26/9/11

Las sombras del pasado.

Ahí estaba ella, sentada en el balcón de su casa mientras el sol moría en el horizonte. Siempre vestida con ese roído vestido de color azul, ahora deslavado por el tiempo y los años de intemperie. Bebía una taza de té. Dos de azúcar, siempre. Desde las tres de la tarde hasta las seis ella estaba ahí. Esperando. Esperando por aquel que le dijo volvería un día de otoño.

Y pasaron los días, pasaron los meses. Llegó el otoño, y luego el invierno. Las flores de primavera y las lluvias de verano. El no regresaba. Así ella estuvo ahí, esperando. Esperando durante veinte años a que aquel que prometió regresar, regresara. Siempre vestida de azul, siempre tomando té, como el la había dejado, como la última vez que se vieron las caras.

Veinte años esperando hasta que regresó. Si, el regresó. Corrió a ver a su amada y su amada corrió a verlo a el. Había pasado mucho tiempo pero ella nunca dejó de amarlo al igual que el nunca dejó de amarla. Sus semblantes eran diferentes, pero sus corazones aún latían al unísono. Ella le preguntó por que había tardado tanto y el le contó como la guerra le impedía volver.

Pero ahora no importaba, estaban juntos de nuevo, como antes. Si, como antes. Fueron a la playa, como a ella le gustaba, pero a el le venían malos recuerdos. Fueron a bailar como a el le gustaba, pero ella ya había perdido condición. Y así, poco a poco, se dieron cuenta de que el tiempo y la distancia no solo había cambiado sus caras, también sus corazones.

Se amaban, eso es cierto, pero amaban el recuerdo. La idea. Y ahora que la persona y la idea se encontraban y saltaban a la vista las discrepancias, ninguno de los dos se sentía cómodo. Era un amor hipócrita. Un amor falso, porque la persona y la idea no eran las mismas.

El murió en la guerra y ella en el balcón, hace veinte años. Ahora eran otras personas, otros seres errantes. Ellos decían amarse, pero no podían hacerlo. Ella amaba al joven cadete y el a la bella maestra. Ella no amaba al tuerto general y el no amaba a la anciana que vendía tejidos, aún cuando los cuerpos fuesen los mismos.

En fin, ella y el, un día en el campo, decidieron separarse por siempre. Era lo mejor. Ellos amaban al recuerdo, no a la persona. Los dos sabían que era lo que había que hacer. Se dieron un último beso y se despidieron por siempre. El se fue a otro país, ella se quedó.

Y así pasó el tiempo. Ella siempre en su balcón, con su roído vestido color azul. Tomando té, con dos de azúcar. Viendo el horizonte mientras el sol moría y esperaba el regreso de aquel que prometió volver un día de otoño.

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