Ves como tus manos rodean la cabeza del pequeño
perro del parque, y como luego lo estrujan hasta que tus palmas se tocan una
con la otra. Pero el perro simplemente se aleja caminando. Debería haber muerto,
así que lo sigues. Lo pateas, lo pisas, pero nada pasa, el perro se aleja de
nuevo.
Maldito perro. Él no sabe que debía morir.
No importa, sigues caminando despacio. Llegas
hasta un árbol, y decides escalarlo. Te subes en él y caminas hasta llegar a la
copa del mismo. Decides quedarte ahí un rato. Pasa el tiempo, el Sol se mueve y
ahora no hay árbol que te sostenga, simplemente flotas ligeramente a la
izquierda de éste.
Te vas caminando.
Llega uno de tus amigos, y decides invitarlo a
jugar contigo. Él si sabe cuando debe morir. Así que juegan. Se persiguen, se
golpean, se patean, se estrangulan, se pisan, pero siempre se libran de la
muerte. Corren de un lado al otro, gritando y riendo. Escalan árboles y luego
se van flotando, pisan animales, cosas y personas que ni se inmutan; todo lo que
se les atraviesa lo pisan o patean mientras el tiempo pasa y se vuelven más
altos, más flacos y con esas posiciones extrañas, diagonales.
Salen del parque, siguen jugando. Pasan cerca
de una casa y desaparecen. Pero reaparecen unos metros más adelante. Cruzan a la
otra acera, ahora están caminando en las paredes, pero pasa un coche y los
atropella. Deberían haber muerto, pero que más da, mejor seguir ignorando a la
muerte.
Finalmente oscurece y tú y tu amigo terminan
por morir. Excepto claro cuando caminando por la banqueta, aparecen fugazmente
en los círculos de ese amarillo ámbar que hay cada tantos metros. En esos
momentos reviven y continúan su lucha eterna, su fantasmagórica diversión que
debería haberlos matado hace tiempo.
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