4/1/20

Reloj de manecillas [La generación del Apocalipsis IV]

Se sugiere leer performáticamente.

Ahora que inicia (o no…) una nueva década, pareciera como si de pronto me hubiera hecho consciente del paso del tiempo. No tanto como si no estuviera al tanto de que se hace de noche, que a cierta hora hay que despertar o salir y que la comida debe estar en la estufa por unos minutos; sino el paso del tiempo en un sentido un poco más filosófico (¿filosófico?), en tanto cambio, en tanto motor del movimiento, aquello que permite que las cosas pasen (¿O es que el tiempo pasa porque pasan cosas?)

(Breve paréntesis: leyendo una novela [La Montaña Mágica de Thomas Mann] encontré una hermosa reflexión sobre el tiempo que, tristemente, cada vez aplica menos en nuestra época [aunque retomaré esto más adelante]. El libro fue escrito a principios del siglo XX, cuando los relojes de manecilla eran la norma y desde ahí se plantea que, en tanto se medía el tiempo a partir del movimiento de las manecillas, en realidad, medíamos el tiempo no en sí mismo, sino a través del espacio y la distancia recorrida por las manecillas en éste. A su vez, cuando algo queda lejos, pero no sabemos exactamente qué tanto, solemos decir que está a cierto tiempo de distancia. Así, medimos el tiempo en distancia y la distancia en tiempo. Espacio-Tiempo. Thomas Mann seguro habrá estado al tanto de los postulados de la Relatividad General)

El tiempo trae consigo cambios, cambios pequeños y cambios profundos, coyunturas, rupturas, revoluciones… Y el siglo XX fue uno de los más complejos en ese sentido.

Durante ese siglo, la generación de nuestros bisabuelos (asumamos que todos somos millenials, y que nacimos entre la década de los ochenta y noventa) y la generación de nuestros abuelos tuvieron un quiebre jamás antes visto en la historia de la humanidad. La revolución tecnológica sumada a la revolución del pensamiento, ideológica y política desatada en occidente tras las guerras mundiales implicó que, de pronto, todo aquel modo de vida que nuestros bisabuelos habían construido a partir de lo que sus padres (y los padres de sus padres, y los padres de los padres de sus padres) les habían enseñado, colapsó de pronto. No es que no hubiera habido cambios radicales o revoluciones antes, pero es que lo que sucedió a mediados del siglo XX fue un cataclismo. Absolutamente todo se derrumbó. Los discursos, las ideologías, las ideas, todo se puso en duda (he ahí la posmodernidad).

Nuestros abuelos entonces se dedicaron a destruir lo que los bisabuelos habían propuesto, ese mundo desapareció y surgió uno nuevo, basado en nuevos ideales, nuevos objetivos, nuevas prácticas. Ahí nacen nuestros padres, nacen en el mundo nuevo, el mundo ideal y de abundancia del Estado de Bienestar, el mundo donde todo era posible al haberse roto las cadenas del pasado. De pronto nace una sociedad ávida de consumir, de generar dinero y riqueza, de excesos, de libertad total. Pulvericen el tradicionalismo, muerte a lo conservador, revolución sexual, drogas, punk y psicodelia, Andy Warhol, arte contemporáneo, performance, un mundo en Technicolor. Pero a su vez hay un mundo conservador, un mundo con el ideal del progreso material (pero ya no social), superación personal, éxito individual, millonarios, tener trabajo, casa, auto y familia, ser el mejor, competitividad. Surreal, pero funcionaba.

(Tal vez por esa misma surrealidad, esa época sigue siendo la predilecta para ambientar las películas de cine de arte…)

A partir de ahí, durante unas cuantas décadas se modeló un mundo cuya más grande maldición es que convenció a la humanidad de que no existen otras posibilidades fuera de él, que no se puede “vivir bien” si no es con trabajo, con casa, con dinero, con objetos, electrodomésticos, comida enlatada… Hasta para mí, pecando de honesto, si bien escribo y si bien racionalmente sé que “vivir bien” es una idea totalmente arbitraria, no me concibo viviendo de otra manera…

Sin embargo, ahora que poco a poco a nosotros nos está tocando hacernos cargo del mundo, nos estamos empezando a dar cuenta de que no podemos continuar con aquel camino que trazaron nuestros abuelos y siguieron nuestros padres. Aquel mundo ideal que en que ellos crecieron y que creyeron que sería el mejor para nosotros y que nos educaron en función de él, para alcanzarlo, para lograrlo. Ese mundo, de pronto, se erige (o más bien se hunde) como un precipicio, como el fin del camino.

Locura. Incertidumbre. Soledad. Violencia. Destrucción. Extinción. Muerte.

Pareciera que aquel mundo ideal no era más que la espiral al infierno, como si fuéramos adictos a la heroína. El camino no es camino.

(Pero esto no es para culpabilizar ni señalar. Los que nos precedieron de verdad creyeron en ese futuro, es el futuro que se construyeron al ver como se desmoronaba su presente, al destruir a martillazos y con bombas atómicas su pasado. Por un momento, por dos generaciones, ese mundo era el mayor logro, la posibilidad de libertad y felicidad para todos. Lo habíamos conseguido como especie, la cúspide… pero el brillo era demasiado y no lograron ver que ese destello era más bien un tren a toda velocidad a punto de arrollarlos. No es su culpa. No es culpa de nadie. Tener esperanza en un futuro mejor cuando el mundo acaba de ser destruido es lo más sensato. Ser educados para vivir en la utopía y actuar en consecuencia es comprensible. No, no es culpa de nadie. Estamos aprendiendo como especie.)

A nosotros nos están cediendo poco a poco las riendas de un caballo desbocado. El problema es que lo que nos dejaron se ha empezado a revelar como un espejismo y, detrás de él, siguen las ruinas de aquel mundo destruido hace más de sesenta años. El cataclismo fue tan brutal, la desesperación tal, que llevó a aquellos a alucinar, a negarse a ver, a enloquecer, y educaron a sus hijos dentro de esa alucinación histérica multicolor. Pero en nuestro caso, se ha empezado a desvanecer, develando el horror que siempre se mantuvo en el fondo. Se acabó el viaje, de regreso al mundo real.

Vemos como de pronto hay una enorme necesidad de pasado, de regresar a aquel mundo que nuestros abuelos demolieron. El retorno a lo orgánico, a lo natural, a lo artesanal. ¡Y de pronto, en nuestros celulares podemos poner un reloj de manecillas y medir el tiempo a través del espacio, rechazando los relojes digitales que, en su momento eran el gran logro, la democratización de la medida del tiempo al evitar el tener que interpretar la disposición de las manecillas en tiempo transcurrido y solo leer números! ¡Retornamos al pasado, rechazando el presente utópico! ¡Es simplemente glorioso en todo el sentido de la palabra!

Es que el mundo se destruyó (porque queramos o no, sin romanticismos, occidente controla el mundo desde hace unos cuantos siglos) y le tomó a la humanidad dos generaciones empezar a salir del estupor y plantearse realmente qué demonios hay que hacer ahora. Pero, por si fuera poco, ha pasado tanto tiempo que reconstruir aquel pasado es imposible. En nuestra alucinación colectiva hicimos tantas cosas que es imposible retroceder. Aceleramos tanto para huir del horror lo más rápido posible que ahora no podemos frenar. Ahora todo cambia en un abrir y cerrar de ojos, todo es tan veloz que ha perdido definición, las formas se mezclan, nada es claro, todo es todo, interconexión total.

¡Y es que hasta desapareció la idea de que la humanidad es la especie superior! Ahora nos estamos dando cuenta de nuestra irrelevancia frente al cosmos. Somos un animal más en esta nave espacial que se mueve a velocidades inconcebibles a través de distancias inimaginables a la que llamamos Tierra.

Entonces nos agarramos de lo que sea, para dar un poco de sentido a lo que nos rodea. Los likes en Facebook, las reproducciones en YouTube, las fiestas a las que hemos ido, lo que no hacemos, lo que no apoyamos, lo que compramos, lo que tenemos, lo que aparentamos. Porque nada es claro, nada tiene un valor preciso ni permanente, pero de algo nos tenemos que agarrar, aunque sea efímero, aunque sea irrelevante, pero nos da un poco de certeza, de cotidianidad, un lugar en un universo cada vez más amplio.

Pero a pesar de todo, hay quienes siguen corriendo locamente hacia un “arriba y adelante” que cada vez se ve más y más imposible, lejano… Y es que no es que ya hayamos despertado del sueño, sino que a penas estamos abriendo los ojos. Estamos aún medio dormidos, pidiendo cinco minutos más. Pero es inevitable que, finalmente, esas ultimas trazas de ensoñación de difuminen y nos dejen tumbados, con los ojos cerrados, rehusándonos a abrirlos, pero sin más remedio que aceptar que todo fue un viaje onírico (o psicotrópico) y que tenemos que ponernos a trabajar, ahora sí, en construir (en tanto reconstruir es una imposibilidad) una nueva realidad.

¿Cuándo terminaremos de despertar? La distancia es larga, el camino por recorrer extenso, y no sabemos qué tanto, al grado que sólo lo podemos medir en el tiempo que nos va a tomar hacerlo… entonces, ¿Cuántos años, cuantas generaciones se necesitarán? No lo sé. Espero que no tardemos tanto y que colonizar Marte (porque va a pasar) no sea otro paso en nuestro delirio y deseo irrefrenable de escapar de la aterradora incertidumbre.

Y cuando el reloj despertador de manecillas sonó, el Apocalipsis seguía ahí.

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