7/11/22

La tertulia de lo inconfesble (II)

La segunda noche todos llegaron puntuales. Uno por uno, con escasos minutos de diferencia, se fueron llenando los seis asientos. Cada sombra se dispuso a escuchar el cuento de la noche de este Decamerón de lo aborrecible.


Cuando la ultima persona ocupó su sitio en el más absoluto silencio, todos quedaron a la expectativa de lo que la nueva narradora tenía por compartirles.


II


Como ayer, mi historia también involucra a mis padres. Especialmente a mi padre. Yo lo amo. Lo amo como solo yo soy capaz de hacerlo. Lo amo porque es quien me ha cuidado desde pequeña, me crio, me educó, me protegió, me dio todo lo que necesitaba cuando mamá murió y nos quedamos él y yo solos en el mundo. Dos fantasmas sumidos en la tristeza que se acompañaban mutuamente para hacer la soledad más llevadera.


No fue él. Quiero que quede clarísimo, porque no van a faltar quien así lo piense. No fue él. Nunca fue él. De hecho, se resistió mucho al principio. También quiero dejar super claro que yo ya tenía veintidós y que había hecho y deshecho y, por ello, sabía que nunca encontraría a un hombre que me amara tanto como lo hace mi padre. Y cuando lo comprendí, fue que me di a la tarea de conseguir que me viera como yo lo veía a él. No sé cuándo ni cómo pasó, por más que lo intento, pero pasó. Es como cuando intentas pensar cuándo te hiciste amiga de alguien o cuándo tu mejor amigo se volvió tu mejor amigo. Simplemente hay un momento en que te das cuenta de que no podrías vivir sin esa persona y que se ha vuelto tan, pero tan importante que no te imaginas la vida sin ella.


Comencé despacio, invitándolo a pasear, al cine, al parque. Total, eso es completamente normal entre padre e hija. Pero las pláticas se iban haciendo distintas. Quería conocerlo más como persona que como mi papá. Le preguntaba de su vida, comparaba sus anécdotas con las mías, muchas de las cuales él ni se imaginaba. ¿Cómo una chica de mi edad habría hecho tantas cosas en tan poco tiempo? Después lo invité a cenar. Una. Dos. Tres veces. A beber. Una. Dos. Tres veces.


Una noche noté como me empezó a mirar como quería que me mirara, pero en cuanto le sonreí de vuelta, su cara se volvió seria. Enmudeció, se levantó de la mesa y se fue a casa. No me habló durante dos semanas, ni siquiera se atrevía a verme. No sé si era vergüenza, culpa, horror, pero le carcomía el cerebro de manera terrible.


Lo encontré llorando un día, ebrio, cubierto con su propio vómito, tirado en el piso del baño. Lo ayudé a levantarse, a limpiarse, él me decía que no, que lo dejara, que lo perdonara, que era un malnacido, que era un padre terrible, y por cada insulto que lanzaba a sí mismo, yo le respondía con palabras de amor. Con cariño le decía que lo amaba, que lo amaba como las flores aman al sol, como los pájaros aman la brisa. Que estaba bien, que lo entendía porque yo también lo sentía, que sabía que estaba mal, que era aberrante, pero no me importaba. Mi amor era más fuerte que el miedo a las miradas de reprobación y náusea y lo sigue siendo.


Esa noche nos dimos nuestro primer beso y ahí quedó. A la mañana siguiente se sentía una tensión tan, pero tan grande entre nosotros que, si nos hubiéramos visto fijamente y alguien hubiera agitado el aire entre nosotros, seguro habría resonado como una cuerda de guitarra. No nos hablamos por otros tres días, pero nos mirábamos de reojo, midiéndonos, calculando las palabras, el momento justo que nunca llegaba para hablar de algo que ninguno de los dos queríamos nombrar siquiera. Pero, tomé la responsabilidad de haber sido la que empezó todo y una noche que estaba sentado en la sala, le llevé una taza de té y me senté en el sillón de al lado con mi propia taza.


“Tenemos que hablar” le dije, con ese tono que usan los padres con sus hijas y él, con la mirada que usan las hijas con sus padres al escuchar semejante declaración, asintió. Ni siquiera sé que dije, hablé en automático, como si alguien más se hubiera apoderado de mi cuerpo mientras yo flotaba a un lado. Le expliqué lo que sentía, que sabía lo que implicaba, hasta planteé algunas reglas y lineamientos. Dije todo lo que se me ocurría sin saber cómo detenerme, mientras él solo me veía callado, asintiendo de vez en cuando. No podía leer su rostro, no sabía si estaba enojado, preocupado, feliz, nada. Blanco total. Ahora cada vez que juego póker intento emularlo, aunque creo que no me sale tan bien.


Después de que se me agotaron las ideas él solo dijo “lo voy a pensar”. Se levantó y no me volvió a hablar ni a mirar por otros tres días. Pero ahora sabía que estaba hundido en sus pensamientos y que solo quedaba esperar. Me hubiera encantado escuchar ese debate interno entre la moral, el deseo, el amor y la ética. Finalmente, pasados esos tres días, me llevó una rosa blanca, como las que le gustaban a mi madre.

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