Léase únicamente en caso de tener (o buscar) una "crisis existencial", sea lo que sea que sea eso.
¿Quién eres? Pregunta retórica. Pero cualquiera que fuese la respuesta, siempre remitirá a aquello llamado identidad. Ésta se construye en colectividad, somos lo que el mundo nos lleva a ser, la combinación única de experiencias y aprendizajes bien o mal aprehendidos. Pero esto, la identidad, ese yo tuyo o mío, no es más que un intento desesperado de tapar el sol con un dedo y no ver una realidad más profunda.
La gente va por ahí, vociferando casi de manera esquizofrénica postulados totalmente paradójicos y contradictorios. Hay que ser “uno mismo, original y diferente” y a la vez “ser patriota, amar a la familia, velar por las costumbres”. Hay que ser “tolerantes, comprensivos, abiertos” pero a la vez “luchar por nuestros ideales, tener una postura firme, no dejarnos manipular”. Hay que “probar todo, no juzgar, aventurarse a nuevas experiencias” pero también hay que “recordar nuestras raíces, no caer en malos pasos, saberse medir”. Hay que “tener autoestima, sentirse orgulloso de uno mismo” pero también recordar que “nadie es mejor que nadie, ser modesto”.
Entonces, hay que serlo todo y nada, esto y aquello, aunque sea imposible ser ambos, pero serlo. Dicen que depende de la situación, que hay que aprender a actuar (como diría Goffman) en sociedad, pero ¿Quién nos enseña a comportarnos bien en un mundo que raya en lo surreal? Y abundan los refranes, “Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”, pero “¿Qué tanto es tantito?”. Queda en nuestras manos y, aun así, no se puede saber, porque no falta el persignado, ultrasensible o psicópata que tenga parámetros totalmente distintos respecto a lo que implica actuar en sociedad.
Claro, será que somos posmodernos empantanados en la sociedad de la incertidumbre, será que nos faltan anclas y valores, será culpa del neoliberalismo y la destrucción de las familias y demás. Verborrea que busca justificar esta desazón que abunda actualmente y que nos lleva a un extraño estado de histeria colectiva donde pareciera que estamos corriendo en círculos como hormigas cuyo hormiguero ha sido pisado. Ahora, en este mundo dónde todo se cuestiona, cambiante, amorfo (líquido dirían por ahí) retornamos con nostalgia a las comunidades rebosantes de significados, símbolos y estructuras que les dicen a sus miembros quienes son, qué son y qué se supone que serán y harán. Es más fácil nacer con un lugar en el mundo, una carga cuasi-genética y ancestral que nos diga cómo comportarnos en lugar de darnos cuenta de que esto no es más que un invento nuestro creado hace eones cuando el primer homínido se reconoció a sí mismo reflejado en un cuerpo de agua y luego, aterrorizado, se dio cuenta de que un día iba a morir, dejaría de ser ese ser reflejado y pasaría (o volvería) a la nada.
Pero bien lo saben los antropólogos: la cultura y sus normas sociales, religiones, ritos, prácticas, mitos, supersticiones, jerarquías, códigos, clasificaciones y categorizaciones son herramientas construidas por la humanidad, cuentos o metarrelatos que nos hemos inventado para estructurar el mundo, el cosmos (no por nada se le llama cosmovisión) y saber nuestro lugar en él. Son mecanismos que nos ayudan a sobrellevar esta existencia carente de sentido, orden, propósito y significado, para combatir la incertidumbre, terror primigenio que nos devora las entrañas como si fueran gusanos carnívoros; que nos lleva a crear e imaginar, dudar, filosofar e inventar cualquier tipo de explicación, mágica o científica, para lo que nos rodea. El miedo a la muerte no es tal, es miedo al no-ser, a la nada, a la oscuridad total que ni oscura puede ser dado que no hay nadie quien la vea.
Hasta la misma ciencia, la física, buscando leyes, buscando orden en el caos, buscando sentido en la insoportable insignificancia (en el sentido de carente de significado, no de pequeñez) a la que llamamos existencia. Leyes de termodinámica que dicen y predicen lo que le pasa a un sistema macroscópico pero que, a niveles subatómicos, al nivel más básico de lo que existe, se desbaratan y difuminan, dejando la casualidad, el azar y la probabilidad como regentes de los componentes fundamentales de todo lo que fue, es y será.
Pero ¿Cómo no hacerlo si hasta nuestro cerebro está diseñado (cómo si alguien/algo lo hubiera diseñado) para buscar patrones? Lo comprobamos con los calendarios, los rituales, las constelaciones y la pareidolia. Siempre buscamos un orden, una secuencia o concatenación de eventos que nos de algo de seguridad sobre el futuro y el presente, que ordene y establezca causas y efectos (postulado medular del mecanicismo) para que esta alucinación colectiva a la que llamamos realidad tenga algo de sentido del que podamos agarrarnos para no caer en el vacío de la nada. Siendo así es inevitable caer en la incongruencia. Nuestra naturaleza se estrella de cara contra la naturaleza de la naturaleza, el caos, la falta de sentido, dirección y significado. La casualidad pura, cada día es un milagro (como aquello imposible que pase y aún así pasa). ¿Cómo pedirle a la gente que sea congruente con sus ideales, sus valores, su moral cuando estos están basados en nada más que un desesperado intento de evitar la incertidumbre?
Y es que, en realidad, no somos nada, no en el sentido de la permanencia del Ser, de la esencia trascendental. No somos, sino que estamos, postulado verbal que al parecer el inglés logró superar (he ahí la importancia del lenguaje). No somos, sino que estamos siendo. Cada instante, estamos siendo y dejando de ser. Existimos junto con el resto de lo existente sólo en el presente, que, de hecho, no es más que un minúsculo instante o menos que eso. Nuestro pasado ya no es y nuestro futuro aún no es, luego entonces, nuestro lugar es el presente, una rebanada ínfima seguida de otra, y otra, y otra (esperemos). Es ahí donde entra nuestro impulso de enlazar cada fragmento con el que sigue, intentando lograr algo de continuidad y estabilidad, perdiendo de vista que, al final, cada presente es nuevo y, por tanto, cada realidad. Intentamos unirlas como cuentas de un collar mágico de totalidad, pero son unidades que tan pronto se crean, se esfuman en la nada. Estamos jugando con humo, persiguiendo nuestra sombra.
Esta idea pudiera parecer liberadora, dándonos la hermosa oportunidad de sumergirnos de lleno en el nihilismo más puro y concentrado, espeso (y dulce) como miel, sabiéndonos únicos e irrelevantes y así encontrar (por fin) la paz de la sinrazón, la inacción o el fuego bestial y quitarnos la enorme carga de construirnos constantemente… Pero no es así. Seamos humildes, aún estamos en un estado larvario en lo que al manejo de vacíos existenciales se trata (que, más que vacíos existenciales, deberíamos llamar vacíos de significado/semánticos)
No es justo, ni sano, ni viable, al menos no para la enorme mayoría de nosotros, (incluyéndome ¡Benditos sean quienes sí pueden!) ir por ahí asumiendo nuestro no-lugar en el mundo, nuestro insignificante no-sentido ¡La sociedad depende de que exista un orden, el que sea! Lo único que queda, supongo, es buscar escape y confort en aquellas viejas artimañas que hemos perfeccionado para ordenar el mundo. Dejemos que esos bellos cuentos diluyan este texto y que se nos olvide haberlo leído alguna vez, pero conscientes de que hemos tomado esa decisión. ¿Por qué estaría mal buscar un escape al sufrimiento e incomodidad a través de ello? La vida en su mínima expresión evita el dolor.
Lo cual nos lleva a que elijamos (suponiendo que sea posible elegir) de manera consciente y libre lo que somos, quienes somos o queremos o creemos ser, con todas las consecuencias (suponiendo que existan las consecuencias). A la vez, siempre dejando un resquicio de duda, un margen, recordando que la elección ha sido nuestra y que, por tanto, podemos cambiarla cuando queramos, a conveniencia, para evitar el sufrimiento. No hay que juzgar nuestra propia incongruencia, temer cambiar de opinión de un día a otro, ni tomarnos nada tan a pecho, al fin y al cabo, nada existe más allá de un instante.
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