Desde que se había mudado a la ciudad, le gustaba explorar cada rincón, calle y barrio en búsqueda de sorpresas y lugares curiosos y pronto dedujo que conocía más sitios secretos y joyas escondidas que sus propios vecinos. Desde parques solitarios donde disfrutar las tardes panza arriba, hasta restaurantes de comida exótica, pasando por tiendas de artículos extravagantes, bibliotecas, museos y foros donde bandas excelentes solían dar conciertos a buen precio. Pero a pesar de su enorme curiosidad y disposición para investigar, había algo que aún no había tenido la oportunidad de conocer. O algo así.
Cada noche, a eso de las once y cuarto, minutos más, minutos
menos, pasaba un autobús por su calle. Según la ruta que marcaba, atravesaba desde
algún lugar en el sur hasta el estadio R. Rosaldo, en el extremo norte de la
ciudad, completando unos 10 kilómetros de recorrido que incluía lugares
icónicos como el casco antiguo de la urbe. Muchas veces lo había tomado de
día y conocía el camino de cabo a rabo, pero el que transitaba por la noche le llamaba mucho la atención
ya que nunca tenía pasajeros. Alguna vez le preguntó a sus vecinos para que existiá una corrida a esa hora si nadie la usaba y la respuesta le resultó insatisfactoria: “¿Quién
va a querer ir hasta allá a estas horas?”. Así que se decidió a abordarlo hasta
el final del trayecto, aunque tuviera que tomar un taxi de regreso a su casa.
Tan pronto se presentó un día donde pudiera trasnochar, tomó
una chamarra ligera, dinero suficiente y se paró en la banqueta a esperar. El autobús
arribó a las once y veintitrés y sin nadie dentro más que el chofer, como era
costumbre. Subió la escalinata, pagó el importe exacto, tomó su boleo y se
sentó más o menos a la mitad, junto a la ventana.
La ciudad nocturna le parecía increíble, transformada en otra
totalmente distinta. La falta de transeúntes y automovilistas le permitían
apreciar con más detenimiento esos detalles que le encantaba encontrar y que
con la escaza iluminación adquirían un aura de misterio que le hacían volar la
imaginación. Desde arte urbano sorprendente y extrañas esculturas que adornaban
las esquinas de las casas, pasando por gente que caminaba en soledad con rumbos
que ignoraba y antros repletos de clientes sin miedo al amanecer convertidos en
islas de luz y ruido en un mar de calma.
Conforme avanzaba por la ruta le quedaba más claro que sí, ¿quién
querría usar el transporte a esa hora? Por más kilómetros que pasaban, nadie lo
detenía, ni siquiera quienes estaban sentados en las paradas amparados bajo las
blancas luces fluorescentes. Atravesó las callejuelas del centro que a esas
horas se le figuraban como un laberinto y continuó hacia el norte, a velocidad
constante y deteniéndose ocasionalmente en un semáforo. En una de esas veces,
notó que una pareja en una esquina le señalaban para después cuchichear entre
ellos. Supuso que también habían notado la permanente ausencia de pasajeros y
ver por fin a uno se les hizo algo digno de comentar.
El sueño comenzó a instalarse en su cuerpo, el viaje a parecerle demasiado largo y la recompensa por su aventura muy exigua. A lo
lejos divisó el estadio que se perfilaba como una tortuga gigante con ese cielo
negro amarillento de las noches metropolitanas por fondo. Casi llegaba a su
destino y se preguntó si había sido mala idea llegar hasta allá, dado
que las calles estaban completamente vacías, sin ningún taxi a la vista y
caminar de regreso se le antojaba como algo demasiado extenuante. El autobús
rodeó el estadio y finalmente se detuvo expulsando una exhalación una vez que el chofer apagó el motor.
Supo que era hora de descender, pero se resistía a hacerlo, como cuando uno se niega a abandonar la comodidad de las cobijas en
las mañanas frías y nubladas. Despegó la vista de la ventana y volteó al
retrovisor, en donde se encontró con una mirada fija y penetrante. Esperaba que
le dijera algo, que ya se tenía que bajar, pero no sucedía nada, solo le veía
en silencio. Sus ojos oscuros le parecían pozos sin fondo de los cuales no
podía escapar, eran hipnóticos e inexplicablemente tranquilizadores. Así permanecieron,
viéndose en el reflejo sin mover un músculo durante varios minutos que comenzaron
a sentirse como horas.
Al cabo de un momento, notó que no había parpadeado ni una
sola vez en todo ese tiempo y tampoco tenía claro si el conductor lo
había hecho. También se dio cuenta que no sentía el aire fresco a pesar de que
las ventanas estaban abiertas, más bien parecía que estaba a esa extraña
temperatura donde no se percibe a menos que sople el viento. Asimismo, el
silencio era el más absoluto que recordaba, pero lo que más le sorprendió es
que ni siquiera escuchaba su propia respiración.
Intentó moverse sin éxito, también probó con desviar la
mirada y fracasó igualmente, tal como si se hubiera convertido en roca sólida o
el aire en hielo que le impedía hacer el más mínimo movimiento. Se mantuvo ahí,
en ese instante estático e interminable que se hacía más largo con cada segundo
que pasaba ¿o habían pasado minutos? ¿horas? ¿años? Ya no tenía noción del
tiempo y concluyó que tampoco del espacio, porque por más que intentaba
recordarlo, no sabía dónde estaba más allá de estar dentro de un autobús.
Se esforzó por hacer memoria y no lograba establecer cómo
había llegado ahí, donde fuera que fuese ese ahí, mas era inútil. No tenía ni
idea. Sin poder apartar la vista del espejo, seguía escarbando en sus recuerdos
para ver que éstos se iban desvaneciendo tan pronto como los evocaba, asemejándose
a un libro al que le estaban arrancando las páginas empezando por el final.
Entre más atrás se remontaba, más olvidaba.
Le parecía asombroso no estar sintiendo pánico. Es más, no estaba sintiendo nada, tanto así que ni siquiera sentía su propio ser y se percató que tampoco percibía el marco permanente que formaba la orilla de sus lentes. Ni su nariz, ni sus piernas, ni sus manos que hasta hacía una fugaz eternidad había dejado descansando sobre su regazo. Por el rabillo del ojo intentó ver su figura reflejada en la ventana y al no encontrarla, terminó de esfumarse por completo.
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