Capítulo 18
Era
el día de la ejecución de Marcos y Pablo. Ellos daban gracias a Dios por la
llegada de ese día, que por coincidencia, era justamente a un año de la muerte
de Irene. Ambos fueron llevados a la plaza y atados juntos en medio de una
pira. A penas se podían mantener en pié y mientras se leían sus cargos y
sus condenas, Pablo y Marcos hablaban entre ellos.
“Ni
siquiera pudimos hacerle nada al maldito de Arturo.”
“Moriremos
y el saldrá librado de todo mal.”
Los
dos niños vieron a Arturo entre la multitud, y Marcos recordó que él los había
estado buscando y que si los hubiese encontrado, él hubiera podido salir del
monasterio. Recordó como ellos eran el único obstáculo para la felicidad de
Arturo. Le dijo esto a su hermano y ambos se dieron cuenta de que aún cuando
iban a morir, aún podían causarle mal a Arturo.
Los
verdugos se acercaron y prendieron la base de la hoguera. Los que estaban ahí
reunidos veían con incredulidad como dos niños iban a morir quemados, pero
claro, el Santo Oficio siempre sabe lo que hace. Marcos y Pablo comenzaban a
sentir el ardor del fuego en sus rostros y el del humo en sus pechos, por lo
que decidieron, con sus últimas fuerzas, dar un último discurso antes de morir.
Inició Pablo diciendo:
“Nosotros
somos Pablo y Marcos, hijos de Irene, la supuesta bruja!”
Arturo
enseguida volteó a ver a los niños. Marcos continuó:
“Nuestra
madre era de las más santas personas que había en este pueblo, ella solo quiso
ayudar a la gente con sus remedios herbolarios.”
“Tuvo
la mala suerte de matar a nuestro padre, pero fue un accidente, nunca intentó
hacerle mal a nadie.”
“Ella,
movida por la culpa confió en su hermano el cual, por querer adueñarse de sus
bienes, la traicionó de la forma más cruel condenándola a muerte”
La
gente escuchaba lo que aquellos dos decían, reflexionando en que si Irene los
hubiese querido matar, en menos de un año habría perecido todo el pueblo, en
cambio recurrieron a sus remedios por más de cinco años. Se estaban dando
cuenta de que Irene jamás intentó causar mal, y que lo que aquellos niños
decían podía se cierto.
“Y
su hermano, ese traidor, Judas, impío, víbora ponzoñosa, impostor… está entre
ustedes!”
“Todos
lo conocen como Arturo, el monje!!”
La
gente volteó a ver a Arturo, que estaba pálido por lo que escuchaba.
“Bien
lo dijo nuestra madre amado tío, sin nosotros jamás podrás ser libre de tu
encierro, y ahora que moriremos, tu oportunidad se volverá cenizas!!”
“Y
te maldecimos, que la culpa te acompañe hasta tu muerte, que la culpa de haber
matado a tu hermana y a sus hijos te atormente!”
“Que
seas señalado por las calles como aquel codicioso que se atrevió incluso a
matar a su familia por unas monedas de oro!!”
“Tu,
traidor! Que ni el demonio te acepte en sus dominios! Que ni se digne a
dirigirte una mirada o darte un latigazo!”
“Tu,
Judas!! Que mataste a tu propia sangre, que te vendiste por unas monedas! Que
el diablo escupa sobre ti y no te deje entrar ni siquiera al lugar más terrible
y con los peores tormentos del averno! Que cuando mueras tu alma vague sin
rumbo por la tierra hasta el final de los tiempos!!”
“Que tu infierno sea esta vida! Que sufras las
plagas de Egipto y la lluvia de azufre de Sodoma y Gomorra!!”
“Nosotros,
que morimos hoy culpables de lo que acusaste a nuestra inocente madre, te
maldecimos con todo esto!!!”
Así,
con estas últimas palabras, Marcos y Pablo murieron en la hoguera.
La
gente, aterrorizada, veía como sus pequeños cuerpos se volvían cenizas y una
vez apagada la hoguera, todos regresaron a sus casas con las palabras de
aquellos niños grabadas a fuego en sus corazones. Sabían que las maldiciones
eran dirigidas a Arturo, pero al mismo tiempo a todos ellos que traicionaron a
Irene, la que nunca les hizo daño alguno y que solo les procuró el bien. Todo
el pueblo de San Martín de la Luz había sido maldecido por los hijos de Irene
aquella tarde.
Mientras
tanto Arturo se había quedado en la plaza completamente solo, sabiendo que si
bien no había nada que le pudiese hacer la justicia o la Inquisición por haber
delatado a su hermana ya que era su deber hacerlo, en su alma entendía que Dios
era el que lo juzgaría y que por sus acciones movidas por la venganza y la
codicia, se había ganado un lugar entre las almas que no serían salvadas al
final de los tiempos. No tendría perdón y los niños habían dicho bien, lo que
le quedaba de vida le sería un infierno, sabiendo que en cuanto muriera sería
condenado al fuego eterno. Regresó al monasterio pero en la puerta estaban sus
pocos objetos personales, ni siquiera los monjes lo querían entre ellos.
Arturo, aún vestido con su hábito, abandonó el pueblo aquella noche.
Epílogo
San
Martín de la Luz fue convirtiéndose en un pueblo fantasma a medida que pasaba
el tiempo. Mucha gente comenzaba a huir por miedo a que las maldiciones de los
niños cayeran sobre de ellos, pero eran rechazados en todos los pueblos
circundantes ya que la historia de lo que había sucedido se corrió como pólvora
y las personas ajenas al pueblo de San Martín de la Luz no los querían entre ellos.
Así, poco a poco la villa fue desapareciendo, las casas y edificios se
derrumbaron con el paso del tiempo hasta que ese pequeño poblado fue borrado de
la faz de la tierra.
Algunas
personas que han tenido la mala fortuna de hallarse en las inmediaciones de lo
que fuera antes aquella villa, dicen que por las noches a veces se pueden ver
columnas de fuego en lo que fue la plaza principal o que pueden ver fantasmas
errantes que suplican perdón. Incluso se ha llegado a decir que cada vez que se
cumple un año de la muerte de Irene todo el ambiente se llena de un aroma a
hierbas que hace arder los ojos y la garganta; y se puede ver a un monje
vagando por los campos arrastrando con enormes cadenas los cadáveres de dos
pequeños niños.