19/5/14

La Casa de la Tía Irene. Parte II.

Es ciertamente un honor el poder entrar a su hogar donde el tiempo se ha detenido por completo. Lo primero que uno percibe al entrar es la frescura del ambiente comparada con el intenso calor del exterior, siendo un alivio que reconforta el ánimo después de largo tiempo caminando bajo el Sol inclemente del trópico. Lo segundo que invade los sentidos es el silencio. Si bien en el exterior no hay más sonidos que los del viento meciendo las hojas de los árboles, los pájaros canturreando y otros ruidos propios de la naturaleza, dentro de la casa el mundo enmudece por completo. Mas no es un silencio pesado parecido al que reina en los funerales o uno que deje la urgencia de sonido cómo cuando uno no sabe de que manera continuar una conversación; es más un silencio místico, similar al que reina dentro de un templo o de una cueva profunda, e igual de placentero al que deja una sinfonía al terminar. Un silencio acogedor, tranquilizante, denso y palpable, pero no opresivo ni tenso, sino parecido a un abrazo desde todos los ángulos que llena los oídos de música imaginaria, donde uno puede escuchar a Dios hablarle al oído y hasta el más mínimo suspiro se oye tal si fueran las olas rompiendo contra un acantilado. Los que han entrado simplemente se detienen durante unos instantes a escuchar ese sonido maravilloso que es la absoluta mudez del mundo, el cual entra por cada uno de los poros llenando el cuerpo y la mente de un vacío temporal donde todos los universos cabrían. Sin embargo pronto desaparece esa impresión de total aislamiento del cosmos ya que, al acostumbrarse los ojos a la tenue luz del interior, los objetos comienzan a tomar forma y color, regresando uno al mundo terrenal.

Una vez repuesto de la impresión inicial, uno podrá hallarse frente a un altar modesto que ilumina todo el pequeño espacio del recibidor impregnando el aire con aromas florales y a cera caliente. Al centro se encuentra una gran imagen de alguna de las tantas advocaciones de la Virgen, aunque siendo sinceros, nadie ha logrado identificar de cual se trata y la respuesta a dicha pregunta recibe aquella mirada que pocos pueden soportar por más de unos momentos. Rodeando dicha imagen se encuentran otras de menor tamaño de varios Santos, Ángeles y otras variantes de la Virgen. El altar está permanentemente alumbrado con veladoras, siendo el gasto más importante que la Tía Irene tiene. Nadie sabe con certeza cómo es que ella solventa sus gastos ya que a su edad difícil es que tenga algún empleo, lo que genera muchas sospechas y rumores. Algunas personas son realistas y dicen que ha de tener algún familiar que le envíe dinero, que el gobierno le ayuda o que simplemente ella es inmensamente rica; aún cuando jamás se le ha visto ir a un banco. Otros especulan sobre un tesoro escondido, pactos con el diablo e inclusive, apelando a su infinita sabiduría, cuentan que ella posee el secreto de los grandes alquimistas o la receta de la piedra filosofal.

Ese cuarto iluminado por las débiles llamas que bailan al abrir la puerta de entrada tiene únicamente una salida hacia la izquierda, la cual conduce a una habitación rectangular que funge como sala de estar, adornada con tres sofás de tapizados dispares que hacen un rectángulo al centro de la habitación. Una fina capa de polvo que no importa cuanto se limpie siempre estará presente, recubre la estancia restándole brillo a los colores de todo cuanto se halla dentro de la habitación. Este es polvo de tiempo pasado, no de suciedad, por lo que no hay manera de quitarlo con un trapo o un plumero. Cuando el amanecer con sus primeros rayos luminosos se cuela por alguno de los agujeros roídos por la polilla de las cortinas color verde pastel, pareciese que las partículas de los años pulverizados, bailando y girando en el aire, fuesen miles de estrellas viajando a velocidades vertiginosas por el espacio. Del techo cuelga un solo bombillo incandescente que nadie nunca ha visto encendido tras las cortinas por lo que está presumiblemente fundido o no hay necesidad de encenderlo ya que la Tía no tendría motivo alguno de andar paseándose por su casa durante la noche.

Una mesita de centro de forma elíptica sostiene un florero de cristal biselado incoloro lleno de agua clara que da vida a una única flor blanca, lo único que parece aún mantenerse con vida dentro del cuarto. Esparcidas por el lugar hay otras tres mesas pequeñas, todas de diseño diferente. Hay una redonda de una sola pata central que está en uno de los ángulos formados por los sillones, sostiene una lámpara cuya pantalla bordada con barquitos surcando las aguas ha perdido la mayoría de los flecos que colgaban de sus orillas; otra mesa, redonda pero de cuatro patas que parecieran estar dobladas hacia el interior por el peso y que está justo debajo de los cordones para correr las cortinas, tiene una carpeta tejida sobre la cual descansa un teléfono azul oscuro de disco, el cual denota que no ha sido usado para marcar en mucho tiempo ya que los números a penas son visibles tras la suciedad acumulada; y la tercera mesa pegada a la pared cerrando el rectángulo de sillones es cuadrada y de patas rectas, sostiene una pequeña televisión de antenas sobre de la cual se encuentra siempre el control remoto y un pequeño ángel de porcelana.

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