Están cordialmente invitados a la tertulia de lo inconfesable, a la casa de lo peor de lo peor. Un espacio donde podrán venir a decir lo indecible, a revelar lo irrevelable, a dejar ver lo que nadie debería ver, ni oír, ni saber. Vengan, seres asquerosos, horribles, detestables, despreciables y aborrecibles a contar sus historias. Solo existe una condición, que mientras uno habla los demás callan y aún después. Lo que se diga ahí dentro ahí dentro se queda, para que no escape y manche al prístino exterior que, tú y yo sabemos, solo son apariencias.
Vengan, vengan, escuchémonos entre nosotros, démonos un
momento de paz, para dejar de luchar con ese secreto que tanto deseamos contar,
pero no tenemos a quien. Este es ese espacio donde de la mano de otros seres repugnantes
tal vez nos convenzamos un poco de que al final no lo somos tanto o al menos a
aceptar que lo somos.
Vengan, vengan. Aquí les espero.
Eso rezaba un cartel pegado en varios postes por toda la ciudad y, al final, un número telefónico. Muchas personas lo leyeron, no tantas consideraron llamar y solo unas pocas lo hicieron. Se les dio la ubicación, asignó una hora de llegada y una puerta de entrada, con tal de que nadie se pudiera encontrar en el camino. Se estableció que cada día hablaría una persona evitando a toda costa dar la más mínima pista de quienes eran, y el resto solo se sentaría a escuchar lo que tenían que decir sin hacer el más mínimo comentario al respecto. Sombras, serían sombras.
Así, en la fecha pactada, seis personas se reunieron y como
si fuera una versión retorcida de las Mil y Una Noches, por las próximas seis
veladas se escucharían seis historias. Estas historias.
Maté a mi madre. Así, para qué
darle más vueltas. La maté y no me arrepiento de nada. Y ustedes dirán, “¿Por
qué la mataste?” porque aunque dijimos que aquí nadie juzga ni
pregunta, sé que igual se lo preguntan.
¿Por qué maté a mi madre, dicen?
Bueno, porque la odiaba. ¿Te maltrataba? ¿Te hería? Seguro están pensando. Pues
no. Ella era la mujer más bella y hermosa que alguna vez conocí y posiblemente
conoceré. Era un ángel, dulce, amable, amorosa como solo una madre convencida
de serlo puede llegar a ser. Me crio a mí y a mis dos hermanas con todo el
cariño, paciencia, cuidado y ternura que el universo pudo meter en su cuerpo
que, de haber sido más grande, igual le habría metido más y más y más amor.
Y no solo era así con nosotros,
lo era con mi padre, con el resto de la familia, con los vecinos, con los demás
de la iglesia, con los meseros, cajeros, peatones, vagabundos, perros, árboles
y hasta con las cosas que hacía. Porque mi madre tejía y pintaba, escribía
pequeños cuentos, cocinaba cosas tan sabrosas que nada en el mundo me ha
satisfecho y calentado el alma tanto como un plato elaborado por ella.
Por eso la odiaba y por eso la
maté.
Porque me daba asco. Me daba asco
su amor absoluto, su paciencia infinita, su rectitud inquebrantable, su serenidad
que era un bálsamo de los desesperados, su belleza angelical. Todo su ser
irradiaba luz, luz que llegaba hasta lo más profundo de los corazones más
negros. Por eso me daba asco.
Porque era como una constante
recriminación frente a todo lo que yo soy. Un malviviente, alcohólico, mal
hablado, manzana podrida sin provenir ni futuro que morirá en la más absoluta
soledad cubierto de mi misma mierda que bien me lo tengo merecido. Y verla, ver
su perfección era un recordatorio de lo asqueroso que soy, del desperdicio de
hijo que fui, de lo inmerecido de sus abrazos y besos, de sus palabras dulces,
de sus regalos y sus miradas de preocupación. Me asqueaba verme al espejo y
saberme su hijo y por eso ella me daba asco. ¿Cómo un ser de pura bondad pudo
dar a luz a un amasijo de porquería? ¿Cómo todo ese infinito amor no había
bastado para llenar el pozo sin fondo de mi alma putrefacta?
Por eso la maté. Porque no la soportaba verme. Porque no soportaba que ella me viera sin asco, sin temor, sin
decepción, sin desaprobación, solo con ternura, solo con un “Ay hijito mío” que
me hacía revolver el estómago y sentir como las lágrimas de rabia se me
agolpaban en los ojos sin poder salir, solo inundando mi cabeza de una infinita
tristeza, dolor y odio. Por eso la maté. Para extinguir esa llama que evitaba
que me escondiera en lo más profundo y olvidado de la oscuridad más pestilente.
La maté y no me arrepiento.
La maté y la maté con odio y
desprecio, pero también con respeto. No mancillé su cuerpo, no la lastimé
innecesariamente. No importa cómo, pero juro que fui rápido, certero. En sus
ojos lo vi. Ella lo sabía, hasta podría decir que ni siquiera estaba
sorprendida de que yo la matara. Eso me hizo odiarla más, porque ni siquiera se
defendió. Aceptó mi decisión con un último “Ay hijito mío” que todavía me
taladra los oídos en las noches y me acompañará hasta la muerte y, si existe un
infierno, allá también lo escucharé por el resto de la eternidad. “Ay hijito
mío”.
Otra ves quede enganchada desde las primeras líneas, disfruto mucho leerte!
ResponderEliminarVez*
EliminarEsto es una obra de arte
ResponderEliminarGracias! Saludos anónimx.
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