La segunda noche todos llegaron puntuales. Uno por uno, con escasos minutos de diferencia, se fueron llenando los seis asientos. Cada sombra se dispuso a escuchar el cuento de la noche de este Decamerón de lo aborrecible.
Cuando la ultima persona ocupó su sitio en el más absoluto silencio, todos quedaron a la expectativa de lo que la nueva narradora tenía por compartirles.
II
Como ayer, mi historia también involucra a mis padres. Especialmente a mi padre. Yo lo amo. Lo amo
como solo yo soy capaz de hacerlo. Lo amo porque es quien me ha cuidado desde
pequeña, me crio, me educó, me protegió, me dio todo lo que necesitaba cuando
mamá murió y nos quedamos él y yo solos en el mundo. Dos fantasmas sumidos en
la tristeza que se acompañaban mutuamente para hacer la soledad más llevadera.
No fue él. Quiero que quede
clarísimo, porque no van a faltar quien así lo piense. No fue él. Nunca fue él.
De hecho, se resistió mucho al principio. También quiero dejar super claro que
yo ya tenía veintidós y que había hecho y deshecho y, por ello, sabía que nunca
encontraría a un hombre que me amara tanto como lo hace mi padre. Y cuando lo
comprendí, fue que me di a la tarea de conseguir que me viera como yo lo veía a
él. No sé cuándo ni cómo pasó, por más que lo intento, pero pasó. Es como
cuando intentas pensar cuándo te hiciste amiga de alguien o cuándo tu mejor
amigo se volvió tu mejor amigo. Simplemente hay un momento en que te das cuenta
de que no podrías vivir sin esa persona y que se ha vuelto tan, pero tan
importante que no te imaginas la vida sin ella.
Comencé despacio, invitándolo a
pasear, al cine, al parque. Total, eso es completamente normal entre padre e
hija. Pero las pláticas se iban haciendo distintas. Quería conocerlo más como
persona que como mi papá. Le preguntaba de su vida, comparaba sus anécdotas con
las mías, muchas de las cuales él ni se imaginaba. ¿Cómo una chica de mi edad
habría hecho tantas cosas en tan poco tiempo? Después lo invité a cenar. Una.
Dos. Tres veces. A beber. Una. Dos. Tres veces.
Una noche noté como me empezó a
mirar como quería que me mirara, pero en cuanto le sonreí de vuelta, su cara se
volvió seria. Enmudeció, se levantó de la mesa y se fue a casa. No me habló
durante dos semanas, ni siquiera se atrevía a verme. No sé si era vergüenza,
culpa, horror, pero le carcomía el cerebro de manera terrible.
Lo encontré llorando un día,
ebrio, cubierto con su propio vómito, tirado en el piso del baño. Lo ayudé a
levantarse, a limpiarse, él me decía que no, que lo dejara, que lo perdonara,
que era un malnacido, que era un padre terrible, y por cada insulto que lanzaba
a sí mismo, yo le respondía con palabras de amor. Con cariño le decía que lo
amaba, que lo amaba como las flores aman al sol, como los pájaros aman la
brisa. Que estaba bien, que lo entendía porque yo también lo sentía, que sabía
que estaba mal, que era aberrante, pero no me importaba. Mi amor era más fuerte
que el miedo a las miradas de reprobación y náusea y lo sigue siendo.
Esa noche nos dimos nuestro
primer beso y ahí quedó. A la mañana siguiente se sentía una tensión tan, pero
tan grande entre nosotros que, si nos hubiéramos visto fijamente y alguien
hubiera agitado el aire entre nosotros, seguro habría resonado como una cuerda
de guitarra. No nos hablamos por otros tres días, pero nos mirábamos de reojo,
midiéndonos, calculando las palabras, el momento justo que nunca llegaba para
hablar de algo que ninguno de los dos queríamos nombrar siquiera. Pero, tomé la
responsabilidad de haber sido la que empezó todo y una noche que estaba sentado
en la sala, le llevé una taza de té y me senté en el sillón de al lado con mi propia
taza.
“Tenemos que hablar” le dije, con
ese tono que usan los padres con sus hijas y él, con la mirada que usan las
hijas con sus padres al escuchar semejante declaración, asintió. Ni siquiera sé
que dije, hablé en automático, como si alguien más se hubiera apoderado de mi
cuerpo mientras yo flotaba a un lado. Le expliqué lo que sentía, que sabía lo que
implicaba, hasta planteé algunas reglas y lineamientos. Dije todo lo que se me
ocurría sin saber cómo detenerme, mientras él solo me veía callado, asintiendo
de vez en cuando. No podía leer su rostro, no sabía si estaba enojado,
preocupado, feliz, nada. Blanco total. Ahora cada vez que juego póker intento
emularlo, aunque creo que no me sale tan bien.
Después de que se me agotaron las
ideas él solo dijo “lo voy a pensar”. Se levantó y no me volvió a hablar ni a
mirar por otros tres días. Pero ahora sabía que estaba hundido en sus
pensamientos y que solo quedaba esperar. Me hubiera encantado escuchar ese
debate interno entre la moral, el deseo, el amor y la ética. Finalmente,
pasados esos tres días, me llevó una rosa blanca, como las que le gustaban a mi
madre.
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