18/10/22

Raspar

Era su primer día como sacristán en la parroquia de Nuestra Señora de los Ríos. Ya había trabajado en otros templos y venía con buenas recomendaciones, lo que le valió que el obispo Arias lo aceptara de inmediato como ayudante. Su trabajo era el de siempre. Limpiar la iglesia cada día, preparar todo lo necesario para la misa, asistir al obispo en lo que se ofrecera y, si se requería y sabía hacerlo, realizar pequeñas reparaciones y cuidados de mantenimiento. Agotador, pero satisfactorio. Así lo describía.


Tan pronto puso un pie en atrio, divisó al señor Arias esperándole en la puerta principal.


-Me alegra mucho que finalmente hayas llegado. De verdad que necesitamos muchísima ayuda aquí. Han pasado años desde que tuvimos un sacristán formalmente. Nos valemos de la ayuda de los chicos del pueblo o uno que otro malandrín que viene a apoyar como manera de resarcir sus faltas, pero van y vienen y, con perdón de nuestro Señor, pero la mayoría son bastante, no quisiera decirlo así, pero... ya sabes.

-¿Incompetentes?

-Sí. Por decirlo de algún modo.


Le dio un recorrido por todo el edificio principal, desde la nave central hasta el coro y el campanario y luego lo llevó al edificio anexo. Escuchaba atento todo lo que había que hacer, reparar, componer, limpiar y mejorar y, conforme exploraban los rincones, crecía la lista de quehaceres. Pasó las siguientes semanas haciendo, reparando, componiendo y limpiando diligentemente, hasta que la iglesia recuperó ese brillo especial de antaño que muchos pobladores recompensaron con grandes elogios y, también hay que decirlo, con donaciones mayores a comparación de los magros ingresos que se habían percibido en últimas fechas.


Tras cuatro meses de incansable trabajo, la restauración estaba terminada y fue hora de comenzar a planear las mejorías. Que si una campana más grande, que si volver a ponerle pan de oro a los retablos, que si había que cambiar los vitrales. Todo sonaba muy bien, pero con rezos no se consigue vidrio entintado, por lo que los proyectos se quedaron en pausa hasta conseguir los fondos necesarios. Para lo único que sí alcanzaba era para repintar el coro y gracias a la generosidad de una familia que había terminado de remodelar su casa, tenían material suficiente.


Las paredes otrora blancas estaban ennegrecidas por la acumulación de polvo, humo de incienso y años y por más que el sacristán intentaba pintarlas, la suciedad y el recuerdo terminaban por descarapelar la pintura nueva que se convertía en una especie de nevada interior cuando la brisa levantaba las escamas y las dejaba caer suavemente sobre las cabezas de los feligreses.


Ni lavando con lejía y fibras rugosas se caía la pátina de pasado que impedía que la pintura nueva se mantuviera en su lugar, por lo que la única opción que quedó era retirar ese revestimiento y pintar directo en la piedra desnuda. Armado de una espátula y un cepillo de cerdas metálicas, el sacristán comenzó a tallar con fuerza los muros, empezando por la esquina cercana a las escaleras. Al principio, la piedra gris original iba quedando descubierta sin problema, mas al llegar a la pared del fondo, se empezó a develar que había otra capa de pintura debajo que había quedado oculta por el  color blanco mugriento más nuevo. Primero parecían colores combinados sin ton ni son, sin embargo, se fueron sugiriendo formas reconocibles y lo que parecía una imagen creada con un caleidoscopio comenzó a tomar sentido.


Intrigado, el sacristán decidió ser más cuidadoso e ir develando esa antigua obra, a sabiendas que la parroquia llevaba más de un siglo en existencia y seguramente aquello provenía de ese entonces. Pasó horas rascando cuidadosamente, levantando la pintura con delicadeza para no dañar la que se encontraba debajo y con cada centímetro que quedaba al descubierto, más maravillado se sentía. Aunque quería mantenerla en secreto hasta descubrirla por completo, no resistió y fue a buscar al obispo.


-Pasan de las once de la noche, ¿qué es tan urgente?

-Lo lamento, pero de verdad que necesita ver esto.


El señor Arias, enfurruñado por tener que dejar su taza de té enfriar, caminó pesadamente hasta la iglesia y subió los escalones del coro -estas no son horas de estar trabajando, debiste ir a dormir hace un rato. Si sigues así, tendré que pedirte que me devuelvas las llaves al atar...- La frase quedó flotando inconclusa. El obispo estaba boquiabierto. Solo se entrevía un cuarto del total, pero con eso bastaba para adivinar que lo que observaba era glorioso.


-Magnífico ¿cierto?

-Sin duda... sin duda... No tenía ni idea y eso que llevo aquí casi dos décadas... Magnífico sin duda.


A la luz de semejante belleza, el té y la molestia de salir a altas horas de la noche se esfumó y al obispo le invadió una urgencia tremenda por develar lo que aún estaba oculto. Ambos se pusieron manos a la obra y fueron retirando cada vez más ese velo que les impedía apreciar aquello en todo su esplendor.


Estaban sumidos en un trance tan profundo que no fue hasta que una señora llamó desde el piso de abajo que se dieron cuenta de que había amanecido y se les había olvidado por completo tocar las campanas para llamar a misa. El obispo se asomó recargado en el barandal del coro y le pidió que le excusara, pero que tenía una tarea demasiado importante y que la misa tendría que esperar. Escandalizada por semejante afirmación, la señora subió con una mezcla de susto y rabia en sus adentros, exigiendo saber qué era tan relevante como para posponer la ceremonia.


No había llegado al último escalón, cuando se quedó helada. La visión que se le presentó así solo abarcara tres cuartas partes del muro inundó su ser con una emoción hasta entonces desconocida para ella y lo único que alcanzó a hacer fue empezar a recitar el padre nuestro con lágrimas en los ojos, para luego bajar saltando escalones, como si otra vez tuviera veinte años y regresó a su casa envuelta en un aura de asombro que hizo voltear a más de una persona con quien se cruzó en su camino.


La señora les comentó a sus hijos y quisieron averiguar qué pasaba y que había puesto a su madre en un estado de éxtasis rayando en lo preocupante. Caminaron a la iglesia, donde cada vez más feligreses confundidos por la falta de campanadas se estaban reuniendo y a empujones entraron y subieron hacia el coro entre un mar de miradas confundidas y más de un -¡Eh! ¡No pueden subir ahí!- lanzado desde el anonimato.


Bajaron con los ojos abiertos como platos, destellando una luz mística y señalando hacia arriba sin poder articular palabra. Esto desató una marea de gente que pronto inundó el coro y luego las escaleras con personas sollozantes, rezos, alabanzas, proclamaciones de milagro y demás muestras de que algo divino se encontraba plasmado en aquel muro del cual solo faltaba una sexta parte por despintar.


El rumor corrió y, al cabo de unas horas, el atrio de la iglesia estaba a reventar. La multitud se arremolinaba y exigía poder subir a contemplar aquello de lo que tanta gente hablaba, pero era imposible. El coro y las escaleras estaban sellados con cuerpos temblorosos, enloquecidos y bramantes. No importaron los crujidos de las vigas anunciando la catástrofe, ni importó cuando ésta se presentó. Al contrario, al derrumbe del balcón se pudo apreciar desde la nave central aquello que estaba a unos pocos centímetros cuadrados de quedar totalmente a la vista.


La gente entró en estampida, mientras el obispo y el sacristán se mantenían en un minúsculo remanente de lo que fue el coro, raspando los últimos fragmentos de pintura blanca. Un último paso de la espátula y finalmente se desprendió el remanente que quedaba. El obispo y el sacristán se precipitaron desde lo alto, cayendo sobre un mar de cuerpos que hacían lo posible por acercarse más y más hacia aquel muro. Mientras, muchos seguían subiendo las escaleras para luego ser arrojadas desde lo que quedaba del rellano por quienes les empujaban por detrás.


La locura aumentaba, transformándose en desesperación y luego en ira. Aquello que en un inicio se mostraba como un acto de Dios, comenzó a sentirse como un objeto maldito, creación demoniaca, invento de Satán. La turba se enardecía cada vez más y comenzó a lanzar todo lo que encontraba para poder destruir aquello. Fue hasta que uno de los cirios fue a dar contra la pared y parte de la cera fresca se distribuyó formando un manchón que el furor amainó ligeramente, a la vez que desató una lluvia de cirios y cera hirviente que se desparramaba sobre quienes se mantenían justo debajo de aquella creación infernal.


Poco a poco se fue cubriendo de nuevo y entre menos quedaba a la vista, más cordura les regresaba a los presentes. Cuando lo suficiente había vuelto a estar oculto como para que quienes permanecían al interiro de la parroquia pudieran escapar de su atracción, muchos corrieron de regreso a sus casas, trayendo consigo baldes de pintura, yeso, cemento o cualquier cosa que pudieran encontrar para lanzarle a cubetadas, con las manos entre alaridos, en frascos de vidrio que estallaban contra el muro. Hasta que finalmente volvió a desaparecer aquello bajo una mezcla indescifrable de colores y sustancias. Y mientras unos buscaban sobrevivientes entre los escombros y otros corrían a sus casas en shock jurando que no habían visto nada, un pequeño grupo fue tapiando la entrada de la escalera que subía al coro, para que nadie nunca pudiera volver a acercarse.

1 comentario:

  1. Las lecturas de estos días han sido tan exquisitas que cada una emana el toque especial del escritor, todas con sus diferentes desenlaces y sus tan características formas de atraparte al querer seguir leyendo de una.

    Quisiera poder tener contacto directo con el misterioso mapache, pero no encuentro la forma de llegar a él.

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Cuando lo que se expresa es odio, no hay libertad...

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