Ella era
sumamente especial, pero quienes alguna vez se la llegaban a encontrar no
sospechaban nada. La primera impresión que daba era de una chica agradable, algo
tímida, pero siempre con algo gracioso o interesante que decir, pero normal, al
fin y al cabo. No obstante, ella guardaba un poderoso secreto y es que podía
verlo todo.
Ella podía
ver todo, mucho más que cualquier otra persona. Pero no es que viera microbios u
objetos sumamente lejanos, sino que ella era capaz de ver la belleza en
absolutamente cualquier cosa o situación. Sin importar que tanta oscuridad
hubiera, siempre podía ver el más mínimo destello de luz o esperanza, aún
cuando nadie más fuera capaz de hacerlo. Al mismo tiempo, dado que podía verlo
todo, también veía lo horrible y despreciable de cuanto la rodeara.
Ella vivía
sumida en un mundo de contrastes, donde la hermosura y la desgracia
constantemente se sobreponían, sin importar el lugar o el momento. La más absoluta
perfección colisionaba con el horror más siniestro de manera cotidiana frente a
sus ojos sin que pudiera hacer algo para evitarlo, así como una persona normal
no puede decidir no ver el verde de los árboles o el azul del cielo, ya que para
ella la luz y oscuridad eran como otros de los tantos colores que pintaban el
mundo.
A veces quedaba
abrumada por lo terrible, preguntándose si valía la pena seguir viva, sumida en
la tristeza y desesperanza por ver la desgracia y miseria que inundan el mundo.
A veces lloraba de emoción por escuchar una bella tonada mientras caminaba por
la calle admirando la preciosidad simple de las sombras proyectadas en el
pavimento. No podía evitarlo, vivía en un mundo de contrastes y extremos,
blanco y negro. Maldiciones sumergidas en tazas de té caliente y zafiros entre la
inmundicia.
Yo la conocí
y me lo confesó. Estaba cansada de verlo todo. Por supuesto, su día a día
consistía en una interminable montaña rusa de emociones que la dejaba exhausta.
Fue entonces cuando le plantee la posibilidad de dejar de verlo todo. Yo
conocía a otra persona que conocía a otra que tenía el poder de cumplir
cualquier deseo y, si fuera el caso, podría darle una vista tan normal como la
mía o la de cualquier otro.
Ella lo pensó
por un instante. Efectivamente, su habilidad de verlo todo la tenía sumida
constantemente en la desesperación. Saturada, así lo definió. Se sentía
saturada, como aquellos que tienen un excelente olfato y entran a una tienda de
perfumes. La mitad de todo lo que veía era oscuridad y no podía evitarlo. Hasta
el día más hermoso siempre ocultaba un demonio, un monstruo o una calamidad
debajo de una manta de oro. Empero, si renunciaba a esa habilidad, también perdería
la posibilidad de ver lo precioso y fantástico de los días más aciagos y
difíciles. La perfección de las cosas más pequeñas, simples y mundanas.
Perdería la noche temible llena de espantos que le helaba el alma, pero también
perdería el brillo de los hermosos días que calentaban su espíritu.
Tras mucho
pensarlo, concluyó que mantendría su visión total, con todo lo que ello implicaba
y finalmente me dijo pensativa, mientras admiraba una pequeña gota de agua que
escurría por fuera de su vaso: “No hay luz sin oscuridad y viceversa, así que espero
siempre encontrar suficiente de una para evitar que la otra me consuma”.
Jamás volví
a saber de ella, sólo sé que un día decidió partir en búsqueda de nuevos
fenómenos maravillosos y seres horripilantes.
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