El otro día me preguntaba, ¿Será acaso que nuestra
generación (asumámonos otra vez todos como de entre 20 y 30 años) es muy
pesimista? ¿Acaso siempre nos la pasamos viéndole el lado malo a las cosas,
quejándonos y criticando? Tal vez sea así, y nuestra generación es pesimista,
negativa y depresiva.
Gran parte de mis pláticas cotidianas con la gente de mi generación siempre termina cayendo en resaltar lo mal que está el mundo, cómo la humanidad hemos arruinado el planeta, nuestra falta de solidaridad y empatía, las crisis económicas, la deslegitimación de las instituciones, la desigualdad social, la violencia, el machismo, el racismo, la contaminación, la explotación… Y es que como no ser pesimistas en un mundo con tanta oscuridad, especialmente este año, 2020, donde ha salido a la luz tanta desgracia y porquería que sabíamos que estaba ahí pero que ahora brilla en todo su esplendor cubriéndolo todo y a todos.
Como no ser pesimistas en un mundo y en un momento donde reina la incertidumbre sobre nuestro futuro. Las generaciones previas a la nuestra ya vivieron, ya hicieron, bien o mal, pero ahí están. Pero ¿Y nosotros? Con una precariedad laboral alarmante, una calidad de vida en picada, un mundo en crisis ecológica, sin haber podido resolver o avanzar mucho en ninguno de las grandes luchas contra la desigualdad social, de género ni racial, por enumerar algo. Cómo no ser negativos cuando el presente en el que estamos pareciera siempre estar al borde del colapso.
Diario pareciera que sólo falta una gota para que el vaso se derrame, pero diario caen más gotas y el vaso no termina por llenarse. Siempre a la expectativa de que, de un momento a otro, todo se vaya directo a la mierda, porque no hay hacia otro lado a donde pueda irse. Y no pasa, no pasa, siguen avanzando los días, sigue profundizándose la crisis, el dolor y el sufrimiento, o al menos eso parece, y nada explota, nada colapsa, nada se acaba estrepitosamente. Crisis permanente que pareciera no tener final ni solución.
Entonces, en un primer momento, por supuesto que mi generación es pesimista. Somos pesimistas, ¿Cómo no serlo viendo el tsunami que se nos abalanza con toda su fuerza? ¿Cómo no serlo pensando en el mundo que nos va a tocar a nosotros o que le vamos a dejar a los que vienen? No por nada cada vez menos personas quieren tener hijos, ya que sería una completa irresponsabilidad de nuestra parte. Traer gente a sufrir. Sí, somos pesimistas.
¿O no?
Me lo sigo preguntando, porque a pesar de todo, a pesar de este presente tan macabro y sombrío, aún cuando nuestras pláticas cotidianas tiendan siempre a caer una vez más en estas reflexiones, aún hacemos planes, aún pensamos a futuro, aún esperamos que algo se pueda hacer, aún tenemos la ilusión de que, de alguna manera, nosotros cambiaremos el curso de las cosas. Aún vamos a la escuela, trabajamos, hacemos (en toda la extensión de la palabra), aunque sea poco, aunque sea chiquito, pero esperando que ayude en algo, que mejore algo. O eso esperamos.
Porque, a pesar de todo, tenemos esperanza.
Tenemos esperanza en que el futuro, sea cuando sea que llegue, será mejor. Que lo haremos ser mejor que el presente. Esperanza en que las cosas cambiarán, porque las cosas tienen que cambiar a no ser que queramos nuestra extinción. E incluso esa idea, la de la desaparición de la raza humana, ya no nos parece tan aterradora, es un posible final que aceptamos, aunque no sea lo más deseable.
¿Cómo podemos ser pesimistas y a la vez tener esperanza?
Me imagino, nos imagino, caminando, uno al lado del otro, hombro con hombro, bajo una tormenta. Una tormenta que a veces parece arreciar y que nos hace pensar que ese día es el día que finalmente moriremos ahogados, pero no sucede. Una tormenta que a veces amaina, pero no cesa. Una tormenta que se convierte en granizo y duele y nos desespera, pero no nos vence. Vamos juntos, sabemos que todos estamos ahí, algunos tienen un paraguas, algunos van desnudos, algunos acaparan y boicotean a los otros, algunos comparten lo que tienen y ayudan.
Todos caminamos con la esperanza de que, algún día, la tormenta cese y salga el sol, de encontrar una cueva cómoda donde refugiarnos o de conseguir las herramientas y materiales necesarios para construirnos un refugio. Sí, algunos son egoístas y sólo piensan en sí mismos, pero muchos otros, (quiero creer que muchos, y aunque no sea así, aquí estamos) pensamos en una cueva grande, donde quepamos bastantes, una cabaña espaciosa donde podamos sentarnos varios, alrededor de la mesa a platicar y compartir el pan.
Vamos caminando, pensando en la utopía, en alcanzar ese horizonte que nunca llega, pero nos impide detenernos.
A veces aparece una cueva pequeña e incómoda, llámese un trabajo miserable, una relación tóxica, un lugar donde no eres feliz, pero al menos es “mejor que nada”. Hay quienes luchan por ella, quienes desean tomarla para sí. Están hartos de la lluvia, del frío, de estar descalzos, de esperar ese día. Y la toman, y viven en ella, con arañas, con serpientes, con rocas, sin poder acostarse o sentarse, con goteras, pero es mejor que la lluvia, que la caminata interminable hacia el horizonte que nunca llega. Hay quienes ven la cueva, pueden tomarla, pero no lo hacen ya que esperan encontrar algo mejor. Otros la toman, pero sólo para descansar un momento, para agarrar fuerza y seguir caminando. También hay quienes intentan mejorar la cueva, hacerla más grande, se esfuerzan, trabajan, la limpian, algunos logran convertirla en una madriguera cómoda y acogedora, amplia, incluso con espacio para más personas, y hay quienes simplemente no lo logran, la roca es muy dura y las arañas muy aguerridas y sólo queda acostumbrarse o salir.
Ninguno de estos enfoques es mejor que otro, cada uno elige según qué tan cansado está o cree estar, que tanta ilusión le queda respecto a encontrar “algo mejor”, respecto a la posibilidad de construir nuestra propia cabaña a nuestro gusto y confort o incluso, que mejor, que salga el sol para todos.
Así vamos caminando en la tormenta, juntos, con esperanza en el corazón, pero tristeza en los ojos. Bajo la lluvia, acompañándonos, algunos de la mano, algunos ayudando y compartiendo, colaborando, trabajando juntos. Otros solos, compitiendo por cualquier cueva, hartos de la lluvia, hartos del frío, con el corazón cansado, con el alma echa pedazos, con los huesos húmedos y helados (seamos compasivos con aquellos quienes no desean seguir caminando, por la razón que sea).
Sí, somos la generación del apocalipsis, del fin del mundo, mira lo que nos rodea, es innegable. El caos, el dolor, el sufrimiento, helo ahí, manifiesto y patente, con sus garras y dientes, destrozando cuerpos y vidas, rasgando la carne y el alma de todos nosotros. Pero eso no nos quita la ilusión del amanecer y el sol, y en el peor de los casos, tenemos el deseo de que al menos el diluvio borre todo para poder empezar de cero y mientras mantenemos la llama viva entre nuestras manos.
¿Llegará el día que deje de llover? ¿Llegará la cueva cómoda
o al menos la que podamos acomodar? ¿Construiremos nuestra cabaña tal como nos
guste? No lo sé, pero tengo, tenemos, la esperanza de que así será.
Mientras tanto, sólo nos queda seguir caminando.
Si la tormenta nos derrota, que nadie diga que no lo dimos todo.
Sigamos caminando, hasta que el presente sea brillante o hasta que nuestros pies no puedan más.
Hasta entonces, que viva la esperanza.
N.W.
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