Tal como acostumbraba, mezcló espinacas,
tomates, setas y hierbas de olor frescas con pasta hecha a mano y el mejor
queso de la granja vecina. Era un día especial en el que toda la familia se
reuniría a visitarle y no iba a escatimar en gastos. Desde sus hijos hasta sus
bisnietos, todos llegaban a la quinta que logró adquirir con el dinero de su
pensión y en donde había pasado las últimas décadas criando aves de corral y
perfeccionando sus habilidades para hacer germinar todo tipo de hortalizas.
La mesa estaba puesta y los
comensales expectantes. Copas servidas con vino o jugo de las manzanas recién
cortadas y que apenas hacía cinco años se habían incorporado al menú. La lasaña
llegó al lugar de honor en el centro de la mesa mientras todos la elogiaban
sabiendo que su exquisito sabor seguramente estaría más allá de lo que lograban
expresar con halagos.
Un cumpleaños más celebrado con
éxito, todos comieron hasta el hartazgo no sin dejar espacio para una gran
rebanada de tarta de higos. Muchos pasaron la noche ahí, otros regresaron a casa.
A los más pequeños siempre les gustaba quedarse y ayudar a recolectar huevos
para el desayuno que acompañaban con lo que creciera de la tierra húmeda y estuviera
al alcance de tijeras o navajas.
Al día siguiente todos los chiquillos
salieron en tropel a ayudar con la colecta. Unos en el gallinero, otros en el
huerto, todos supervisados por sus mayores y los mayores a su vez por la gran voz
de la experiencia, que tras muchos años había perfeccionado sus habilidades
para distinguir lo que estaba listo y lo que no y aunque poco a poco su vista
comenzaba a flaquear, su tacto y olfato se mantenían perfectamente afinados.
Pasado medio día, conforme los visitantes
regresaban a sus hogares, la casa comenzó a vaciarse y quedar en el silencio
habitual del campo. Ya en su soledad, sintió algo extraño. Algo de dolor en el
estómago, pero nada de qué preocuparse. A su edad, era más preocupante no
sentir nada y más aún después de dos días de glotonería.
A kilómetros de ahí, una niña comenzó a vomitar. Le siguió su madre y su hermano mayor. Uno a uno, como fichas de dominó, todos quienes habían asistido a la fiesta comenzaron a tener dolores cada vez más fuertes, vómito y diarrea, a veces con sangre. En la granja era lo mismo, se encerró en el baño retorciéndose de dolor y sacando de su cuerpo todo lo que había comido y, de haber tenido algo más, seguramente eso habría salido también.
Todos, en sus hogares, escuelas o
trabajos, pasaron por un episodio de lo más extenuante y desagradable, pero del
mismo modo, todos lo atribuyeron a algo que estaba en mal estado, a la contaminación
de los alimentos o a sus estómagos débiles de citadinos que no aguantaron una
estadía lejos de los jabones desinfectantes y el agua purificada. Tras unas
horas, parecía que todo volvía a la normalidad. Más allá de la sed, calambres y
dolor de cabeza causados por la deshidratación, todos dieron por terminado el
asunto.
Todos excepto quien habitaba la granja. Sabía que eso no era normal, que algo extraño había ocurrido. Supuso que era la edad y que su cuerpo ya no estaba en condiciones de atravesar opíparos banquetes, pero al no tener teléfono no podía corroborar que el resto de su familia había pasado por algo similar. Se mantuvo prestando atención a su cuerpo esperando que, entre retortijones y arcadas, le dijera que le tenía así.
El resto de ese día y la mañana
que siguió parecieron normales. En la ciudad todos regresaron a sus actividades
habituales dopados con antidiarreicos para evitar bochornos, pero en la granja
no. No había comido nada, esperando así no enmascarar síntomas y, en ayunas,
comenzó a recorrer minuciosamente cada parcela. ¿Habría sido el nuevo fertilizante?
¿Acaso alguna planta tenía una infección? ¿Fue salmonella por los huevos? Nada
parecía fuera de su sitio ni novedoso, pero algo andaba mal y lo sabía.
En la ciudad, un niño se desplomó
en el patio convulsionando. En su trabajo, una mujer comenzó a vomitar sangre.
Un auto se estrelló contra otro en sentido contrario porque su conductor perdió
el conocimiento. Como si se tratase de una bomba de relojería, cada uno comenzó
a colapsar entre dolores terribles en sus riñones e hígado, con hemorragias
incontrolables, alucinando o hundiéndose en el coma más profundo y repentino.
En la granja, mientras caminaba de
regreso, aún con la sospecha, pero sin éxito alguno, sintió como si le hubieran
atravesado el costado con una lanza en llamas. Su cuerpo exánime se desplomó
mientras que el dolor le hacía apretar tanto su mandíbula que pensó que se iban
a quebrar sus dientes. Comenzó a sangrar por la nariz y a sentir frío, un frío
que venía de adentro, que comenzaba a esparcirse y atenazaba sus extremidades. A
penas pudo incorporarse, pero la desorientación era salvaje, sentía como si
llevara horas dando vueltas y no lograba ubicarse. Caminó unos pasos hasta que
trastabilló con la orilla de una de las camas donde crecían una amplia variedad
de alimentos y cayó encima de las acelgas que comenzaban a brotar.
Boca abajo, con la cara
llena de tierra, en medio de una paradójica mezcla de agonía y entumecimiento general,
vio un hongo. Y otro. Y otro. Los que había usado para la cena y el desayuno,
los mismos que había comido durante años desde que, por casualidades de la
naturaleza, comenzaron a brotar con las lluvias. Pero de cerca y con la
claridad que ofrece el saberse en el borde del último precipicio, comenzó a
notar pequeñas diferencias. Diferencias casi imperceptibles, pero que ahí
estaban. Entonces, como un rayo atravesando la niebla que se iba apoderando de
su mente, tuvo la revelación de que no estaba experimentando los
últimos minutos de luz en soledad, sino que todos quienes habían ido hacía dos días a
celebrarle le acompañarían en ese trayecto.
-Amanita phalloides- alcanzó
a decir antes de que una nueva estocada en su hígado le hiciera perder el
conocimiento.
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