6/11/22

La tertulia de lo inconfesable (I)

Están cordialmente invitados a la tertulia de lo inconfesable, a la casa de lo peor de lo peor. Un espacio donde podrán venir a decir lo indecible, a revelar lo irrevelable, a dejar ver lo que nadie debería ver, ni oír, ni saber. Vengan, seres asquerosos, horribles, detestables, despreciables y aborrecibles a contar sus historias. Solo existe una condición, que mientras uno habla los demás callan y aún después. Lo que se diga ahí dentro ahí dentro se queda, para que no escape y manche al prístino exterior que, tú y yo sabemos, solo son apariencias.


Vengan, vengan, escuchémonos entre nosotros, démonos un momento de paz, para dejar de luchar con ese secreto que tanto deseamos contar, pero no tenemos a quien. Este es ese espacio donde de la mano de otros seres repugnantes tal vez nos convenzamos un poco de que al final no lo somos tanto o al menos a aceptar que lo somos.


Vengan, vengan. Aquí les espero.


Eso rezaba un cartel pegado en varios postes por toda la ciudad y, al final, un número telefónico. Muchas personas lo leyeron, no tantas consideraron llamar y solo unas pocas lo hicieron. Se les dio la ubicación, asignó una hora de llegada y una puerta de entrada, con tal de que nadie se pudiera encontrar en el camino. Se estableció que cada día hablaría una persona evitando a toda costa dar la más mínima pista de quienes eran, y el resto solo se sentaría a escuchar lo que tenían que decir sin hacer el más mínimo comentario al respecto. Sombras, serían sombras.


Así, en la fecha pactada, seis personas se reunieron y como si fuera una versión retorcida de las Mil y Una Noches, por las próximas seis veladas se escucharían seis historias. Estas historias.


 I


Maté a mi madre. Así, para qué darle más vueltas. La maté y no me arrepiento de nada. Y ustedes dirán, “¿Por qué la mataste?” porque aunque dijimos que aquí nadie juzga ni pregunta, sé que igual se lo preguntan.


¿Por qué maté a mi madre, dicen? Bueno, porque la odiaba. ¿Te maltrataba? ¿Te hería? Seguro están pensando. Pues no. Ella era la mujer más bella y hermosa que alguna vez conocí y posiblemente conoceré. Era un ángel, dulce, amable, amorosa como solo una madre convencida de serlo puede llegar a ser. Me crio a mí y a mis dos hermanas con todo el cariño, paciencia, cuidado y ternura que el universo pudo meter en su cuerpo que, de haber sido más grande, igual le habría metido más y más y más amor.


Y no solo era así con nosotros, lo era con mi padre, con el resto de la familia, con los vecinos, con los demás de la iglesia, con los meseros, cajeros, peatones, vagabundos, perros, árboles y hasta con las cosas que hacía. Porque mi madre tejía y pintaba, escribía pequeños cuentos, cocinaba cosas tan sabrosas que nada en el mundo me ha satisfecho y calentado el alma tanto como un plato elaborado por ella.


Por eso la odiaba y por eso la maté.


Porque me daba asco. Me daba asco su amor absoluto, su paciencia infinita, su rectitud inquebrantable, su serenidad que era un bálsamo de los desesperados, su belleza angelical. Todo su ser irradiaba luz, luz que llegaba hasta lo más profundo de los corazones más negros. Por eso me daba asco.


Porque era como una constante recriminación frente a todo lo que yo soy. Un malviviente, alcohólico, mal hablado, manzana podrida sin provenir ni futuro que morirá en la más absoluta soledad cubierto de mi misma mierda que bien me lo tengo merecido. Y verla, ver su perfección era un recordatorio de lo asqueroso que soy, del desperdicio de hijo que fui, de lo inmerecido de sus abrazos y besos, de sus palabras dulces, de sus regalos y sus miradas de preocupación. Me asqueaba verme al espejo y saberme su hijo y por eso ella me daba asco. ¿Cómo un ser de pura bondad pudo dar a luz a un amasijo de porquería? ¿Cómo todo ese infinito amor no había bastado para llenar el pozo sin fondo de mi alma putrefacta?


Por eso la maté. Porque no la soportaba verme. Porque no soportaba que ella me viera sin asco, sin temor, sin decepción, sin desaprobación, solo con ternura, solo con un “Ay hijito mío” que me hacía revolver el estómago y sentir como las lágrimas de rabia se me agolpaban en los ojos sin poder salir, solo inundando mi cabeza de una infinita tristeza, dolor y odio. Por eso la maté. Para extinguir esa llama que evitaba que me escondiera en lo más profundo y olvidado de la oscuridad más pestilente.


La maté y no me arrepiento.


La maté y la maté con odio y desprecio, pero también con respeto. No mancillé su cuerpo, no la lastimé innecesariamente. No importa cómo, pero juro que fui rápido, certero. En sus ojos lo vi. Ella lo sabía, hasta podría decir que ni siquiera estaba sorprendida de que yo la matara. Eso me hizo odiarla más, porque ni siquiera se defendió. Aceptó mi decisión con un último “Ay hijito mío” que todavía me taladra los oídos en las noches y me acompañará hasta la muerte y, si existe un infierno, allá también lo escucharé por el resto de la eternidad. “Ay hijito mío”.

4 comentarios:

Cuando lo que se expresa es odio, no hay libertad...

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