9/11/22

La tertulia de lo inconfesable (VI)

La última noche había llegado y con ella la última historia. En el camino, se preguntaban que pasaría ahora. ¿Se despedirían formalmente? ¿Cada quién se levantaría para dejar discretamente la habitación como lo habían hecho las útlimas cinco noches? ¿Qué sería de ellos ahora que habían abierto sus corazones y los habían visto reflejados en aquellos seres anónimos? ¿Y si en realidad el resto les había engañado con tal de que ellos confesaran? Muy tarde, muy tarde para esas consideraciones. Como se había dicho ayer, si eran castigados, en el fondo, suponían que lo merecían. Que fuera lo que tuviera que ser, que el infierno ya lo tenían ganado desde antes, sabiendo que ninguno sentía culpa. No había sido la culpa la que les había llevado ahí, solo la necesidad de hablar y ser escuchados. Sentir paz. Finalmente, paz.


La última narradora se tomó su tiempo. Respiró hondo un par de veces, mientras mantenía sus manos sobre las piernas. Aclaró su garganta, miró hacia el techo con una sonrisa tranquila, suspiró una última vez y comenzó.


VI


Se me hace muy poético que yo sea quien cierre este extraño experimento. Poético y predestinado, justo, preciso, adecuado, redondo. Me gusta. Ha sido una experiencia por demás enriquecedora y me siento tranquila, más tranquila de lo que ya estaba, cosa que no esperaba. Así pues, agradecida y satisfecha de haber esperado este momento, les anuncio que hoy me voy a suicidar. Así, saliendo de este cuarto, tomaré un taxi de regreso a mi casa, subiré al departamento, me daré un largo baño caliente, pondré la pistola en mi boca y me volaré la cabeza.


No está a discusión ni opinión, como nada de lo que aquí se dijo. Hoy me tragaré una bala calibre nueve milímetros que desgajará mi cráneo y esparcirá mis sesos por toda la sala. Una bala que asustará a los vecinos, que tocarán desesperados la puerta y que llamarán a la policía. Sería un honor que fueras tú la que fuera a recoger mi cadáver, creo que te gustaría el espectáculo, así que mantente atenta por si reportan un disparo allá por la avenida de Santa Anastasia.


Estoy harta. Harta de estar harta. Harta de que me digan que la vida es bella, que la vida vale la pena, que la vida va a mejorar, que vaya al psicólogo, que tengo amigos y familia que me quieren y me apoyan, que todo pasa, que el tiempo todo lo cura. Estoy harta de ese optimismo hueco e insípido que intenta darle sentido a seguir vivos, que se concentra en los buenos momentos como si los malos no fueran más. Harta de escuchar que esas migajas de alegría son las que valen la pena. Ya no quiero migajas. Estoy harta.


Hoy iré y con mi mejor vestido me tragaré una bala, me volaré la cabeza, me cagaré encima y chorrearé de sangre el sillón. Estoy harta de sentir dolor, de sentir decepción, de sentir cualquier cosa. De ver como la vida solo se ilumina dos días por cada diez de oscuridad. Dicen que eso es lo que le da sabor, que la oscuridad nos hace poder apreciar la luz. Estupideces conformistas que se repiten unos a otros para mantenerse aquí al servicio de quien sea que los explote o quien sea que dependa de ustedes o de la pura inercia de seguir respirando y no tener el valor de reconocer que vivir es un asco. Que nada vale la pena, que todos somos monstruos enmascarados, que todo eventualmente se va a ir al carajo y nosotros con ello. Que no hay esperanza, que el futuro será igual de nefasto que el presente y el pasado y que lo peor que nos pudo haber pasado fue que nuestros padres cogieran un día sin ponerse protección.


Por eso me voy a volar la cabeza, por eso voy a hacer saltar a mi gato y astillas de hueso, porque lo único que vale la pena es tomar esa decisión. La decisión de decir basta, ya no quiero, ya no quiero, ya no quiero esto, ni aquello, ni nada. Me quiero fundir, desaparecer, olvidar que pisé este y cualquier otro lugar. Esa es la única decisión que deberíamos valorar y perseguir, la decisión de bajarnos de este tren que no va a ningún lado, este tren infestado de cucarachas y mierda, para lanzarnos al vacío y regresar a la oscuridad eterna.


No voy a dejar carta, no voy a culpar a nadie, nada. Es mi decisión, es lo que quiero. Tomen esto como mis últimas palabras si así lo desean. Fue un gusto haberme sumergido hasta lo más profundo del abismo de su mano solo para salir más tranquila, para que en ese momento no me tiemble la mano y desear saborear el plomo, aunque sea por una fracción mínima de un instante. No, no se sientan culpables. Sus demonios no son los míos, sus demonios no me espantan ni me hicieron convencerme de tomar esta decisión. La decisión ya estaba tomada y hace tiempo hice las paces con las bestias que me habitan. Al contrario, ustedes me devolvieron las ganas de vivir por un par de días, para escucharles, para conocerles, para sentirme un poco menos sola en este mundo de porquería.


Gracias por eso y por aceptar mi invitación a narrar sus historias. Ahora, si me disculpan, tengo una cita y no quiero llegar tarde.

 

VII


El desgarrador grito de las sirenas de patrullas y ambulancias inundaron la calle de Santa Anastasia a la altura de los edificios colindantes al viejo café árabe. Los pocos transeúntes que pasaban por ahí a esas altas horas de la noche se detenían movidos por la curiosidad, mientras que los demás habitantes del edificio se asomaban cautelosos por las ventanas.


Una oficial de policía comandaba a los forenses para que registraran la impactante escena que una pobre señora encontró en el apartamento 207. Ella había abierto la puerta con la llave que su vecina alguna vez le confió por si acaso se quedaba afuera y que esa noche decidió utilizar al escuchar un fuerte estruendo que logró despertarla. Tras el macabro hallazgo, estaba sumergida en un fuerte estado de nerviosismo que tenía la esperanza de poder sobrellevar con los ansiolíticos y somníferos que le recetaba su psiquiatra, un callado señor de avanzada edad y extraño gusto por la playa.


Al alba la calle seguía acordonada, mientras un redactor de nota roja daba los últimos toques al artículo donde, para deleite de los morbosos, detallaba magistralmente el acontecimiento como si él mismo lo hubiera presenciado. Se regocijó de su trabajo, sabiendo que ese era el segundo mejor artículo que había escrito solo después de aquel sobre el trágico asesinato de una amada mujer de la comunidad.


¡Pero qué desgracia! -exclamó un señor acompañado de una mujer a quien casi le doblaba la edad. Aquella tarde se habían topado con las grotescas imágenes del suceso en la primera plana de un pasquín amarillista mientras pasaban tomados del brazo frente a un puesto de periódicos- ¿Quien hubiera pensado que una exitosa académica como ella haría algo así? - Añadió, negando con la cabeza.


Qué le digo, patrón. Ya ve de lo que es capaz la gente, aunque cueste creerlo -le respondió desde dentro del quiosquillo un joven que se relamía sin despegar los ojos del catálogo de ropa interior femenina que tenía en el regazo...

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