9/11/22

La tertulia de lo inconfesable (IV)

Para la cuarta noche todas las sombras se sentían casi cómodas con ir a aquellas sesiones nocturnas. La mitad veía ese cuarto en penumbra como el único sitio sobre la tierra donde por primera vez se sentían libres del terrible peso de sus secretos más oscuros, mientras que la otra mitad sentía la urgencia a la vez que el temor por abrir la boca y expulsar aquello que quemaba sus almas como hierros incandescentes.


Puntuales a su cita, ocuparon sus puestos en el círculo de sillas que les esperaba en silencio mientras las nubes de una lluvia discreta y pasajera iban cubriendo la luna en cuarto menguante, cuyos rayos a penas y se colaban entre los pesados cortinajes que cubrian las ventanas. Respiraron el particular aroma a tormenta próxima, agudizaron el oído y prepararon el alma para ver lo que había debajo de una nueva máscara.


IV


Tal como lo dijeron el otro día, yo me quería sentir poderoso, grande, dominante. Yo sí quería eso y lo disculpo por el juicio y a la vez me disculpo por el asco que le pueda provocar, pero para eso estamos aquí, para dar asco, para que nos miren con odio, para dar cuenta de toda es porquería que llevamos en el interior arrastrando desde hace quién sabe cuánto tiempo.


Esa noche mi mejor amiga estaba borracha, muy, muy ebria, al grado que apenas se mantenía despierta. Primero pensé que lo que iba a hacerle era producto del amor, que ella me quería y que de haber estado despierta al final me habría dicho que sí. Me convencí de que ella así lo quería, de que ella lo deseaba tanto como yo.


Aún recuerdo esa sensación de estar rompiendo todas las reglas y barreras del mundo mientras le arrancaba los calzones, mientras lamía su vulva con furia, queriendo que se despertara y, no sé, que me pateara la cara para luego entonces poder someterla y sentir ese poder corriendo por mis venas. Sentirme un toro, un huracán, un meteoro imparable, la fuerza en su estado más salvaje y animal. Quería sentirlo, quería escucharla gritar que me detuviera y seguir, golpearla y seguir.


Y, de hecho, algo así pasó. Supongo que fue el dolor de haberla penetrado sin ningún tipo de contemplación o piedad, pero con condón, lo que la hizo despertar de su sopor etílico y dar un alarido que tapé inmediatamente con una de las almohadas. La recuerdo retorciéndose bajo mi cuerpo como un gusano con sal, gritando, llorando, suplicando a la vez que luchaba con uñas, no con dientes porque la almohada nunca la quité. Estas cicatrices de rasguños que tengo en la cara las llevo con orgullo, aunque nunca cuente su historia.


Sentía como si estuviera domando un caballo o más aún, como si estuviera domando el mar o como si estuviera domando a Dios mismo, haciéndolo seguir mi voluntad. Me sentí tan, pero tan enorme, tan fuerte, tan poderoso, tan invencible que yo creo que en ese momento podría haber derribado una casa a puñetazos si me lo hubiera propuesto.


Ni siquiera recuerdo si me corrí o no, porque me desconecté. Hubo un punto donde ya no tenía control de mí mismo ni de la situación. Me desperté cuando dejé de sentir sus intentos por zafarse que me excitaban tanto. Por un momento pensé que la había asfixiado y me entró el miedo a la vez que el alivio. Miedo porque sabía que tendría que deshacerme del cuerpo, pero alivio porque sabría que el secreto me lo llevaría a la tumba. Pero solo se desmayó, no sé si de cansancio, por la falta de aire, de dolor, del shock o de todo mezclado.


Me levanté y le quité la almohada. Su cara estaba enrojecida y surcada por lágrimas, sus labios sangraban. La limpié con un trapo con cloro, especialmente las uñas que tenían mi sangre, para que todo rastro desapareciera. La subí en el coche y la fui a tirar a un parque a varios kilómetros de mi casa, pero relativamente cerca del bar donde habíamos estado. La dejé así, medio desnuda, tirada entre los arbustos, le vacié encima lo que me quedaba de una botella de tequila y la dejé vacía a su lado.


Levantó la denuncia y todo, pero claro que nadie le creyó. Ebria y como iba vestida... Ya saben cómo son los policías. Nunca nos volvimos a hablar, supongo que ella lo sabe tan bien como yo, pero no tiene pruebas. Es mi palabra contra la suya, aunque ella tenga toda la razón.

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