Los que estén leyendo esto, así
como quién lo escribe, estamos acostumbrados a ver a los adolescentes o a la
adolescencia como ese momento en la vida en la que no tenemos ni idea de qué
queremos, que todo nos molesta, todo está mal y ni sabemos por qué y mucho
menos sabemos que hacer. Es una etapa de crisis y a la vez de crecimiento, en
dónde todo lo que aprendimos en casa, durante nuestra infancia sobre lo que se
debe y no debe hacer comienza a cobrar sentido, especialmente porque nos
rebelamos y experimentamos. Experimentamos de todo, lo que nos da experiencia
que, al final, nos ayudará en nuestra vida adulta. Como dicen, para ser viejos
y sabios, primero hay que ser jóvenes y estúpidos (y sobrevivir nuestra propia
estupidez).
Antes no nos preocupábamos,
teníamos a nuestros padres que nos guiaban, pero ahora, en este momento de
búsqueda de la independencia, de pronto nos topamos con que tomar las riendas
de nuestras vidas no es tan sencillo como esperábamos. En entonces que, se
supone, empezamos a aprender qué nos gusta, qué funciona y qué queremos para
nuestro futuro a partir de todo lo que experimentemos y aprendamos. El que hace
muchas cosas, aprende mucho y tiene un bagaje de opciones y conocimientos
amplio para tomar las mejores decisiones; el que no hace mucho, pues no.
Claro, esto es una idealización, no
me meteré en exquisiteces sobre las condiciones materiales y sociales,
casualidades y casualidades que intervienen y demás detalles. Este breve esbozo
es sólo para hacer la siguiente analogía:
La humanidad está entrando a la adolescencia,
con todo lo que ello implica.
Hemos dejado atrás nuestra etapa
como infantes, donde apenas estábamos abriendo los ojos, dónde vagábamos sin
rumbo, desprotegidos y con mucho por aprender. Con miedo, con hambre, con frío.
Pasamos a nuestra niñez, donde fuimos descubriendo el mundo y como funcionaba,
creíamos en la magia y los seres fantásticos, teníamos amigos imaginarios y le
atribuíamos todo el poder a nuestros mayores héroes, ya sea papá-rey,
mamá-Estado, mamá-Iglesia o papá-Dios, quienes se encargaban de guiarnos y
cuidarnos. Fuimos aprendiendo, jugando a “ver que pasaba si”, conociendo cada
vez más sobre nosotros mismos, descubriendo nuestro cuerpo, lo que se sentía
rico y lo que no, lo que sabía rico y lo que no, lo que nos gustaba y lo que
no. Pensábamos que el mundo era eterno, grande y estático, que todo estaba
resuelto y lo teníamos a pedir de boca o que simplemente estirando el brazo,
íbamos a obtener lo que necesitáramos. Estábamos protegidos, calientitos, a
gusto y felices con nuestro pequeño gran mundo.
Pero ahora estamos en ese momento
de juventud estúpida dónde ganamos experiencia para en un futuro pensar si es
buena idea o no acabarnos todos los peces de una especie. Estamos aprendiendo
que nuestros actos tienen consecuencias. Estamos cuestionando todo, es en este
momento que todos esos esquemas en los que creímos, que nuestros “mayores” nos
inculcaron, comienzan a ponerse en duda, desde la religión hasta la ciencia, la
moral y la ética. Lo podemos ver a diario en las noticias, esa violencia, ese
caos, esas actitudes temerarias, arriesgadas y peligrosas cual adolescente
impulsivo. Volteamos a ver a nuestra infancia y nos asquea mientras decimos “ya
soy grande”.
Al mismo tiempo, nuestro mundo de
caramelo se vino abajo y ahora nos enfrentamos a este momento de incertidumbre
total. De pronto nos dimos un baño de realidad. Empezó a cambiar nuestro
“cuerpo” y comenzamos a desear cosas nuevas, rebelarnos, descubrirnos realmente
y entonces, vino la crisis. La crisis de identidad, de no saber quienes somos,
que queremos y a dónde vamos, que nos lleva a comportamientos autodestructivos,
a la ira y tristeza sin más razón que nuestra confusión. Nuestro mundo perfecto
se desmoronó, nuestros héroes que tanto admirábamos y en los que tanto
confiábamos se volvieron odiosos, opresivos, intransigentes, como si antes no
lo hubieran sido. Y es en esa crisis en la que estamos como humanidad. Una
crisis dónde ninguna disciplina, ninguna ciencia, ninguna religión y ninguna
filosofía sabe qué está pasando, lo único que tenemos por seguro es que es
producto de nuestra infancia, pero eso no ayuda en mucho. Sabemos como llegamos
a aquí, pero no sabemos a dónde vamos, sólo creemos saberlo.
La humanidad en su conjunto se ha
dado cuenta que todas las historias que nos contamos eran eso, historias. La
realidad es que somos responsables de nuestros actos y estos traen
consecuencias con las que nunca esperamos lidiar. Todo eso que hicimos o no
hicimos en nuestra niñez, está pasando factura y es hora de arreglar y
solucionar por nuestra cuenta en vez de esperar a que “papá-mamá” vengan a
salvarnos el pellejo. Ahora nos toca a nosotros tomar las riendas de nuestra
vida, pero ¿Cómo? Nunca lo hemos hecho, siempre vivimos con la limitada
cantidad de opciones que nos presentaban y ahora, en nuestros primeros pasos a
la adultez, nos damos cuenta de que la vida es mucho más que comer y dormir.
Queremos probarlo todo, intentarlo todo, comernos el universo de un bocado. Se
ve en las ciencias, investigándolo todo, mucho sólo por el hecho de investigar,
no sabemos si servirá de algo, aunque creemos que sí, pero realmente el punto
simplemente es hacerlo. Las viejas generaciones, las que quieren que el mundo
no cambie, se asemejan a esa parte de nosotros que añora cuando nos cargaban a
la cama, cuando todo era sencillo, que quisiera volver a vivir sin
responsabilidad alguna. Las nuevas generaciones, las portadoras del cambio,
serán esa parte que miran al futuro con esperanza, soñando lo fantástico que
será ser un adulto y sus posibilidades infinitas.
Henos aquí, en la adolescencia de
la humanidad. Una humanidad hormonal, una humanidad confundida, una humanidad
emocionalmente frágil, una humanidad que a penas volteó a verse a sí misma y a
los otros para descubrir sus imperfecciones, una humanidad aterrada de ver la
responsabilidad que ahora tiene en sus hombros, una humanidad que no sabe
exactamente que quiere pero al menos sabe qué no quiere, una humanidad que
apenas está empezando a darse cuenta de que nadie va a venir a salvarla si no
es ella misma, una humanidad que está aprendiendo a aplicar todo lo que
aprendió durante su infancia, una humanidad que aún no está lista para la
“mayoría de edad” pero ya le urge llegar a ella, una humanidad irresponsable,
una humanidad rebelde, una humanidad en crisis, una humanidad con todo el
potencial de llegar a ser sabia o morir producto de su propia estupidez. Y este
estado va a durar mucho tiempo: si nuestra infancia duró 300 mil años, quién
sabe cuánto nos tome salir de nuestra adolescencia para finalmente llegar a la
adultez más lo que nos tome llegar a la vejez, donde espero podamos voltear a
este momento de la historia, reírnos y decir “vaya que éramos tontos…”
Como toda adolescencia, se puede
vivir como una etapa más o menos tranquila de transición, o como un quiebre
total, una verdadera crisis que nos lleve incluso al borde del suicidio. Depende
mucho de cómo lo afrontemos, de nuestra capacidad de reflexión y comprensión de
lo que sucede. Desgraciadamente, pareciera que es el segundo camino el que
hemos tomado, más no elegido, porque nunca nos detuvimos a reflexionar nada,
aún no somos lo suficientemente maduros para ello.
Se avecina la crisis, el “apocalipsis”
por así decirlo, donde tengamos que enfrentar nuestros propios demonios y salir
adelante o sucumbir en el intento, y es en las crisis, en los momentos de mayor
tensión y desesperación que se dan los momentos más trascendentales de la vida,
los que marcan un antes y un después y generan la mayor cantidad de
conocimiento. Pero no me tomen como fatalista ni crean que esto es totalmente
inevitable, de hecho, creo que tenemos unos años para poder hacer que lo que se
avecina sea más una transición que una crisis. Ya hay mucha gente trabajando para
lograrlo desde diversos frentes, disciplinas y creencias, y será el
conocimiento de estas personas el que, espero, nos ayudará en un futuro, pero
aún son (somos) pocos, estamos dispersos y el tiempo se agota siendo que el
punto de no retorno se acerca vertiginosamente.
Sea como sea, si sobrevivimos a
lo que nos viene encima, espero, saldremos mucho más conscientes de lo que
somos, lo que queremos y nuestro camino como especie. Espero que las
generaciones que vengan aprendan de la humanidad pasada, de su estupidez y
juventud alocada, de sus errores y sus aciertos, y que logre explotar el potencial
que tenemos para volvernos viejos, sabios y con muchísimas anécdotas que
contar.
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