Uno puede intentar subir a la cumbre del Everest, claro, pero no cualquiera lo logra ya que necesita un intenso entrenamiento, además del equipo especial para soportar las duras condiciones ambientales a más de 8 kilómetros sobre el nivel del mar. No obstante, alcanzar la cima no basta, sino que hay que luchar por mantenerse, porque si alguien llegase hasta ahí y se despojara de su tanque de oxígeno o de su abrigo, moriría. Si acaso se puede tomar unos minutos para admirar el paisaje, pero eso no significa que estando ahí arriba ya puedes descansar, ya puedes quitarte todo el peso del equipamiento, ya puedes relajarte y disfrutar del éxito. No. ¿Qué pasaría si alguien decidiera permanecer ahí durante años? El esfuerzo, los recursos y el sufrimiento que se requerirían ¿Valdrían la pena?
No sólo pasa con los montañistas que alcanzan la cima y que al poco tiempo tienen que descender dado que no es posible quedarse permanentemente. Lo vemos con los artistas que, una vez alcanzada la fama, colapsan bajo la presión de mantenerla. Lo vemos con los negocios, que una vez que se vuelven populares a penas y pueden mantener la calidad que los distinguía. Lo vemos con los investigadores, que una vez alcanzado cierto escalafón o reconocimiento tienen que luchar contra sus colegas para evitar perderlo. Lo vemos con los países del primer mundo, donde para mantener el nivel de vida que presumen, someten a sus poblaciones a unas condiciones tales que las llevan a presentar los más altos índices de adicciones y suicidios.
Uno nunca llega realmente, porque se nada contracorriente. Entonces nos convertimos en seguidores de Sísifo, ya que en cuanto dejemos de empujar la piedra, en cuanto creamos que “hemos llegado”, ésta puede resbalar por el borde de la montaña. Así que ahí nos quedamos, soportando el peso de la roca, creyendo que algo conseguimos y que valió la pena el esfuerzo.
Quienes sí llegan a la cima, y se mantienen, lo logran haciendo enormes sacrificios. A esas personas las vemos como héroes, pero cuantas no anteponen el éxito sobre su salud, sus relaciones e incluso su felicidad. Abundan los ejemplos cinematográficos y de la vida real, donde, por alcanzar “el éxito” una persona abandona a los suyos, sus principios y hasta su bienestar. Véase el caso de los japoneses que mueren por el esfuerzo en sus trabajos y el mundo los ensalza como ejemplos a seguir de entrega, responsabilidad o que se yo. ¿Cuántos de aquellos grandes personajes que “lo lograron” no viven deprimidos y solos? ¿Cuántos no tienen que recurrir a los ansiolíticos o a las drogas?
Celebramos e idolatramos a esos mártires, a la vez que nosotros mismos presumimos cuantas horas hemos pasado sin descansar, cuantas tazas de café tuvimos que beber por la mañana para aguantar despiertos y cuantas pastillas para dormir ingerimos para poder vencer el insomnio causado por el estrés. Vamos por ahí, enseñando como si fueran trofeos de guerra nuestras ojeras, nuestros tics, nuestros colapsos nerviosos, nuestro dolor de cabeza, nuestros fracasos sentimentales, nuestra falta de vida social y tiempo libre. Somos como aquellos guerreros que presumían y contaban con orgullo como habían perdido un brazo, un ojo, como habían recibido una bala o una flecha, mostrando a la familia que dejaron atrás, soñando con el día en que regresemos a nuestra pequeña cabaña. Somos los nuevos soldados en una eterna guerra contra el mundo y contra nosotros, para superarnos, para romper nuestros límites, pero ¿Realmente se puede ser feliz si siempre se tiene que estar luchando contra todo y contra todos?
Se nos educa desde el principio para buscar ser los mejores en lo que sea, para ser mejores que los otros alumnos, para ser mejores que nuestros hermanos, para buscar el reconocimiento, pero nadie nos enseña que está bien ser el segundo, o el quinto, o el centésimo mejor. Celebramos al primero en llegar a la meta, ahí están las medallas de oro, plata y bronce, pero ¿Dónde quedan los demás? Tal parece que su esfuerzo, sus capacidades y sus logros no son suficientes para ser reconocidos, sin siquiera tomar en cuenta los años de trabajo duro, lo que tuvieron que pasar para, al menos, ser un décimo lugar. ¿No es una tortura pensar que, como no fuimos de “los primeros”, somos insuficientes o mediocres?
Se nos dice que hay que superar nuestros límites, pero nunca a ser humildes y reconocer cuando en verdad no podemos, cuando algo va más allá de nuestras capacidades, a pedir ayuda, a descansar, a tomarnos nuestro tiempo, a ir a nuestro ritmo. Se nos dice que debemos practicar sin descanso, pero nadie nos muestra los fracasos ni los intentos fallidos, nadie nos enseña a divertirnos en el proceso, a disfrutar nuestro crecimiento, el viaje, porque “si no duele no sirve”, todo tiene que ser extenuante, duro y complicado, porque tenemos que demostrarle al mundo lo mucho que nos costó llegar a donde estamos. Pero ¿Qué objeto tiene esa triste muestra de egocentrismo? Por si fuera poco, se nos dice que no podemos rendirnos, abandonar y cambiar de camino u objetivo, porque en caso de hacerlo, se nos recrimina todo lo invertido como un desperdicio, como si no tuviera mérito alguno haberlo intentado, aunque no hayamos llegado a la meta. Así seguimos y seguimos, desgastándonos más y más, sufriendo por algo que tal vez no sea tan importante, pero “ni modo de dejarlo a la mitad”.
Finalmente, se nos dice que todo lo bueno y lo malo que nos suceda es enteramente nuestra responsabilidad. Somos dueños absolutos de nuestro destino y si somos pobres, “es porque queremos”, y si somos ricos es “porque nos lo ganamos”. Si reprobamos es “porque somos flojos” y si nos graduamos con honores “es porque si nos empeñamos”. Pero ¿Dónde quedan los desastres naturales, las enfermedades, la pobreza estructural, la competencia desleal, la desigualdad de oportunidades, los accidentes e imprevistos, las necesidades, los contextos específicos, las historias de vida, los gustos propios, los ideales?
Es injusto compararnos con aquellos supuestos “primeros lugares”, y es que no hay cosa tal como el primer, segundo y tercer lugar, porque no vivimos la misma vida, no recorremos la misma pista ni subimos la misma montaña, no tenemos el mismo equipo, no tenemos el mismo entrenamiento. ¿Por qué entonces deberíamos tener que alcanzar los mismos objetivos? Tenemos que darnos cuenta de que, a diferencia del Everest como una sola y única montaña, nuestras posibilidades de entender el éxito o la cima son infinitas, que cada quién es libre de proponerse una meta, tan cerca o tan lejos, tan alto o tan bajo como quiera y como pueda, porque no todos tenemos los mismos recursos, posibilidades y habilidades.
No digo que debamos dejar de buscar llegar más lejos o más alto, renunciar a nuestros sueños, sino que, a cada paso, hay que preguntarnos si “lo que queremos llegar a ser” no es una obsesión tal que
nos impide darnos cuenta del daño que nos estamos haciendo o, peor aún, a
los que nos rodean. Preguntarnos también si estamos dispuestos a pagar el precio que implica llegar y más aún el de mantenernos ahí.
Pero sobre todo, hay que aprender y recordar que siempre podemos decir “basta, ya no puedo” o “ya no quiero esto” porque no tenemos que terminar, llegar, alcanzar ni ser tal o cual cosa para ser suficientes, YA somos suficientes. Sintámonos orgullosos de intentarlo, de nuestro esfuerzo, de llegar a donde sea que lleguemos, de las grandes y pequeñas montañas que subamos o que tratemos de subir, de cambiar de caminos y buscar otros destinos, porque con cada paso dado, ya estamos más lejos de lo que nunca habíamos estado.
Ya has logrado ser quién eres el día de hoy, y eso, eso ya es todo un éxito.
Mi Querido North Wind,
ResponderEliminarGracias por compartir tus pensamientos, los cuáles son tan reales que situaciones como las que describes se viven día a día y a cada instante.
Leerte ha sido un placer y me ha dejado con el exquisito sabor de boca de saber que en donde estoy es lo más lejos que he estado nunca y que mañana así volverá a ser.
Ahó!