12/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte I

Ella vive en un pueblito caluroso en medio de ninguna parte dónde la conocen como la Tía Irene, tía de todo el pueblo, ya que nunca tuvo hijos propios por lo que se encargaba de cuidar a todos los demás. Todos la conocen y le tienen un respeto mezclado con amor y admiración sin olvidar un poco de temor ya que ella sabe todo lo que hay que saber acerca de la vida e incluso algunos dicen que sabe más que eso. Nadie en el pueblo, ni siquiera ella, sabe cuantos años tiene, sólo saben que ha estado ahí desde que tienen memoria. Tanto tiempo ha estado de visita en el mundo que ha recorrido todos los rincones del país sin olvidar ni un solo pueblo o caserío por pequeño o recóndito que sea; visitó lugares dónde no se habla nuestro idioma, dónde la lluvia se invoca con cánticos y dónde aún hay espíritus rondando en los bosques ayudando a encontrar el camino de vuelta a casa a aquellos que sepan llamarlos. Por eso lo sabe todo y más, aunque rara vez habla de aquellos conocimientos secretos e inteligibles a la mayoría de las personas comunes. Cuando alguien le pregunta sobre sus viajes o su vida, simplemente mira a la persona fijamente sus ojos, como intentando transmitir sus milenarios conocimientos a través del pensamiento y, si las personas pudiesen mantener la mirada puesta más de unos instantes en aquellos ojos oscuros, tal vez podrían adquirir algo de su saber.

Para llegar a su casa hay que subir una cuesta no muy empinada, pero que al calor del mediodía parece interminable. Al inicio de la subida se encuentra un pequeño parque de hierba crecida donde habitan algunos juegos infantiles de pintura descascarada y carcomidos por el óxido que rompen su tranquilo silencio cuando el viento los mueve y los hace rechinar tal si fuera una orquesta de cigarras. Más arriba varias casas bordean el camino empedrado que resuena cuando alguien lo sube con zapatos de suela dura, creando una reverberación similar al sonido de los cascos de un caballo paseando con parsimonia y sacudiéndose las moscas con su larga cola. Sólo los pasos de las personas rompen el delicioso silencio que reina en ese lugar y que llena el cálido aire cargado de finas partículas del ayer. El frente de las casas está parcialmente oculto tras las plantas que adornan sus fachadas, como enredaderas que en la época de lluvias dan flores de mil colores y algunas palmeras que, haciendo eco de la tranquilidad del ambiente, decidieron frenar su crecimiento quedándose pequeñas en comparación con sus hermanas de los selváticos confines que van más allá de las orillas del pueblo.

La última casa de la calle es la suya, una construcción de la que ya no puede saberse su edad. De sus paredes hechas de adobe pintadas de un blanco que ha visto más amaneceres que los que alguien pueda contar, azotadas por el sol y el viento, nacen vigas de tronco que se asoman tímidamente no más de cuarenta centímetros, suficiente para que de vez en vez algún ave se pose a descansar las alas. El techo de dos aguas está cubierto de tejas viejas y descoloridas, pero que se han mantenido en su lugar a pesar de las tantas tormentas que más de una vez hicieron que los aleros de los tejados se volvieran cascadas y la tranquila calle empedrada un río turbio de aguas salvajes arrastrando todo lo que estuviese a su paso. Arañas hacen sus volátiles casas en las esquinas, aprovechando la oquedad que se forma al terminar el techo. Una reja escueta más por decoración que por necesidad, rodea un jardín frontal de poca extensión donde el pasto siempre se mantiene corto y verde sin traspasar ni por equivocación el pequeño camino de tierra que lleva del enrejado al gran portón principal de madera carcomido por polillas. Un único ventanal adornado con un poco de herrería que cubre casi toda la extensión del muro, cuyas delgadas y translúcidas cortinas siempre permanecen cerradas, hace de compañero a la puerta en la fachada.

Más allá de la casa la civilización muere abruptamente. El camino empedrado sigue subiendo un par de metros hasta que las piedras se convierten en terracería para luego llenarse de manchones herbarios hasta desaparecer tragado por la vegetación. Hacia arriba sólo hay monte y milpas, verdor interminable que exhala vida durante todo el año. En las mañanas y días de lluvia desaparece tragado en la neblina que se posa sobre su cima como el velo sobre el rostro de una novia, la cual se va levantando a medida que el Sol sale por detrás; y en los despejados atardeceres de Octubre, resplandece con los mil colores nacidos del disco áureo. Entre los árboles que crecen más allá de los sembradíos habitan aves de plumajes iridiscentes que alegran las mañanas con sus canticos y alabanzas a la Madre Tierra y en las noches de verano se cubren de millares de pequeñas luciérnagas, estrellas titilantes acompañadas de un coro de grillos e insectos afines, un espectáculo de luz y sonido mejor que cualquiera creado por el hombre.

A pesar de que la Tía Irene es conocida por su enorme amabilidad y generosidad, deja entrar gente a su casa con muy poca frecuencia, por lo que es más probable encontrarla caminando usando su habitual vestido azul rey, medias de color negro, zapatos negros y bajos similares a los que usan las niñas en el colegio y un suéter tejido color crema ya sea en la plaza del pueblo  recordando los viejos tiempos cuando eran carretas y no autos el medio de transporte habitual o comprando algunos enseres en el mercado, saludando a todas las vendedoras con familiaridad y preguntando sobre sus hijos o nietos dado el caso, ya que ella recuerda sin falla los nombres y los parentescos de todos en el pueblo. Siendo así, pocos has sido los que han ido más allá de la antiquísima puerta de madera que impide majestuosa y callada el traspaso del portal. 

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