30/9/20

(...)

El espectador, mientras ve la obra desarrollarse, sólo puede sentir impotencia. Sufre por la empatía que siente con los actores, y lo peor es que no tiene la posibilidad de ayudarles. Desearía estar ahí, viviéndolo, porque al menos así sentiría que está intentando algo, que está haciendo, pero desde su butaca, sólo ve, se retuerce, se estremece, sufre e intenta convencerse de que no puede hacer nada más que mirar y callar, esperando que, si algún actor le dirige la palabra pidiéndole ayuda directamente, sea capaz de hacer algo, de ayudarle. 

 

Podría voltear la mirada, podría salirse del teatro, pero está ahí, sabiendo que el público es importante para los actores, que es parte de algo más grande y que no puede irse insensiblemente. La obra está ahí y seguirá con o sin quien la mire, así que decide estar, acompañar, deseando lo mejor, viendo, escuchando. Quisiera arrancarse el corazón y no sentir, pero no puede. Ve y calla, no está en posición de decir o hacer. 

 

Pero ¿Y si es parte de la obra sin saberlo? Tal vez los actores son a la vez los espectadores que le ven desde el escenario. Tal vez alguien, desde algún palco del teatro, le ve viendo y reaccionando al acto. No lo sabe, pero al menos se siente tan exhausto como si hubiera estado bajo los reflectores y, quien sabe, es posible que lo esté sin saberlo o sin quererlo saber. 

 

La luz se cubre de nubes, disminuye, se achica, pero no se apaga. La luz ahí queda, iluminando débilmente, adivinándose tras la niebla y el humo, esperando tiempos mejores para brillar de nuevo. 

 

Ya vendrán.

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