29/12/18

Aquella que lo veía todo


Ella era sumamente especial, pero quienes alguna vez se la llegaban a encontrar no sospechaban nada. La primera impresión que daba era de una chica agradable, algo tímida, pero siempre con algo gracioso o interesante que decir, pero normal, al fin y al cabo. No obstante, ella guardaba un poderoso secreto y es que podía verlo todo.

Ella podía ver todo, mucho más que cualquier otra persona. Pero no es que viera microbios u objetos sumamente lejanos, sino que ella era capaz de ver la belleza en absolutamente cualquier cosa o situación. Sin importar que tanta oscuridad hubiera, siempre podía ver el más mínimo destello de luz o esperanza, aún cuando nadie más fuera capaz de hacerlo. Al mismo tiempo, dado que podía verlo todo, también veía lo horrible y despreciable de cuanto la rodeara.

Ella vivía sumida en un mundo de contrastes, donde la hermosura y la desgracia constantemente se sobreponían, sin importar el lugar o el momento. La más absoluta perfección colisionaba con el horror más siniestro de manera cotidiana frente a sus ojos sin que pudiera hacer algo para evitarlo, así como una persona normal no puede decidir no ver el verde de los árboles o el azul del cielo, ya que para ella la luz y oscuridad eran como otros de los tantos colores que pintaban el mundo.

A veces quedaba abrumada por lo terrible, preguntándose si valía la pena seguir viva, sumida en la tristeza y desesperanza por ver la desgracia y miseria que inundan el mundo. A veces lloraba de emoción por escuchar una bella tonada mientras caminaba por la calle admirando la preciosidad simple de las sombras proyectadas en el pavimento. No podía evitarlo, vivía en un mundo de contrastes y extremos, blanco y negro. Maldiciones sumergidas en tazas de té caliente y zafiros entre la inmundicia.

Yo la conocí y me lo confesó. Estaba cansada de verlo todo. Por supuesto, su día a día consistía en una interminable montaña rusa de emociones que la dejaba exhausta. Fue entonces cuando le plantee la posibilidad de dejar de verlo todo. Yo conocía a otra persona que conocía a otra que tenía el poder de cumplir cualquier deseo y, si fuera el caso, podría darle una vista tan normal como la mía o la de cualquier otro.

Ella lo pensó por un instante. Efectivamente, su habilidad de verlo todo la tenía sumida constantemente en la desesperación. Saturada, así lo definió. Se sentía saturada, como aquellos que tienen un excelente olfato y entran a una tienda de perfumes. La mitad de todo lo que veía era oscuridad y no podía evitarlo. Hasta el día más hermoso siempre ocultaba un demonio, un monstruo o una calamidad debajo de una manta de oro. Empero, si renunciaba a esa habilidad, también perdería la posibilidad de ver lo precioso y fantástico de los días más aciagos y difíciles. La perfección de las cosas más pequeñas, simples y mundanas. Perdería la noche temible llena de espantos que le helaba el alma, pero también perdería el brillo de los hermosos días que calentaban su espíritu.

Tras mucho pensarlo, concluyó que mantendría su visión total, con todo lo que ello implicaba y finalmente me dijo pensativa, mientras admiraba una pequeña gota de agua que escurría por fuera de su vaso: “No hay luz sin oscuridad y viceversa, así que espero siempre encontrar suficiente de una para evitar que la otra me consuma”.

Jamás volví a saber de ella, sólo sé que un día decidió partir en búsqueda de nuevos fenómenos maravillosos y seres horripilantes.

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