Tras salir de una exposición donde se exhibían parte de los tesoros de hombres ricos y poderos, nos topamos con él.
Caminábamos por el centro de la ciudad, en una de esas calles empedradas y poco transitadas, donde el ruido urbano se convierte en un murmullo lejano, donde sólo los caminantes y exploradores llegan… ahí lo vimos… ahí conocimos al hombre más rico del mundo. Sólo bastó un momento, menos de un minuto y lo supimos. Ese hombre era inmensamente más rico que cualquiera de los que, generosamente, habían prestado parte de sus posesiones para que las admiráramos sin costo alguno.
Pero ¿Cómo supimos que era el hombre más rico del mundo?
¿Acaso traía ropajes de finas telas y bordados de hilo de oro y plata como los que acabábamos de ver tras gruesos cristales?
¿O es que lucía collares, anillos y coronas aderezados de ricas gemas y metales preciosos tales como aquellos que contemplamos resguardados con tanto celo?
¿Iba protegido por un ejército personal y guardaespaldas evitando que se le acercara cualquier persona indeseable?
¿Quizá dictaba órdenes y definía los destinos de cuantos lo rodeaban sin que éstos chistaran dando cuenta de su poderío?
¿O sencillamente iba por ahí anunciando su fortuna a diestra y siniestra, para que así, como hicimos antes, pudiésemos deleitarnos con su magnificencia?
No. Nada de eso.
Sus ropas estaban desgastadas, sucias y rotas. Colgajos y trapos viejos, botas sin cordones y agujeros. Su cabeza con largos y descuidados cabellos iba cubierta a penas por un humilde paño manchado. No llevaba más adorno que los jirones que colgaban de su vestimenta, como si de las plumas de un ave gris y maltrecha se tratasen. Iba solo, solo con su sombra y sus pensamientos, solo con el pesar de un mundo que lo había abandonado a su suerte o del que había huido al no poder encontrar su lugar. Silencioso como una sombra, invisible a la mayoría de la gente que camina mirando sin ver y oyendo sin escuchar; un fantasma, una brisa, un haz de luz, un alma libre.
En su mano llevaba una pequeña bolsa plástica y dentro, un poco de pan. Pan que seguramente había luchado por conseguir, pan por el que tal vez tuvo que rogar o que le fue dado de buena fe. Pan que no le sobraba, pan que aquellos ricos que vimos antes tal vez hubiesen despreciado en su mesa. Pan sencillo, digno y más valioso que todas las alhajas y ropajes contenidos en vitrinas, porque el pan alimenta y nutre, pero el oro no.
Entonces, sacó uno que se veía suave al tacto, limpio y bueno, lo partió y muy en el fondo de su alma, con su mirada, dijo: tomen y coman todos de él… mientras lo lanzaba a los pájaros que se encontraban cerca. Éstos se arremolinaron y comieron con gusto, mientras el hombre los veía con una sonrisa en el rostro porque había dado de comer al hambriento.
En ese momento lo supimos. Él, sin lugar a duda, era el hombre más rico del mundo.
Era tan infinitamente rico que había saciado su hambre y ahora saciaba la de los demás, a diferencia de los poseedores de aquellas joyas y vestidos, regentes de destinos, hacedores de guerras, ególatras cuyos rostros adornan las paredes de sus recintos y cuyas tumbas serán adornadas de flores y lágrimas hipócritas. Ellos no han podido saciar su hambre, por eso siguen y siguen tragando objetos y vidas, buscando llenar un hueco en su alma sin saber que la satisfacción está en otro lado.
Nosotros, indignos de estar en su presencia, sencillamente callamos y bajamos la mirada con lágrimas en los ojos. Habíamos sido testigos de la más magnífica muestra de plenitud, dejándonos en claro lo lejos que nos encontramos de alcanzarla.
El hombre más rico del mundo, tras realizar aquel acto espléndido, siguió su camino solo y silencioso como una sombra, un fantasma, una brisa, un haz de luz, un alma libre.
Basado en una experiencia real...
Y dedicado a aquel hombre, donde sea que se encuentre...
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