Capítulo 8
La
rabia inundó a Arturo, caminó hasta la hoguera y atacó a su hermana. El
sacerdote le gritó que se detuviera y varios soldados fueron a agarrarlo, y una
vez arreglado ese asunto, se dio la orden de que se continuara con la ejecución
y los verdugos encendieron la base de la pira. Mientras tanto Arturo se
revolvía en los brazos de los soldados y veía como su libertad y su dinero se
iban convirtiendo en humo frente a sus ojos, con su hermana muerta jamás podría
dar con sus hijos, a los cuales ni siquiera conocía de vista y con ello se iría
la posibilidad de salir del monasterio y vivir como según el merecía. Ocultos entre la multitud y vistiendo unas
humildes capas Marcos y Pablo, los hijos de Irene, veían a su madre ser
consumida por las llamas.
Esos
dos pequeños habían presenciado la muerte de su padre y ahora la de su madre.
Sus corazones se habían endurecido y ahora eran de roca fría. Contrario a lo
que su madre les había pedido, una vez que saltaron las paredes del jardín y
escucharon los gritos de su madre, decidieron regresar ya que no podían soportar
el huir así sin rumbo y con tanto dolor en su alma. Se encontraron con el
jardín en llamas y desde lo lejos escucharon el discurso que Irene le dio a
Arturo, enterándose así de la verdad y de cómo su tío había traicionado a su
madre para apoderarse de sus riquezas. Y ahora que veían el fuego alzarse en el
centro de la plaza, tomaron la decisión de vengar a su madre, pero para eso
debían acercarse a su tío de algún modo. Ellos eran conscientes de que Arturo
no los conocía e iban a aprovechar eso para poder llegar hasta el sin que se
diera cuenta, pero todo requería un plan más elaborado.
Los
dos niños se fueron de la plaza y se dirigieron a un lugar apartado.
“Pablo,
tenemos que hacer algo para vengar a nuestra madre, que más que bruja era una
santa que con sus conocimientos de herbolaria curaba a las personas y nunca
causó más mal que no poder salvar a nuestro padre de morir. Ahora tenemos
dinero suficiente para sobrellevar algunos días, pero pronto se acabará. Así
que puesto que necesitamos acercarnos a nuestro infame tío, tengo la idea de
hacernos pasar por pobres para que nos den asilo en el monasterio y ahí
sabremos que hacer.”
El
pequeño Pablo solo asintió con la cabeza y siguió a su hermano hasta una posada
donde residirían hasta que las circunstancias fueran propicias para poner en
marcha su plan.
Una
vez consumida toda la hoguera, la multitud fue hacia la iglesia a recibir el
bautismo y la comunión como habían recomendado los prelados, mientras que
Arturo era llevado a su celda para que se tranquilizara, pero el estaba
completamente cegado por la furia y la frustración de haber perdido la única
posibilidad de dejar ese lugar y vivir como siempre había soñado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cuando lo que se expresa es odio, no hay libertad...