Capítulo 5
Irene dormía,
cuando unos golpes secos en la puerta de
su casa la despertaron. Ella salió de su cama y fue a ver que sucedía. Preguntó
quien era y que quería a tan altas horas de la noche.
“Señora Irene,
soy la señora Rosario. Tiene que huir pronto de aquí, me he enterado que una
comitiva de la Santa Inquisición viene hacia acá en pos de prenderla por
brujería y asesinato de su esposo.”
Irene no podía
creer lo que oía, como es que se había enterado la iglesia de aquellos sucesos
si había reparado en tener el mayor cuidado y discreción respecto a la muerte
de su esposo y el uso de las hierbas. Ella no le había contado a ninguno de los
vecinos la verdad ya que sabía que la denuncia era inevitable si lo hacía. Pero
ahora no importaba, tenía que huir de ahí a toda costa y salvarse ella y a sus
hijos de una muerte segura en al hoguera, así que después de agradecer a la
señora Rosario fue a despertar a sus hijos, los vistió, tomaron cuanto podían
llevarse con ellos, incluyendo un cofre donde guardaba todas sus monedas y
partieron, pero cuando iban caminando sigilosamente por las oscuras calles, vio
como la calle se iluminaba poco a poco y la sombra de la cruz que la luz de las
velas proyectaban sobre las paredes de las casas. No había a donde huir, su
casa era el final de aquella calle y pasar desapercibida entre el grupo que se
acercaba era imposible, así que armada de valor tomó a sus hijos y les habló al
oído.
“Mis niños, mis
pequeños, mi sangre. Esta noche es posible que yo sea juzgada por la muerte de
su padre y tal vez condenada a la hoguera. Pero si algo he de hacer antes,
siendo posiblemente lo último, es salvarlos a ustedes, mis ángeles. Entren a la
casa, salten los muros del jardín, y corran, corran hasta el amanecer. No se
detengan ni miren atrás. Busquen donde quedarse y si es que sobrevivo, los veré
aquí en una semana y si no, que Dios los cuide a donde vayan y les consiga
sustento y casa. Corran mis amores, corran antes de que los vean y sean
apresados también.”
Tanto Irene como
los dos pequeños lloraban, pero Irene sabía que dos niños, uno de trece años y
el otro a penas de nueve merecían vivir y no tenían porque pagar culpas ajenas.
Abrió el cofre, tomó una bolsa donde llevaba unas cartas, sacó estas y llenó la
bolsa con monedas. Le dio esta bolsa a su hijo mayor y le pidió que cuidara de
su hermano y nunca dejara que los separaran. Los tomó entre sus brazos y ya
cuando los rezos y pasos se escuchaban resonando en la calle, los empujó y les ordenó
que se fueran. Los hermanos entraron de nuevo a su casa, escalaron los muros
del jardín y se fueron corriendo por el campo mientras lloraban y escuchaban a
lo lejos los gritos de su madre pidiendo clemencia.
Y así es que empieza...
ResponderEliminarDecir "...una comitiva del Santo Oficio..." habría sido más apropiado creo...