26/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte III.

De las paredes blancas pero menos percudidas que las que dan al exterior, cuelgan decenas de daguerrotipos y  fotos, algunas en blanco y negro, otras en sepia y solo algunas pocas a color. En ellas se ven personas y lugares irreconocibles, sin dejar claro si ha sido la Tía Irene la que las ha capturado o no. Algunos retratos, a juzgar por el parecido de las facciones, dejan ver a los hermanos o al menos familiares cercanos de la Tía, mostrando pequeños niños las más recientes. Los marcos cuelgan endebles de clavos oxidados, acumulando telarañas y polvo. Entre todas las fotos hay una muy vieja de la Tía Irene; poco a poco ha ido desvaneciéndose hasta quedar de un misterioso gris translúcido donde la imagen central se ha ido difuminando y perdiendo el contorno, fundiéndose con el fondo del cual ya no se distingue nada como si de un cuadro de Renoir se tratara. En ella se le ve usando un vestido muy grande y elaborado, con una sonrisa franca pero sutil, como intentando competir con la Gioconda. Su cabello se ve más largo pero no se ve oscuro, los detalles de la cara son difíciles de distinguir pero no cabe duda de que es ella por la mirada, esos ojos profundos y oscuros, como un pozo sin fondo, sin embargo brillantes y llenos de vida. Claro está que al preguntar la fecha, el motivo o el lugar de la foto la respuesta es la misma a toda pregunta que se le haga a la Tía. Si bien es difícil distinguir las facciones de la mujer del retrato, algo en ella la hace ver hermosa, como una estrella de cine o la musa de algún poeta, y aún cuando La Tía Irene carga con muchos inviernos, uno puede percatarse que debajo de esa piel estirada por tanto sonreír y esos cabellos tan blancos como la cal, aún lleva consigo rastros de aquella antigua belleza embelesadora, dejando una incógnita más sobre su pasado al no tenerse ningún dato de algún marido o pretendiente que hubiese llegado a tener.

Normalmente es hasta ahí donde llega la gente que alguna vez ha entrado a su casa. Lo más probable es que una invitación a sentarte en uno de los disímiles sofás y a beber una taza de café o un vaso con agua terminen con el recorrido por la casa. A pesar del sofocante ambiente tropical que reina fuera de su morada, el delicioso frescor del interior permite e incluso sugiere las bebidas calientes y si bien la Tía es reservada e incluso un poco esquiva con los temas de su pasado, en la comodidad de su sala y lubricada la garganta con aquel amargo brebaje humeante, la plática con ella puede extenderse amenamente durante horas, incluso de los temas mundiales más recientes ya que siempre le ha gustado mantenerse informada de lo que sucede más allá de los límites del pueblo. Uno podría pasar días enteros platicando y bebiendo café en aquella sala vigilada por decenas de caras congeladas en el tiempo, o al menos hasta que el entumecimiento de las piernas o el hambre ataquen, ya que el bagaje de temas que ella posee es tan amplio como la mente humana pueda abarcar.

La sala tiene otra salida en la misma pared que la que da hacia el recinto del altar, pero en el otro extremo. Esta otra está bloqueada por una puerta abatible que da a una pequeña habitación, un poco más espaciosa que el recibidor. Este cuarto funge como cocina y cuenta con una pequeña mesa rectangular de madera y patas metálicas. Tiene un mantel de vinilo a cuadros de color claro y carcomido de las orillas y sobre de esta hay un pequeño salero que siempre está más o menos a la mitad y un azucarero de barro negro con una cuchara de plástico rojo. La mesa sólo cuenta con dos sillas, igual de austeras y simples que la mesa y que reposan una en cada cabecera de la misma. La Tía siempre se sienta en la silla más cercana a la puerta, de frente a la pequeña estufa de gas verde olivo que antes fuera una estufa metálica de hierro que funcionaba a base de petróleo y que todavía más hacia al pasado fue un humilde fogón de leña, de lo que únicamente queda el rastro de lo que antes fuera una campana que dirigía el humo al exterior para así no inundar el resto de la casa. Junto a la estufa, se halla un pequeño refrigerador de color crema, ligeramente más alto que la estufa, el cual guarda en su interior algunas frutas y verduras que no durarían más de un par de días a temperatura ambiente, una jarra con agua para mantenerla fresca, un cartón de leche, un poco de queso y otros ingredientes como lo son carne o pollo; y de vez en cuando un poco de sobras de comida. Sobre de este y la estufa, adosados a la pared, se encuentran algunos estantes donde descansan platos, vasos, sartenes, ollas y demás enseres propios de la cocina. Sobre de estos, en otra repisa, se encuentran latas varias, aceite, bolsas de arroz, azúcar, sal, pasta y frijoles, un trío de especieros,  un paquete de café y de vez en cuando una caja de galletas. Ella disfruta del pan dulce fresco y las tortillas recién hechas, por lo que casi a diario baja al pueblo a comprar una pieza de pan y unas cuantas tortillas para el día, y debido a esto, rara vez se encontrará un pan endurecido o una tortilla tiesa dentro de aquella casa.

19/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte II.

Es ciertamente un honor el poder entrar a su hogar donde el tiempo se ha detenido por completo. Lo primero que uno percibe al entrar es la frescura del ambiente comparada con el intenso calor del exterior, siendo un alivio que reconforta el ánimo después de largo tiempo caminando bajo el Sol inclemente del trópico. Lo segundo que invade los sentidos es el silencio. Si bien en el exterior no hay más sonidos que los del viento meciendo las hojas de los árboles, los pájaros canturreando y otros ruidos propios de la naturaleza, dentro de la casa el mundo enmudece por completo. Mas no es un silencio pesado parecido al que reina en los funerales o uno que deje la urgencia de sonido cómo cuando uno no sabe de que manera continuar una conversación; es más un silencio místico, similar al que reina dentro de un templo o de una cueva profunda, e igual de placentero al que deja una sinfonía al terminar. Un silencio acogedor, tranquilizante, denso y palpable, pero no opresivo ni tenso, sino parecido a un abrazo desde todos los ángulos que llena los oídos de música imaginaria, donde uno puede escuchar a Dios hablarle al oído y hasta el más mínimo suspiro se oye tal si fueran las olas rompiendo contra un acantilado. Los que han entrado simplemente se detienen durante unos instantes a escuchar ese sonido maravilloso que es la absoluta mudez del mundo, el cual entra por cada uno de los poros llenando el cuerpo y la mente de un vacío temporal donde todos los universos cabrían. Sin embargo pronto desaparece esa impresión de total aislamiento del cosmos ya que, al acostumbrarse los ojos a la tenue luz del interior, los objetos comienzan a tomar forma y color, regresando uno al mundo terrenal.

Una vez repuesto de la impresión inicial, uno podrá hallarse frente a un altar modesto que ilumina todo el pequeño espacio del recibidor impregnando el aire con aromas florales y a cera caliente. Al centro se encuentra una gran imagen de alguna de las tantas advocaciones de la Virgen, aunque siendo sinceros, nadie ha logrado identificar de cual se trata y la respuesta a dicha pregunta recibe aquella mirada que pocos pueden soportar por más de unos momentos. Rodeando dicha imagen se encuentran otras de menor tamaño de varios Santos, Ángeles y otras variantes de la Virgen. El altar está permanentemente alumbrado con veladoras, siendo el gasto más importante que la Tía Irene tiene. Nadie sabe con certeza cómo es que ella solventa sus gastos ya que a su edad difícil es que tenga algún empleo, lo que genera muchas sospechas y rumores. Algunas personas son realistas y dicen que ha de tener algún familiar que le envíe dinero, que el gobierno le ayuda o que simplemente ella es inmensamente rica; aún cuando jamás se le ha visto ir a un banco. Otros especulan sobre un tesoro escondido, pactos con el diablo e inclusive, apelando a su infinita sabiduría, cuentan que ella posee el secreto de los grandes alquimistas o la receta de la piedra filosofal.

Ese cuarto iluminado por las débiles llamas que bailan al abrir la puerta de entrada tiene únicamente una salida hacia la izquierda, la cual conduce a una habitación rectangular que funge como sala de estar, adornada con tres sofás de tapizados dispares que hacen un rectángulo al centro de la habitación. Una fina capa de polvo que no importa cuanto se limpie siempre estará presente, recubre la estancia restándole brillo a los colores de todo cuanto se halla dentro de la habitación. Este es polvo de tiempo pasado, no de suciedad, por lo que no hay manera de quitarlo con un trapo o un plumero. Cuando el amanecer con sus primeros rayos luminosos se cuela por alguno de los agujeros roídos por la polilla de las cortinas color verde pastel, pareciese que las partículas de los años pulverizados, bailando y girando en el aire, fuesen miles de estrellas viajando a velocidades vertiginosas por el espacio. Del techo cuelga un solo bombillo incandescente que nadie nunca ha visto encendido tras las cortinas por lo que está presumiblemente fundido o no hay necesidad de encenderlo ya que la Tía no tendría motivo alguno de andar paseándose por su casa durante la noche.

Una mesita de centro de forma elíptica sostiene un florero de cristal biselado incoloro lleno de agua clara que da vida a una única flor blanca, lo único que parece aún mantenerse con vida dentro del cuarto. Esparcidas por el lugar hay otras tres mesas pequeñas, todas de diseño diferente. Hay una redonda de una sola pata central que está en uno de los ángulos formados por los sillones, sostiene una lámpara cuya pantalla bordada con barquitos surcando las aguas ha perdido la mayoría de los flecos que colgaban de sus orillas; otra mesa, redonda pero de cuatro patas que parecieran estar dobladas hacia el interior por el peso y que está justo debajo de los cordones para correr las cortinas, tiene una carpeta tejida sobre la cual descansa un teléfono azul oscuro de disco, el cual denota que no ha sido usado para marcar en mucho tiempo ya que los números a penas son visibles tras la suciedad acumulada; y la tercera mesa pegada a la pared cerrando el rectángulo de sillones es cuadrada y de patas rectas, sostiene una pequeña televisión de antenas sobre de la cual se encuentra siempre el control remoto y un pequeño ángel de porcelana.

12/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte I

Ella vive en un pueblito caluroso en medio de ninguna parte dónde la conocen como la Tía Irene, tía de todo el pueblo, ya que nunca tuvo hijos propios por lo que se encargaba de cuidar a todos los demás. Todos la conocen y le tienen un respeto mezclado con amor y admiración sin olvidar un poco de temor ya que ella sabe todo lo que hay que saber acerca de la vida e incluso algunos dicen que sabe más que eso. Nadie en el pueblo, ni siquiera ella, sabe cuantos años tiene, sólo saben que ha estado ahí desde que tienen memoria. Tanto tiempo ha estado de visita en el mundo que ha recorrido todos los rincones del país sin olvidar ni un solo pueblo o caserío por pequeño o recóndito que sea; visitó lugares dónde no se habla nuestro idioma, dónde la lluvia se invoca con cánticos y dónde aún hay espíritus rondando en los bosques ayudando a encontrar el camino de vuelta a casa a aquellos que sepan llamarlos. Por eso lo sabe todo y más, aunque rara vez habla de aquellos conocimientos secretos e inteligibles a la mayoría de las personas comunes. Cuando alguien le pregunta sobre sus viajes o su vida, simplemente mira a la persona fijamente sus ojos, como intentando transmitir sus milenarios conocimientos a través del pensamiento y, si las personas pudiesen mantener la mirada puesta más de unos instantes en aquellos ojos oscuros, tal vez podrían adquirir algo de su saber.

Para llegar a su casa hay que subir una cuesta no muy empinada, pero que al calor del mediodía parece interminable. Al inicio de la subida se encuentra un pequeño parque de hierba crecida donde habitan algunos juegos infantiles de pintura descascarada y carcomidos por el óxido que rompen su tranquilo silencio cuando el viento los mueve y los hace rechinar tal si fuera una orquesta de cigarras. Más arriba varias casas bordean el camino empedrado que resuena cuando alguien lo sube con zapatos de suela dura, creando una reverberación similar al sonido de los cascos de un caballo paseando con parsimonia y sacudiéndose las moscas con su larga cola. Sólo los pasos de las personas rompen el delicioso silencio que reina en ese lugar y que llena el cálido aire cargado de finas partículas del ayer. El frente de las casas está parcialmente oculto tras las plantas que adornan sus fachadas, como enredaderas que en la época de lluvias dan flores de mil colores y algunas palmeras que, haciendo eco de la tranquilidad del ambiente, decidieron frenar su crecimiento quedándose pequeñas en comparación con sus hermanas de los selváticos confines que van más allá de las orillas del pueblo.

La última casa de la calle es la suya, una construcción de la que ya no puede saberse su edad. De sus paredes hechas de adobe pintadas de un blanco que ha visto más amaneceres que los que alguien pueda contar, azotadas por el sol y el viento, nacen vigas de tronco que se asoman tímidamente no más de cuarenta centímetros, suficiente para que de vez en vez algún ave se pose a descansar las alas. El techo de dos aguas está cubierto de tejas viejas y descoloridas, pero que se han mantenido en su lugar a pesar de las tantas tormentas que más de una vez hicieron que los aleros de los tejados se volvieran cascadas y la tranquila calle empedrada un río turbio de aguas salvajes arrastrando todo lo que estuviese a su paso. Arañas hacen sus volátiles casas en las esquinas, aprovechando la oquedad que se forma al terminar el techo. Una reja escueta más por decoración que por necesidad, rodea un jardín frontal de poca extensión donde el pasto siempre se mantiene corto y verde sin traspasar ni por equivocación el pequeño camino de tierra que lleva del enrejado al gran portón principal de madera carcomido por polillas. Un único ventanal adornado con un poco de herrería que cubre casi toda la extensión del muro, cuyas delgadas y translúcidas cortinas siempre permanecen cerradas, hace de compañero a la puerta en la fachada.

Más allá de la casa la civilización muere abruptamente. El camino empedrado sigue subiendo un par de metros hasta que las piedras se convierten en terracería para luego llenarse de manchones herbarios hasta desaparecer tragado por la vegetación. Hacia arriba sólo hay monte y milpas, verdor interminable que exhala vida durante todo el año. En las mañanas y días de lluvia desaparece tragado en la neblina que se posa sobre su cima como el velo sobre el rostro de una novia, la cual se va levantando a medida que el Sol sale por detrás; y en los despejados atardeceres de Octubre, resplandece con los mil colores nacidos del disco áureo. Entre los árboles que crecen más allá de los sembradíos habitan aves de plumajes iridiscentes que alegran las mañanas con sus canticos y alabanzas a la Madre Tierra y en las noches de verano se cubren de millares de pequeñas luciérnagas, estrellas titilantes acompañadas de un coro de grillos e insectos afines, un espectáculo de luz y sonido mejor que cualquiera creado por el hombre.

A pesar de que la Tía Irene es conocida por su enorme amabilidad y generosidad, deja entrar gente a su casa con muy poca frecuencia, por lo que es más probable encontrarla caminando usando su habitual vestido azul rey, medias de color negro, zapatos negros y bajos similares a los que usan las niñas en el colegio y un suéter tejido color crema ya sea en la plaza del pueblo  recordando los viejos tiempos cuando eran carretas y no autos el medio de transporte habitual o comprando algunos enseres en el mercado, saludando a todas las vendedoras con familiaridad y preguntando sobre sus hijos o nietos dado el caso, ya que ella recuerda sin falla los nombres y los parentescos de todos en el pueblo. Siendo así, pocos has sido los que han ido más allá de la antiquísima puerta de madera que impide majestuosa y callada el traspaso del portal. 

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