En su castillo de arena, el príncipe de Normandía
estaba en el balcón, donde veía como el oro celeste se fundía con el azul terrenal.
Estaba a la orilla del litoral, escuchando el aullido del viento, el estruendo
de las olas.
La marea subía, pero el solo veía al oro
desaparecer, tragado por la infinita cuenca de agua. Los caballos de espuma
comenzaban a relinchar y a arremeter contra las murallas de su morada, sin
embargo no le importaba.
El príncipe
de Normandía sabía que su casa se derrumbaría, que no había tiempo, que tenía
que huir, pero no le importaba, ya habría tiempo de preocuparse por esas cosas.
Primero habría de satisfacer su deseo de ver el Sol morir.
Mientras
los grandes trozos de mampostería, estatuas y candelabros caían a su alrededor,
el príncipe solo se concentraba en el atardecer, hasta que finalmente el balcón
cayó al mar, y él se hundió, siendo lo último que vio, el destello final del
disco solar.
Sabía que
era tarde, que no había nada que hacer, moriría. Se tardó. Se entretuvo en
deseos banales en vez de salvar su vida, pero al menos, se hundió con una
sonrisa, y con ese último brillo dorado que iluminó sus ojos.
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