mí, podrían jurar ante sus propias madres que ellos en realidad son una cabra parlanchina disfrazada y lo harían con tal seguridad que lo único que les faltaría es que de verdad se le asomen los cuernos.


Así me gané el respeto, sacando confesiones, verdaderas o no, pero que sirven para inflar los números que se presentan al público y que al final es lo único que a la gente le importa, especialmente a la gente que importa. Ellos quieren que se diga que sí están trabajando y que atrapamos y encarcelamos al pobre diablo de turno. Eso es lo que quieren todos, castigar a alguien, a quien sea, pero castigarle por algo y ese es mi trabajo, castigarles y lograr que acepten que merecían ser castigados y me encanta.

La tertulia de lo inconfesable (IV)

Para la cuarta noche todas las sombras se sentían casi cómodas con ir a aquellas sesiones nocturnas. La mitad veía ese cuarto en penumbra como el único sitio sobre la tierra donde por primera vez se sentían libres del terrible peso de sus secretos más oscuros, mientras que la otra mitad sentía la urgencia a la vez que el temor por abrir la boca y expulsar aquello que quemaba sus almas como hierros incandescentes.


Puntuales a su cita, ocuparon sus puestos en el círculo de sillas que les esperaba en silencio mientras las nubes de una lluvia discreta y pasajera iban cubriendo la luna en cuarto menguante, cuyos rayos a penas y se colaban entre los pesados cortinajes que cubrian las ventanas. Respiraron el particular aroma a tormenta próxima, agudizaron el oído y prepararon el alma para ver lo que había debajo de una nueva máscara.


IV


Tal como lo dijeron el otro día, yo me quería sentir poderoso, grande, dominante. Yo sí quería eso y lo disculpo por el juicio y a la vez me disculpo por el asco que le pueda provocar, pero para eso estamos aquí, para dar asco, para que nos miren con odio, para dar cuenta de toda es porquería que llevamos en el interior arrastrando desde hace quién sabe cuánto tiempo.


Esa noche mi mejor amiga estaba borracha, muy, muy ebria, al grado que apenas se mantenía despierta. Primero pensé que lo que iba a hacerle era producto del amor, que ella me quería y que de haber estado despierta al final me habría dicho que sí. Me convencí de que ella así lo quería, de que ella lo deseaba tanto como yo.


Aún recuerdo esa sensación de estar rompiendo todas las reglas y barreras del mundo mientras le arrancaba los calzones, mientras lamía su vulva con furia, queriendo que se despertara y, no sé, que me pateara la cara para luego entonces poder someterla y sentir ese poder corriendo por mis venas. Sentirme un toro, un huracán, un meteoro imparable, la fuerza en su estado más salvaje y animal. Quería sentirlo, quería escucharla gritar que me detuviera y seguir, golpearla y seguir.


Y, de hecho, algo así pasó. Supongo que fue el dolor de haberla penetrado sin ningún tipo de contemplación o piedad, pero con condón, lo que la hizo despertar de su sopor etílico y dar un alarido que tapé inmediatamente con una de las almohadas. La recuerdo retorciéndose bajo mi cuerpo como un gusano con sal, gritando, llorando, suplicando a la vez que luchaba con uñas, no con dientes porque la almohada nunca la quité. Estas cicatrices de rasguños que tengo en la cara las llevo con orgullo, aunque nunca cuente su historia.


Sentía como si estuviera domando un caballo o más aún, como si estuviera domando el mar o como si estuviera domando a Dios mismo, haciéndolo seguir mi voluntad. Me sentí tan, pero tan enorme, tan fuerte, tan poderoso, tan invencible que yo creo que en ese momento podría haber derribado una casa a puñetazos si me lo hubiera propuesto.


Ni siquiera recuerdo si me corrí o no, porque me desconecté. Hubo un punto donde ya no tenía control de mí mismo ni de la situación. Me desperté cuando dejé de sentir sus intentos por zafarse que me excitaban tanto. Por un momento pensé que la había asfixiado y me entró el miedo a la vez que el alivio. Miedo porque sabía que tendría que deshacerme del cuerpo, pero alivio porque sabría que el secreto me lo llevaría a la tumba. Pero solo se desmayó, no sé si de cansancio, por la falta de aire, de dolor, del shock o de todo mezclado.


Me levanté y le quité la almohada. Su cara estaba enrojecida y surcada por lágrimas, sus labios sangraban. La limpié con un trapo con cloro, especialmente las uñas que tenían mi sangre, para que todo rastro desapareciera. La subí en el coche y la fui a tirar a un parque a varios kilómetros de mi casa, pero relativamente cerca del bar donde habíamos estado. La dejé así, medio desnuda, tirada entre los arbustos, le vacié encima lo que me quedaba de una botella de tequila y la dejé vacía a su lado.


Levantó la denuncia y todo, pero claro que nadie le creyó. Ebria y como iba vestida... Ya saben cómo son los policías. Nunca nos volvimos a hablar, supongo que ella lo sabe tan bien como yo, pero no tiene pruebas. Es mi palabra contra la suya, aunque ella tenga toda la razón.

8/11/22

La tertulia de lo inconfesable (III)

La tercera noche llegó y con ella los demonios surgidos de la más tremenda oscuridad se volvieron a reunir para contar sus secretos. Cada sombra ocupó su puesto, acostumbrándose cada vez más al ritual que habían establecido a penas hacía dos noches.


Poco a poco comenzaban a conocerse de manera superficial. Los ademanes al caminar, los rasgos que se podían adivinar en la tenue luz polvorienta que apenas e iluminaba la habitación, el sonido de las sillas al ser arrastradas, el perfume característico, los zapatos de tacón que resonaban con cada paso. Sombras sin rostro ni nombre, pero que poco a poco se convertían en extrañas compañeras en un viaje que nadie estaba seguro a donde les llevaría. Lo único que tenían claro es que esa noche develarían otra cara de la gran hidra que habían conformado al juntarse por primera vez. 


III


Durante mucho tiempo intenté darle una explicación, pero no puedo. Me gusta y ya. Como a la gente le gusta el chocolate, el futbol o las tardes de lluvia. Bueno, más bien como a la gente le gustan los latigazos, los tríos, que se corran en su cara, la orina y demás secretos que guardan entre las sábanas. Estoy seguro de que no soy el primero, ni el segundo, ni el tercero con el que se topan, solo que no lo saben, porque créanme que somos muchísimos, muchísimos como yo.


No voy a mentirles, creo que es algo que tengo desde que tengo memoria, desde que me empezó a interesar el sexo, pero a esa edad uno es pendejo y no sabe cómo conseguirlo, cómo pedirlo, como hacerlo y no hay nadie que le explique porque aún está muy chico para esas cosas. Entonces me resultó más fácil. Los niños no se cuestionan lo que están haciendo y menos si es una persona mayor quien se los dice. ¿Por qué creen que hay niños soldados o predicadores o expertos en un instrumento musical? Porque algún mayor les dijo que eso era bueno y ellos lo hacen, porque no lo piensan, no lo juzgan, lo hacen porque aún no tienen refrentes del bien y el mal, todas son experiencias neutras que les pueden gustar o no, pero sin juicios de valor.


En ese entonces, pues, me resultó más sencillo y creo que fue algo que se me quedó pegado. No sé, sería interesante saber si las primeras veces determinan los gustos para siempre. No lo sé. Puede ser que sí o que no, que solo sea un enfermo más. El caso es que así fue y así quedé y así lo hice durante un tiempo. Lo que más disfrutaba era, insisto, que no juzgan, no preguntan, no critican ni cuestionan. Están abiertos a la experiencia, a vivirla y luego determinar si les gustó o no. Como aquellas personas que les gusta coger con vírgenes porque no tienen conocimiento y entonces, no tienen parámetro para juzgar lo bien o lo mal que coge uno. Pues así, pero llevado un paso allá, porque ni siquiera saben que es eso de coger.


Hay otros como yo que dicen que lo que les gusta es la sensación de dominancia, de poder. Esos que les gusta el poder y el control me dan asco, disculpándome por juzgar. Pero es la verdad. Esos violan, esos no les interesa más que satisfacerse a sí mismos y su necesidad de sentirse grandes y poderosos, de dejar de sentir lo pequeños que son en realidad. Pero yo no, nunca hice nada para forzarles. “Grooming” le dicen ahora, con eso de los términos gringos que luego nos llegan.


Los convencía. ¿Cómo van a decir que sí si no los convences? Es como cuando prueban el brócoli por primera vez, hay que sobornarlos, insistirles, prometerles que les va a gustar y que si no les gusta pueden no volver a comerlo en sus vidas. Nunca forcé nada, yo no soy de los que busca autoridad y someter, solo busco esa experiencia y placer visto a través de los ojos puros de alguien que aún no tiene la cabeza llena de tabús, prohibiciones, “qué dirán” etiquetas y reglas que me juzguen. Conmigo mismo basta para juicios.


Pero ya no, antes pues era sencillo, ahora no. Imagínense, un señor de mi edad, con mis canas, con mis arrugas, acercándome a los niños. Eso no pasa desapercibido, por más que uno haga como que es un anciano inocente. La perversión se huele, la exudamos por los poros, por la mirada, por el aliento y todos lo saben, aunque no lo sepan en realidad, pero lo saben. Me ven y lo saben. Por eso ya no lo hago, solo me deleito con mis recuerdos y con visitas a las playas donde los lentes de sol tapan mis ojos que saborean esos cuerpos vacíos de prejuicios. Ya no, aunque eso no signifique que ya no quiera, pero no. Ya no.

7/11/22

La tertulia de lo inconfesble (II)

La segunda noche todos llegaron puntuales. Uno por uno, con escasos minutos de diferencia, se fueron llenando los seis asientos. Cada sombra se dispuso a escuchar el cuento de la noche de este Decamerón de lo aborrecible.


Cuando la ultima persona ocupó su sitio en el más absoluto silencio, todos quedaron a la expectativa de lo que la nueva narradora tenía por compartirles.


II


Como ayer, mi historia también involucra a mis padres. Especialmente a mi padre. Yo lo amo. Lo amo como solo yo soy capaz de hacerlo. Lo amo porque es quien me ha cuidado desde pequeña, me crio, me educó, me protegió, me dio todo lo que necesitaba cuando mamá murió y nos quedamos él y yo solos en el mundo. Dos fantasmas sumidos en la tristeza que se acompañaban mutuamente para hacer la soledad más llevadera.


No fue él. Quiero que quede clarísimo, porque no van a faltar quien así lo piense. No fue él. Nunca fue él. De hecho, se resistió mucho al principio. También quiero dejar super claro que yo ya tenía veintidós y que había hecho y deshecho y, por ello, sabía que nunca encontraría a un hombre que me amara tanto como lo hace mi padre. Y cuando lo comprendí, fue que me di a la tarea de conseguir que me viera como yo lo veía a él. No sé cuándo ni cómo pasó, por más que lo intento, pero pasó. Es como cuando intentas pensar cuándo te hiciste amiga de alguien o cuándo tu mejor amigo se volvió tu mejor amigo. Simplemente hay un momento en que te das cuenta de que no podrías vivir sin esa persona y que se ha vuelto tan, pero tan importante que no te imaginas la vida sin ella.


Comencé despacio, invitándolo a pasear, al cine, al parque. Total, eso es completamente normal entre padre e hija. Pero las pláticas se iban haciendo distintas. Quería conocerlo más como persona que como mi papá. Le preguntaba de su vida, comparaba sus anécdotas con las mías, muchas de las cuales él ni se imaginaba. ¿Cómo una chica de mi edad habría hecho tantas cosas en tan poco tiempo? Después lo invité a cenar. Una. Dos. Tres veces. A beber. Una. Dos. Tres veces.


Una noche noté como me empezó a mirar como quería que me mirara, pero en cuanto le sonreí de vuelta, su cara se volvió seria. Enmudeció, se levantó de la mesa y se fue a casa. No me habló durante dos semanas, ni siquiera se atrevía a verme. No sé si era vergüenza, culpa, horror, pero le carcomía el cerebro de manera terrible.


Lo encontré llorando un día, ebrio, cubierto con su propio vómito, tirado en el piso del baño. Lo ayudé a levantarse, a limpiarse, él me decía que no, que lo dejara, que lo perdonara, que era un malnacido, que era un padre terrible, y por cada insulto que lanzaba a sí mismo, yo le respondía con palabras de amor. Con cariño le decía que lo amaba, que lo amaba como las flores aman al sol, como los pájaros aman la brisa. Que estaba bien, que lo entendía porque yo también lo sentía, que sabía que estaba mal, que era aberrante, pero no me importaba. Mi amor era más fuerte que el miedo a las miradas de reprobación y náusea y lo sigue siendo.


Esa noche nos dimos nuestro primer beso y ahí quedó. A la mañana siguiente se sentía una tensión tan, pero tan grande entre nosotros que, si nos hubiéramos visto fijamente y alguien hubiera agitado el aire entre nosotros, seguro habría resonado como una cuerda de guitarra. No nos hablamos por otros tres días, pero nos mirábamos de reojo, midiéndonos, calculando las palabras, el momento justo que nunca llegaba para hablar de algo que ninguno de los dos queríamos nombrar siquiera. Pero, tomé la responsabilidad de haber sido la que empezó todo y una noche que estaba sentado en la sala, le llevé una taza de té y me senté en el sillón de al lado con mi propia taza.


“Tenemos que hablar” le dije, con ese tono que usan los padres con sus hijas y él, con la mirada que usan las hijas con sus padres al escuchar semejante declaración, asintió. Ni siquiera sé que dije, hablé en automático, como si alguien más se hubiera apoderado de mi cuerpo mientras yo flotaba a un lado. Le expliqué lo que sentía, que sabía lo que implicaba, hasta planteé algunas reglas y lineamientos. Dije todo lo que se me ocurría sin saber cómo detenerme, mientras él solo me veía callado, asintiendo de vez en cuando. No podía leer su rostro, no sabía si estaba enojado, preocupado, feliz, nada. Blanco total. Ahora cada vez que juego póker intento emularlo, aunque creo que no me sale tan bien.


Después de que se me agotaron las ideas él solo dijo “lo voy a pensar”. Se levantó y no me volvió a hablar ni a mirar por otros tres días. Pero ahora sabía que estaba hundido en sus pensamientos y que solo quedaba esperar. Me hubiera encantado escuchar ese debate interno entre la moral, el deseo, el amor y la ética. Finalmente, pasados esos tres días, me llevó una rosa blanca, como las que le gustaban a mi madre.

6/11/22

La tertulia de lo inconfesable (I)

Están cordialmente invitados a la tertulia de lo inconfesable, a la casa de lo peor de lo peor. Un espacio donde podrán venir a decir lo indecible, a revelar lo irrevelable, a dejar ver lo que nadie debería ver, ni oír, ni saber. Vengan, seres asquerosos, horribles, detestables, despreciables y aborrecibles a contar sus historias. Solo existe una condición, que mientras uno habla los demás callan y aún después. Lo que se diga ahí dentro ahí dentro se queda, para que no escape y manche al prístino exterior que, tú y yo sabemos, solo son apariencias.


Vengan, vengan, escuchémonos entre nosotros, démonos un momento de paz, para dejar de luchar con ese secreto que tanto deseamos contar, pero no tenemos a quien. Este es ese espacio donde de la mano de otros seres repugnantes tal vez nos convenzamos un poco de que al final no lo somos tanto o al menos a aceptar que lo somos.


Vengan, vengan. Aquí les espero.


Eso rezaba un cartel pegado en varios postes por toda la ciudad y, al final, un número telefónico. Muchas personas lo leyeron, no tantas consideraron llamar y solo unas pocas lo hicieron. Se les dio la ubicación, asignó una hora de llegada y una puerta de entrada, con tal de que nadie se pudiera encontrar en el camino. Se estableció que cada día hablaría una persona evitando a toda costa dar la más mínima pista de quienes eran, y el resto solo se sentaría a escuchar lo que tenían que decir sin hacer el más mínimo comentario al respecto. Sombras, serían sombras.


Así, en la fecha pactada, seis personas se reunieron y como si fuera una versión retorcida de las Mil y Una Noches, por las próximas seis veladas se escucharían seis historias. Estas historias.


 I


Maté a mi madre. Así, para qué darle más vueltas. La maté y no me arrepiento de nada. Y ustedes dirán, “¿Por qué la mataste?” porque aunque dijimos que aquí nadie juzga ni pregunta, sé que igual se lo preguntan.


¿Por qué maté a mi madre, dicen? Bueno, porque la odiaba. ¿Te maltrataba? ¿Te hería? Seguro están pensando. Pues no. Ella era la mujer más bella y hermosa que alguna vez conocí y posiblemente conoceré. Era un ángel, dulce, amable, amorosa como solo una madre convencida de serlo puede llegar a ser. Me crio a mí y a mis dos hermanas con todo el cariño, paciencia, cuidado y ternura que el universo pudo meter en su cuerpo que, de haber sido más grande, igual le habría metido más y más y más amor.


Y no solo era así con nosotros, lo era con mi padre, con el resto de la familia, con los vecinos, con los demás de la iglesia, con los meseros, cajeros, peatones, vagabundos, perros, árboles y hasta con las cosas que hacía. Porque mi madre tejía y pintaba, escribía pequeños cuentos, cocinaba cosas tan sabrosas que nada en el mundo me ha satisfecho y calentado el alma tanto como un plato elaborado por ella.


Por eso la odiaba y por eso la maté.


Porque me daba asco. Me daba asco su amor absoluto, su paciencia infinita, su rectitud inquebrantable, su serenidad que era un bálsamo de los desesperados, su belleza angelical. Todo su ser irradiaba luz, luz que llegaba hasta lo más profundo de los corazones más negros. Por eso me daba asco.


Porque era como una constante recriminación frente a todo lo que yo soy. Un malviviente, alcohólico, mal hablado, manzana podrida sin provenir ni futuro que morirá en la más absoluta soledad cubierto de mi misma mierda que bien me lo tengo merecido. Y verla, ver su perfección era un recordatorio de lo asqueroso que soy, del desperdicio de hijo que fui, de lo inmerecido de sus abrazos y besos, de sus palabras dulces, de sus regalos y sus miradas de preocupación. Me asqueaba verme al espejo y saberme su hijo y por eso ella me daba asco. ¿Cómo un ser de pura bondad pudo dar a luz a un amasijo de porquería? ¿Cómo todo ese infinito amor no había bastado para llenar el pozo sin fondo de mi alma putrefacta?


Por eso la maté. Porque no la soportaba verme. Porque no soportaba que ella me viera sin asco, sin temor, sin decepción, sin desaprobación, solo con ternura, solo con un “Ay hijito mío” que me hacía revolver el estómago y sentir como las lágrimas de rabia se me agolpaban en los ojos sin poder salir, solo inundando mi cabeza de una infinita tristeza, dolor y odio. Por eso la maté. Para extinguir esa llama que evitaba que me escondiera en lo más profundo y olvidado de la oscuridad más pestilente.


La maté y no me arrepiento.


La maté y la maté con odio y desprecio, pero también con respeto. No mancillé su cuerpo, no la lastimé innecesariamente. No importa cómo, pero juro que fui rápido, certero. En sus ojos lo vi. Ella lo sabía, hasta podría decir que ni siquiera estaba sorprendida de que yo la matara. Eso me hizo odiarla más, porque ni siquiera se defendió. Aceptó mi decisión con un último “Ay hijito mío” que todavía me taladra los oídos en las noches y me acompañará hasta la muerte y, si existe un infierno, allá también lo escucharé por el resto de la eternidad. “Ay hijito mío”.

18/10/22

Raspar

Era su primer día como sacristán en la parroquia de Nuestra Señora de los Ríos. Ya había trabajado en otros templos y venía con buenas recomendaciones, lo que le valió que el obispo Arias lo aceptara de inmediato como ayudante. Su trabajo era el de siempre. Limpiar la iglesia cada día, preparar todo lo necesario para la misa, asistir al obispo en lo que se ofrecera y, si se requería y sabía hacerlo, realizar pequeñas reparaciones y cuidados de mantenimiento. Agotador, pero satisfactorio. Así lo describía.


Tan pronto puso un pie en atrio, divisó al señor Arias esperándole en la puerta principal.


-Me alegra mucho que finalmente hayas llegado. De verdad que necesitamos muchísima ayuda aquí. Han pasado años desde que tuvimos un sacristán formalmente. Nos valemos de la ayuda de los chicos del pueblo o uno que otro malandrín que viene a apoyar como manera de resarcir sus faltas, pero van y vienen y, con perdón de nuestro Señor, pero la mayoría son bastante, no quisiera decirlo así, pero... ya sabes.

-¿Incompetentes?

-Sí. Por decirlo de algún modo.


Le dio un recorrido por todo el edificio principal, desde la nave central hasta el coro y el campanario y luego lo llevó al edificio anexo. Escuchaba atento todo lo que había que hacer, reparar, componer, limpiar y mejorar y, conforme exploraban los rincones, crecía la lista de quehaceres. Pasó las siguientes semanas haciendo, reparando, componiendo y limpiando diligentemente, hasta que la iglesia recuperó ese brillo especial de antaño que muchos pobladores recompensaron con grandes elogios y, también hay que decirlo, con donaciones mayores a comparación de los magros ingresos que se habían percibido en últimas fechas.


Tras cuatro meses de incansable trabajo, la restauración estaba terminada y fue hora de comenzar a planear las mejorías. Que si una campana más grande, que si volver a ponerle pan de oro a los retablos, que si había que cambiar los vitrales. Todo sonaba muy bien, pero con rezos no se consigue vidrio entintado, por lo que los proyectos se quedaron en pausa hasta conseguir los fondos necesarios. Para lo único que sí alcanzaba era para repintar el coro y gracias a la generosidad de una familia que había terminado de remodelar su casa, tenían material suficiente.


Las paredes otrora blancas estaban ennegrecidas por la acumulación de polvo, humo de incienso y años y por más que el sacristán intentaba pintarlas, la suciedad y el recuerdo terminaban por descarapelar la pintura nueva que se convertía en una especie de nevada interior cuando la brisa levantaba las escamas y las dejaba caer suavemente sobre las cabezas de los feligreses.


Ni lavando con lejía y fibras rugosas se caía la pátina de pasado que impedía que la pintura nueva se mantuviera en su lugar, por lo que la única opción que quedó era retirar ese revestimiento y pintar directo en la piedra desnuda. Armado de una espátula y un cepillo de cerdas metálicas, el sacristán comenzó a tallar con fuerza los muros, empezando por la esquina cercana a las escaleras. Al principio, la piedra gris original iba quedando descubierta sin problema, mas al llegar a la pared del fondo, se empezó a develar que había otra capa de pintura debajo que había quedado oculta por el  color blanco mugriento más nuevo. Primero parecían colores combinados sin ton ni son, sin embargo, se fueron sugiriendo formas reconocibles y lo que parecía una imagen creada con un caleidoscopio comenzó a tomar sentido.


Intrigado, el sacristán decidió ser más cuidadoso e ir develando esa antigua obra, a sabiendas que la parroquia llevaba más de un siglo en existencia y seguramente aquello provenía de ese entonces. Pasó horas rascando cuidadosamente, levantando la pintura con delicadeza para no dañar la que se encontraba debajo y con cada centímetro que quedaba al descubierto, más maravillado se sentía. Aunque quería mantenerla en secreto hasta descubrirla por completo, no resistió y fue a buscar al obispo.


-Pasan de las once de la noche, ¿qué es tan urgente?

-Lo lamento, pero de verdad que necesita ver esto.


El señor Arias, enfurruñado por tener que dejar su taza de té enfriar, caminó pesadamente hasta la iglesia y subió los escalones del coro -estas no son horas de estar trabajando, debiste ir a dormir hace un rato. Si sigues así, tendré que pedirte que me devuelvas las llaves al atar...- La frase quedó flotando inconclusa. El obispo estaba boquiabierto. Solo se entrevía un cuarto del total, pero con eso bastaba para adivinar que lo que observaba era glorioso.


-Magnífico ¿cierto?

-Sin duda... sin duda... No tenía ni idea y eso que llevo aquí casi dos décadas... Magnífico sin duda.


A la luz de semejante belleza, el té y la molestia de salir a altas horas de la noche se esfumó y al obispo le invadió una urgencia tremenda por develar lo que aún estaba oculto. Ambos se pusieron manos a la obra y fueron retirando cada vez más ese velo que les impedía apreciar aquello en todo su esplendor.


Estaban sumidos en un trance tan profundo que no fue hasta que una señora llamó desde el piso de abajo que se dieron cuenta de que había amanecido y se les había olvidado por completo tocar las campanas para llamar a misa. El obispo se asomó recargado en el barandal del coro y le pidió que le excusara, pero que tenía una tarea demasiado importante y que la misa tendría que esperar. Escandalizada por semejante afirmación, la señora subió con una mezcla de susto y rabia en sus adentros, exigiendo saber qué era tan relevante como para posponer la ceremonia.


No había llegado al último escalón, cuando se quedó helada. La visión que se le presentó así solo abarcara tres cuartas partes del muro inundó su ser con una emoción hasta entonces desconocida para ella y lo único que alcanzó a hacer fue empezar a recitar el padre nuestro con lágrimas en los ojos, para luego bajar saltando escalones, como si otra vez tuviera veinte años y regresó a su casa envuelta en un aura de asombro que hizo voltear a más de una persona con quien se cruzó en su camino.


La señora les comentó a sus hijos y quisieron averiguar qué pasaba y que había puesto a su madre en un estado de éxtasis rayando en lo preocupante. Caminaron a la iglesia, donde cada vez más feligreses confundidos por la falta de campanadas se estaban reuniendo y a empujones entraron y subieron hacia el coro entre un mar de miradas confundidas y más de un -¡Eh! ¡No pueden subir ahí!- lanzado desde el anonimato.


Bajaron con los ojos abiertos como platos, destellando una luz mística y señalando hacia arriba sin poder articular palabra. Esto desató una marea de gente que pronto inundó el coro y luego las escaleras con personas sollozantes, rezos, alabanzas, proclamaciones de milagro y demás muestras de que algo divino se encontraba plasmado en aquel muro del cual solo faltaba una sexta parte por despintar.


El rumor corrió y, al cabo de unas horas, el atrio de la iglesia estaba a reventar. La multitud se arremolinaba y exigía poder subir a contemplar aquello de lo que tanta gente hablaba, pero era imposible. El coro y las escaleras estaban sellados con cuerpos temblorosos, enloquecidos y bramantes. No importaron los crujidos de las vigas anunciando la catástrofe, ni importó cuando ésta se presentó. Al contrario, al derrumbe del balcón se pudo apreciar desde la nave central aquello que estaba a unos pocos centímetros cuadrados de quedar totalmente a la vista.


La gente entró en estampida, mientras el obispo y el sacristán se mantenían en un minúsculo remanente de lo que fue el coro, raspando los últimos fragmentos de pintura blanca. Un último paso de la espátula y finalmente se desprendió el remanente que quedaba. El obispo y el sacristán se precipitaron desde lo alto, cayendo sobre un mar de cuerpos que hacían lo posible por acercarse más y más hacia aquel muro. Mientras, muchos seguían subiendo las escaleras para luego ser arrojadas desde lo que quedaba del rellano por quienes les empujaban por detrás.


La locura aumentaba, transformándose en desesperación y luego en ira. Aquello que en un inicio se mostraba como un acto de Dios, comenzó a sentirse como un objeto maldito, creación demoniaca, invento de Satán. La turba se enardecía cada vez más y comenzó a lanzar todo lo que encontraba para poder destruir aquello. Fue hasta que uno de los cirios fue a dar contra la pared y parte de la cera fresca se distribuyó formando un manchón que el furor amainó ligeramente, a la vez que desató una lluvia de cirios y cera hirviente que se desparramaba sobre quienes se mantenían justo debajo de aquella creación infernal.


Poco a poco se fue cubriendo de nuevo y entre menos quedaba a la vista, más cordura les regresaba a los presentes. Cuando lo suficiente había vuelto a estar oculto como para que quienes permanecían al interiro de la parroquia pudieran escapar de su atracción, muchos corrieron de regreso a sus casas, trayendo consigo baldes de pintura, yeso, cemento o cualquier cosa que pudieran encontrar para lanzarle a cubetadas, con las manos entre alaridos, en frascos de vidrio que estallaban contra el muro. Hasta que finalmente volvió a desaparecer aquello bajo una mezcla indescifrable de colores y sustancias. Y mientras unos buscaban sobrevivientes entre los escombros y otros corrían a sus casas en shock jurando que no habían visto nada, un pequeño grupo fue tapiando la entrada de la escalera que subía al coro, para que nadie nunca pudiera volver a acercarse.

17/10/22

Salado

-Estoy maldito, te digo.

-Nah, ¿cómo crees? Solo exageras, siempre tendemos a exagerar lo que nos pasa porque no vemos lo que les pasa a otros y como solo vemos lo que nos pasa a nosotros, todo el tiempo, pues parece que nos pasan más cosas que a los demás.

-...

-No te convence, ¿verdad?

-No. Aunque sí, pues, creo que tienes razón. Vivo conmigo todo el tiempo y todo el tiempo veo que me pasan cosas y por eso sé que estoy maldito.

-Exageras, te digo.

-Pásame el encendedor. Ten. Sigue prendida.

-...

-Pero, sí estoy maldito.

-A ver... Pruébalo.

-¿Te acuerdas de esa vez que tenía que llegar al evento aquel en quién sabe dónde? Al que me ayudaste. ¿Y cómo de la nada el celular se fue a la mierda y ya no supe cómo llegar y no te pude llamar y valió verga todo?

-Ajá

-Ahí está. Estoy maldito.

-Bueno, pero eso es una cosa nada más. A todos nos pasan cosas malas de vez en cuando.

-O también. La vez que fui a hacer lo del trámite ese con el banco. ¿Te acuerdas como en la noche preparamos todo? Que hasta revisamos la lista de documentos dos veces y que todo estuviera en el folder.

-...

-¿Cómo explicas que cuando llegué allá no tenía la copia de la identificación?

-Se habrá caído en el camino

-Ajá. Seguro. Eso no explica por qué se cayó en el camino.

-Bueno, son cosas inexplicables, pero no es para tanto.

-¿Y la vez que casi me atropellan?

-¿Cuál de todas?

-¿Ves? No es posible que sea un imán de conductores idiotas

-Hay muchísimos... de hecho, es estadísticamente más...

-Más probable morir en un accidente de auto que en uno de avión, me lo has dicho muchas veces. Muchas. Muchas veces.

-Pues eso, es más probable.

-¿Cuántas veces te han casi atropellado?

-No llevo la cuenta.

-¿Más que a mí?

-Tampoco llevo esa cuenta. Pásamela. Deja la limpio.

-...

-Ten.

-¿Y cuando me asaltaron?

-¿Qué tiene? A mí también me han asaltado.

-Ajá, pero... ese día llevaba los aretes que le iba a regalar a mi jefa. Y recién había sacado la identificación. Por tercera ocasión, porque la primera se me cayó cuando fuimos a las trajineras ¿te acuerdas? Y la segunda nunca supe dónde quedó.

-Bueno, podrías haber ido con cara de nervioso y entonces el cabrón supuso que traías algo valioso y, sobres.

-Ya se acabó. ¿Sirvo más?

-Ten.

-...

-...

-Qué pendejo estoy. Ya no hay más, ¿verdad?

-Nop. Era lo último.

-...

-Wey, creo que sí estas maldito.

Ave de caza

En cuanto escuché que comenzabas a caminar por la casa, abrí un ojo y comencé a seguir tus movimientos desde la cama. Te vi ponerte la chaqueta, las botas manchadas de tierra y los lentes oscuros. Estaba casi seguro, pero aún faltaba una última confirmación, aunque a esas alturas ya te miraba con los ojos abiertos, atento y con el corazón acelerado.


Finalmente te vi tomar la escopeta y la munición. La revisaste con cuidado, asegurándote, como siempre, que no hubiera balas ni casquillos en la recámara, que no se trabara el percutor y que la mira estuviera derecha. Era claro que era hora de salir y de un salto me puse de pie y corrí emocionado hacia ti.


-¿Listo?- me preguntaste, sabiendo de antemano la respuesta. Espero con ansia durante meses este momento. Siempre estoy listo.


Salimos y el aire helado de la mañana me dio de lleno en la cara y el cuerpo, trayendo consigo infinidad de aromas, el pasto cubierto de rocío y el petricor, tónicos que bastan para que mis sentidos se agudicen al máximo y me sienta más vivo que nunca.


Comenzamos a andar e internarnos entre la vegetación. Como siempre, yo delante de ti, atento al viento y lo que en él navega. Aromas, sonidos. Siempre atento, siempre delante de ti. Somos un equipo y yo soy los ojos de lo que no puedes ver, soy los sentidos de lo que no puedes percibir.


Caminamos, caminamos, caminamos. Sin descansar. Más adentro, más lejos. Siempre atentos. Atentos al viento y sus mensajes. No sé cuanto caminamos, no me importa. En días así no existe el cansancio, solo la excitación de lograr nuestro objetivo a toda costa.


Caminamos, caminamos, caminamos.


Lo olí primero, como casi siempre. Mi cuerpo se tensó automáticamente, dejándome inamovible, mostrándote con mi mirada hacia donde voltear la tuya. 


-Perfecto- musitaste con voz casi inaudible, pero siempre te oigo. Quedé esperando.


-Ve- y fui. Como magia mi ser recuperó movilidad y, despacio, silencioso, sintiendo la hierba rozar mi cuerpo, sin distraerme con absolutamente nada, avancé. Despacio, silencioso, como una sombra, como un suspiro. Despacio, cada vez más, silencioso, casi aguantando la respiración.


La vi entre las plantas. Quieto me quedé, esperando, calculando el momento. Corrí y saltó aleteando. Un estruendo y se desplomó al suelo en espiral. Fui y con sumo cuidado la recogí. Ese sabor metálico, esa tibieza que resbala por mis colmillos, despierta algo antiguo, algo olvidado pero que ahí sigue profundo, grabado a fuego muy atrás, muy profundo, muy antiguo. Espero mi recompensa.


La llevé hasta a ti como una ofrenda. -Excelente, como siempre- Lo sé, soy excelente. Siempre lo soy y hasta el último día de mi vida lo seré. La metiste en la bolsa, me relamí los dientes y reemprendimos la marcha.


Otro estruendo. Otra ofrenda. Otro estruendo. Otra ofrenda. Otro estruendo. Otra ofrenda.


Suficiente.


-Regresemos, pasa de medio día- Yo podría seguir horas y horas, pero regresemos.


Ya en casa las sacaste y comenzaste tu labor. Yo ya hice mi parte y te toca a ti. Somos un equipo y tu eres las manos de lo que mis extremidades no pueden hacer.


Metódico, preciso, delicado. Las plumas las guardas. Dices que algún día me harás una cama nueva con ellas. La más cómoda de todas. Las vísceras las separas, las limpias con cuidado y luego las pones en una gran olla. Salimos y prendiste la leña. Es cosa de esperar.


Antes de servirte, me sirves a mí. Todas esas delicias internas, perfectamente cocidas y hoy me diste una pata entera para mi disfrute, pero te espero. Espero a que te sientes a mi lado y, después de acariciar mi cabeza, cobro mi recompensa. Cálido, húmedo, delicioso. Oigo como crujen los huesos y ese recuerdo antiguo, profundo, se apacigua.

15/10/22

Armadillo

Desde lo alto del castillo, corrí de la ventana el pestillo y vi hecho un ovillo bajo el brillo del sol amarillo lo que de lejos pensé era un zorrillo. Muy feliz estaba, pensando en cazarlo y convertirlo en un platillo siguiendo la receta al dedillo. Quizá hacerlo en caldillo de guajillo, aunque hiciera un batidillo, solomillo al ajillo o sazonado con tomillo y acompañado con bolillo. De postre, ate de membrillo comido con palillo y café con piloncillo calentado en el pocillo que podría fácilmente convertir en carajillo, o tal vez chocolate espumado con el molinillo con el que una vez casi me astillo. Bajé rápido las escaleras de tronillo mientras silbaba un tresillo de parte del estribillo de una canción del Potrillo buscando en mi bolsillo un cerillo para prenderme un cigarrillo. Abrí la puerta del pasillo y un coralillo casi me muerde en el tobillo y del susto sentí que el calzoncillo se me atoraba en el fundillo, pero rápidamente jalé el gatillo, la bala salió por el golpe del martillo y espantado se enroscó en un anillo que logré ahuyentar con el rastrillo. Corrí, casi saltando como grillo, buscando ese zorrillo, pero no fue hasta dar con aquel pillo y mientras me terminaba mi pitillo, que para mi sorpresa vi que no era tal animalillo, sino un...

14/10/22

Vacío

Desde que se había mudado a la ciudad, le gustaba explorar cada rincón, calle y barrio en búsqueda de sorpresas y lugares curiosos y pronto dedujo que conocía más sitios secretos y joyas escondidas que sus propios vecinos. Desde parques solitarios donde disfrutar las tardes panza arriba, hasta restaurantes de comida exótica, pasando por tiendas de artículos extravagantes, bibliotecas, museos y foros donde bandas excelentes solían dar conciertos a buen precio. Pero a pesar de su enorme curiosidad y disposición para investigar, había algo que aún no había tenido la oportunidad de conocer. O algo así.


Cada noche, a eso de las once y cuarto, minutos más, minutos menos, pasaba un autobús por su calle. Según la ruta que marcaba, atravesaba desde algún lugar en el sur hasta el estadio R. Rosaldo, en el extremo norte de la ciudad, completando unos 10 kilómetros de recorrido que incluía lugares icónicos como el casco antiguo de la urbe. Muchas veces lo había tomado de día y conocía el camino de cabo a rabo, pero el que transitaba por la noche le llamaba mucho la atención ya que nunca tenía pasajeros. Alguna vez le preguntó a sus vecinos para que existiá una corrida a esa hora si nadie la usaba y la respuesta le resultó insatisfactoria: “¿Quién va a querer ir hasta allá a estas horas?”. Así que se decidió a abordarlo hasta el final del trayecto, aunque tuviera que tomar un taxi de regreso a su casa.


Tan pronto se presentó un día donde pudiera trasnochar, tomó una chamarra ligera, dinero suficiente y se paró en la banqueta a esperar. El autobús arribó a las once y veintitrés y sin nadie dentro más que el chofer, como era costumbre. Subió la escalinata, pagó el importe exacto, tomó su boleo y se sentó más o menos a la mitad, junto a la ventana.


La ciudad nocturna le parecía increíble, transformada en otra totalmente distinta. La falta de transeúntes y automovilistas le permitían apreciar con más detenimiento esos detalles que le encantaba encontrar y que con la escaza iluminación adquirían un aura de misterio que le hacían volar la imaginación. Desde arte urbano sorprendente y extrañas esculturas que adornaban las esquinas de las casas, pasando por gente que caminaba en soledad con rumbos que ignoraba y antros repletos de clientes sin miedo al amanecer convertidos en islas de luz y ruido en un mar de calma.


Conforme avanzaba por la ruta le quedaba más claro que sí, ¿quién querría usar el transporte a esa hora? Por más kilómetros que pasaban, nadie lo detenía, ni siquiera quienes estaban sentados en las paradas amparados bajo las blancas luces fluorescentes. Atravesó las callejuelas del centro que a esas horas se le figuraban como un laberinto y continuó hacia el norte, a velocidad constante y deteniéndose ocasionalmente en un semáforo. En una de esas veces, notó que una pareja en una esquina le señalaban para después cuchichear entre ellos. Supuso que también habían notado la permanente ausencia de pasajeros y ver por fin a uno se les hizo algo digno de comentar.


El sueño comenzó a instalarse en su cuerpo, el viaje a parecerle demasiado largo y la recompensa por su aventura muy exigua. A lo lejos divisó el estadio que se perfilaba como una tortuga gigante con ese cielo negro amarillento de las noches metropolitanas por fondo. Casi llegaba a su destino y se preguntó si había sido mala idea llegar hasta allá, dado que las calles estaban completamente vacías, sin ningún taxi a la vista y caminar de regreso se le antojaba como algo demasiado extenuante. El autobús rodeó el estadio y finalmente se detuvo expulsando una exhalación una vez que el chofer apagó el motor.


Supo que era hora de descender, pero se resistía a hacerlo, como cuando uno se niega a abandonar la comodidad de las cobijas en las mañanas frías y nubladas. Despegó la vista de la ventana y volteó al retrovisor, en donde se encontró con una mirada fija y penetrante. Esperaba que le dijera algo, que ya se tenía que bajar, pero no sucedía nada, solo le veía en silencio. Sus ojos oscuros le parecían pozos sin fondo de los cuales no podía escapar, eran hipnóticos e inexplicablemente tranquilizadores. Así permanecieron, viéndose en el reflejo sin mover un músculo durante varios minutos que comenzaron a sentirse como horas.


Al cabo de un momento, notó que no había parpadeado ni una sola vez en todo ese tiempo y tampoco tenía claro si el conductor lo había hecho. También se dio cuenta que no sentía el aire fresco a pesar de que las ventanas estaban abiertas, más bien parecía que estaba a esa extraña temperatura donde no se percibe a menos que sople el viento. Asimismo, el silencio era el más absoluto que recordaba, pero lo que más le sorprendió es que ni siquiera escuchaba su propia respiración.


Intentó moverse sin éxito, también probó con desviar la mirada y fracasó igualmente, tal como si se hubiera convertido en roca sólida o el aire en hielo que le impedía hacer el más mínimo movimiento. Se mantuvo ahí, en ese instante estático e interminable que se hacía más largo con cada segundo que pasaba ¿o habían pasado minutos? ¿horas? ¿años? Ya no tenía noción del tiempo y concluyó que tampoco del espacio, porque por más que intentaba recordarlo, no sabía dónde estaba más allá de estar dentro de un autobús.


Se esforzó por hacer memoria y no lograba establecer cómo había llegado ahí, donde fuera que fuese ese ahí, mas era inútil. No tenía ni idea. Sin poder apartar la vista del espejo, seguía escarbando en sus recuerdos para ver que éstos se iban desvaneciendo tan pronto como los evocaba, asemejándose a un libro al que le estaban arrancando las páginas empezando por el final. Entre más atrás se remontaba, más olvidaba.


Le parecía asombroso no estar sintiendo pánico. Es más, no estaba sintiendo nada, tanto así que ni siquiera sentía su propio ser y se percató que tampoco percibía el marco permanente que formaba la orilla de sus lentes. Ni su nariz, ni sus piernas, ni sus manos que hasta hacía una fugaz eternidad había dejado descansando sobre su regazo. Por el rabillo del ojo intentó ver su figura reflejada en la ventana y al no encontrarla, terminó de esfumarse por completo.

13/10/22

Especie

Estaba muy feliz con su creación. Desde hacía ya treinta y cinco años le gustaba preparar lasaña para su cumpleaños con lo que crecía en su huerto, pero ese año en particular se había superado. Las lluvias de temporada habían sido especialmente benéficas y todo había crecido con brío y esplendor, tapizando cada centímetro con una cama de delicias.

Tal como acostumbraba, mezcló espinacas, tomates, setas y hierbas de olor frescas con pasta hecha a mano y el mejor queso de la granja vecina. Era un día especial en el que toda la familia se reuniría a visitarle y no iba a escatimar en gastos. Desde sus hijos hasta sus bisnietos, todos llegaban a la quinta que logró adquirir con el dinero de su pensión y en donde había pasado las últimas décadas criando aves de corral y perfeccionando sus habilidades para hacer germinar todo tipo de hortalizas.


La mesa estaba puesta y los comensales expectantes. Copas servidas con vino o jugo de las manzanas recién cortadas y que apenas hacía cinco años se habían incorporado al menú. La lasaña llegó al lugar de honor en el centro de la mesa mientras todos la elogiaban sabiendo que su exquisito sabor seguramente estaría más allá de lo que lograban expresar con halagos.


Un cumpleaños más celebrado con éxito, todos comieron hasta el hartazgo no sin dejar espacio para una gran rebanada de tarta de higos. Muchos pasaron la noche ahí, otros regresaron a casa. A los más pequeños siempre les gustaba quedarse y ayudar a recolectar huevos para el desayuno que acompañaban con lo que creciera de la tierra húmeda y estuviera al alcance de tijeras o navajas.


Al día siguiente todos los chiquillos salieron en tropel a ayudar con la colecta. Unos en el gallinero, otros en el huerto, todos supervisados por sus mayores y los mayores a su vez por la gran voz de la experiencia, que tras muchos años había perfeccionado sus habilidades para distinguir lo que estaba listo y lo que no y aunque poco a poco su vista comenzaba a flaquear, su tacto y olfato se mantenían perfectamente afinados.


Pasado medio día, conforme los visitantes regresaban a sus hogares, la casa comenzó a vaciarse y quedar en el silencio habitual del campo. Ya en su soledad, sintió algo extraño. Algo de dolor en el estómago, pero nada de qué preocuparse. A su edad, era más preocupante no sentir nada y más aún después de dos días de glotonería.


A kilómetros de ahí, una niña comenzó a vomitar. Le siguió su madre y su hermano mayor. Uno a uno, como fichas de dominó, todos quienes habían asistido a la fiesta comenzaron a tener dolores cada vez más fuertes, vómito y diarrea, a veces con sangre. En la granja era lo mismo, se encerró en el baño retorciéndose de dolor y sacando de su cuerpo todo lo que había comido y, de haber tenido algo más, seguramente eso habría salido también.


Todos, en sus hogares, escuelas o trabajos, pasaron por un episodio de lo más extenuante y desagradable, pero del mismo modo, todos lo atribuyeron a algo que estaba en mal estado, a la contaminación de los alimentos o a sus estómagos débiles de citadinos que no aguantaron una estadía lejos de los jabones desinfectantes y el agua purificada. Tras unas horas, parecía que todo volvía a la normalidad. Más allá de la sed, calambres y dolor de cabeza causados por la deshidratación, todos dieron por terminado el asunto.


Todos excepto quien habitaba la granja. Sabía que eso no era normal, que algo extraño había ocurrido. Supuso que era la edad y que su cuerpo ya no estaba en condiciones de atravesar opíparos banquetes, pero al no tener teléfono no podía corroborar que el resto de su familia había pasado por algo similar. Se mantuvo prestando atención a su cuerpo esperando que, entre retortijones y arcadas, le dijera que le tenía así.


El resto de ese día y la mañana que siguió parecieron normales. En la ciudad todos regresaron a sus actividades habituales dopados con antidiarreicos para evitar bochornos, pero en la granja no. No había comido nada, esperando así no enmascarar síntomas y, en ayunas, comenzó a recorrer minuciosamente cada parcela. ¿Habría sido el nuevo fertilizante? ¿Acaso alguna planta tenía una infección? ¿Fue salmonella por los huevos? Nada parecía fuera de su sitio ni novedoso, pero algo andaba mal y lo sabía.


En la ciudad, un niño se desplomó en el patio convulsionando. En su trabajo, una mujer comenzó a vomitar sangre. Un auto se estrelló contra otro en sentido contrario porque su conductor perdió el conocimiento. Como si se tratase de una bomba de relojería, cada uno comenzó a colapsar entre dolores terribles en sus riñones e hígado, con hemorragias incontrolables, alucinando o hundiéndose en el coma más profundo y repentino.


En la granja, mientras caminaba de regreso, aún con la sospecha, pero sin éxito alguno, sintió como si le hubieran atravesado el costado con una lanza en llamas. Su cuerpo exánime se desplomó mientras que el dolor le hacía apretar tanto su mandíbula que pensó que se iban a quebrar sus dientes. Comenzó a sangrar por la nariz y a sentir frío, un frío que venía de adentro, que comenzaba a esparcirse y atenazaba sus extremidades. A penas pudo incorporarse, pero la desorientación era salvaje, sentía como si llevara horas dando vueltas y no lograba ubicarse. Caminó unos pasos hasta que trastabilló con la orilla de una de las camas donde crecían una amplia variedad de alimentos y cayó encima de las acelgas que comenzaban a brotar.


Boca abajo, con la cara llena de tierra, en medio de una paradójica mezcla de agonía y entumecimiento general, vio un hongo. Y otro. Y otro. Los que había usado para la cena y el desayuno, los mismos que había comido durante años desde que, por casualidades de la naturaleza, comenzaron a brotar con las lluvias. Pero de cerca y con la claridad que ofrece el saberse en el borde del último precipicio, comenzó a notar pequeñas diferencias. Diferencias casi imperceptibles, pero que ahí estaban. Entonces, como un rayo atravesando la niebla que se iba apoderando de su mente, tuvo la revelación de que no estaba experimentando los últimos minutos de luz en soledad, sino que todos quienes habían ido hacía dos días a celebrarle le acompañarían en ese trayecto.


-Amanita phalloides- alcanzó a decir antes de que una nueva estocada en su hígado le hiciera perder el conocimiento.

Olvido

 Cuando encontré la nueva lista y me di cuenta de que era 11 me emocioné. 


¡Excelente! -me dije a mí mismo- puedo retomar exactamente donde lo dejé el año pasado y escribir el 12


Descargué la lista y comencé a idear e imaginar qué escribiría por los siguientes días. 


 Demonios, los últimos días no estaré presente para publicar -pensé- No importa, llevo una libreta y los subo después. 


 En eso estaba, con la ilusión de volver a intentarlo, de continuar, de lograrlo este año. 


 Y, oh, sorpresa, ya es 13. 

24/6/22

Soy una estrella, una entre tantas,

una entre cientos, una entre millones.


Soy una estrella que brilla en el firmamento,

una más, alumbrando las tinieblas del cosmos.


Soy una estrella, igual que las demás,

irreconocible, indistinguible.

Una más, una entre tantas, una entre todas.


Cuando me apague, no haré falta,

aunque mi luz no sobra.


Soy una estrella y con el resto

formamos galaxias, constelaciones.


Soy una estrella, única entre las demás,

y aun así, solo una estrella,

una más, una entre tantas, una entre todas.


Me formé en la oscuridad,

y a la oscuridad he de regresar.

¿Qué dejaré atrás?

¿En qué me transformaré?


Soy una estrella, solo eso.

Una estrella.


27/5/22

Hace tanto que no paso por aquí. Mucho, mucho tiempo. Lo que he escrito aquí condensa mi biografía, quien soy y quien he sido, es producto de momentos que me han marcado, buenos, malos, milagrosos, inesperados, inexplicables, pero tan intensos que la única salida que he encontrado ha sido escribir. 

Se que la mayoría de las miradas que han llegado a este espacio, si no es que todas, me conocen. Saben quién soy. Yo no escribí para esas personas, aunque sí haya textos con dedicatoria, pero son los menos. Y es que a veces me avergüenza saber que quienes me conocen leen esto. Algunas cosas porque simplemente quisiera mantenerlas privadas para ciertos círculos, otras por alguna extraña clase de modestia y otras más tirándole a la humillación. Porque aquí he escrito sin censura, aunque crípticamente, de tantas, tantas cosas, tan íntimas, tan mías, exponiéndome al mundo de manera anónima, aunque al final ese anonimato sea más una mentira que me cuento o al menos una verdad a medias. 

Mucho de lo que está escrito aquí lo escribí con el anhelo de que alguien lo leyera. Y cuando digo alguien me refiero a alguien que yo no conociera ni que me conociera, un alguien anónimo y pasajero que, por casualidad, encontrara este espacio y leyera lo que he escrito en él. Con la esperanza de que entendiera, que pudiera ver entre líneas lo que había debajo de cada texto, que entendiera, que me entendiera, a la vez que yo, de alguna manera, le dejara algo, una semilla, una idea, un consejo, un “yo siento lo mismo, que bueno no ser la única persona”. La mayoría lo he escrito por necesidad, por escape, para arrancar de mi alma lo que sea que estuviera ahí rondando sin cesar mi mente, esperando que ese alguien lo leyera y me dijera sin decirme (porque no tendría manera de saber quién soy ni yo de saber quien es): “hey, te entendí, de verdad te entendí y aquí estoy”. 

Hoy leo y releo y hay cosas que ya no entiendo ni yo. Otras que sí, que las marcas fueron tan profundas que, con el pasar de las frases, vuelven a mi recuerdos y sensaciones de mucho tiempo atrás. No obstante, me identifico, puedo rastrearme, reconstruirme, seguir los pasos que he dado que me han llevado desde ese primer post a este, lo mucho que he cambiado, lo mucho que ha cambiado mi vida, el camino tan extraño que he tomado y el cual constantemente me hace decir “bueno, veamos que pasa si sigo andando por aquí”.

Hoy ya no escribo tanto. Será que las cosas ya no me afectan como antes. Será que ahora me abro más y hablo de lo que siento y pienso en vez de dejarlo ahí, añejándose, acumulando presión hasta que estalla. No lo sé. Pero heme aquí de nuevo, escribiendo esto que sabe más a despedida que a otra cosa. 

No sé si este será lo último que suba. Mi vida tiende a dar muchas vueltas imprevistas y, quien sabe, en una de esas este vuelve a ser mi refugio, mi diario, mi escaparate y mi grito de auxilio. Quien sabe. Lo averiguaré eventualmente, supongo. 

Hasta entonces, gracias por leer. 

NW. T. F.

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